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El rey Luis XIV y López Obrador, dos rostros del poder absoluto

 

Luis XIV y López Obrador representan, en sus respectivos contextos históricos, dos visiones de centralización del poder que, aunque diferentes, comparten elementos fundamentales. Mientras el primero construyó su reinado alrededor de un concepto absolutista que lo identificaba como el centro del Estado, aunque nunca llegó a pronunciar la famosa frase “L’État, c’est moi”, (El Estado soy yo), López Obrador ha tejido su mandato en torno a la idea de que su liderazgo es indispensable para la Cuarta Transformación de México. Sin embargo, mientras que el monarca francés reconoció en sus últimos días que el Estado debía continuar más allá de su figura, López Obrador parece estar creando un legado que podría poner en riesgo la estabilidad institucional de México, si su sucesora no se distancia de su control político.

Esta mañana, un buen amigo y colega periodista me llamó para comentarme sus impresiones sobre la ceremonia del Grito de Independencia de anoche en el Zócalo capitalino. “La plaza estaba abarrotada”, me dijo con tono serio, y agregó que este último Grito de López Obrador como presidente, con miles de personas presentes bajo la lluvia, era más que una celebración patriótica: representaba el cierre de un ciclo y la consolidación de su legado político que —a la antigua costumbre de la monarquía francesa— el tabasqueño supone debe continuar sin modificación alguna con Claudia Sheinbaum. En el ocaso de su gestión, asume el papel de Luis XIV, quien teóricamente dijo que el Estado era él, personificado.

Es innegable que la ceremonia marcó un momento emblemático para López Obrador, quien celebró su último acto como presidente y vinculó la conmemoración histórica con su visión política, destacando no solo a los héroes de la independencia, sino también los valores polarizantes y hasta vergonzosos que promovió durante su sexenio. Prácticamente se puede decir este último Grito de López Obrador fue una despedida de su papel como mandatario, pero también una reafirmación de su influencia en la política mexicana, con un claro mensaje de continuidad en la figura de su sucesora.

Le comenté a mi colega que, efectivamente, López Obrador y Luis XIV, ambos, en sus respectivos contextos, centralizaron el poder de manera excesiva, hasta el punto de que pareciera que el Estado y sus proyectos dependían exclusivamente de su figura. Pero también le argumenté que había leído que los registros oficiales de las sesiones parlamentarias de 1655 —donde se afirma que Luis XIV pudo haber pronunciado la frase “L’État, c’est moi” (El Estado soy yo)— no contienen ninguna mención que respalde esta afirmación, y que esa frase, que ha sido utilizada para simbolizar su gobierno absolutista, no tiene fundamentos históricos.

Lucien Bély, destacado historiador francés, especializado en la historia política y diplomática de Francia, particularmente en el reinado de Luis XIV, y profesor en la Universidad de París IV-Sorbonne —autor de Louis XIV: Le Plus Grand Roi du Monde (2005)—, ha analizado los mitos alrededor del Rey Sol, incluyendo la famosa frase, y la desmiente, señalando que no hay evidencia que apoye su autenticidad. Olivier Chaline, otro historiador francés, asegura que este enunciado fue una invención para representar el poder absoluto del rey, y que no hay registro de que realmente la haya pronunciado.

De hecho, en sus últimos días de vida, Luis XIV expresó una idea que contradecía completamente este supuesto.

Desde una perspectiva histórica, Luis XIV fue el símbolo del absolutismo clásico. Su reinado, que se extendió por más de 70 años, estuvo marcado por esa frase apócrifa, la cual encapsula su deseo de concentrar todo el poder en su persona. Sin embargo, en su lecho de muerte, el monarca declaró: “Je m’en vais, mais l’État demeurera toujours” (Me voy, pero el Estado permanecerá siempre), lo que refleja su reconocimiento de que el Estado era una entidad perdurable y separada de su persona. Esta declaración final de Luis XIV subraya que, a pesar de su papel central en la consolidación del poder real, entendía la distinción entre el rey y la institución estatal. Este reconocimiento muestra una perspectiva más matizada del absolutismo que el mito popular suele atribuirle.

Distanciarse de López Obrador, el improbable camino de Sheinbaum

 

López Obrador, por su parte —aunque no ha dicho explícitamente algo tan grandilocuente—, en la práctica ha construido un sistema que, al menos durante su mandato, gira de manera concreta y tangible en torno a su persona. Tanto en su gobierno como en la narrativa que lo rodea, el proyecto de la Cuarta Transformación parece inseparable de su liderazgo personal, como si el destino del país dependiera de él.

Si bien Luis XIV reconoció al final de su vida que el Estado debía perdurar más allá de su reinado, López Obrador, a unos cuantos días del fin de su sexenio, parece estar construyendo un proyecto político basado en su figura, lo cual podría tener consecuencias desastrosas para la estabilidad institucional de México, si Claudia Sheinbaum no toma una distancia prudente.

Tanto Luis XIV como López Obrador representan visiones diferentes del poder absoluto, pero mientras que el primero dejó un legado de continuidad institucional, el otro parece estar erosionando las bases sobre las que el Estado mexicano debería sostenerse en el futuro.

Aunque separados por siglos, ambos líderes compartieron el deseo de centralizar el poder y moldear el Estado a su imagen, pero la manera en que concibieron la relación entre su figura personal y las instituciones revela profundas diferencias. Luis XIV eliminó a los nobles como rivales políticos al hacerlos dependientes de su corte en Versalles, subordinó al parlamento y colocó al rey como la encarnación viviente del Estado. Esta consolidación de poder le permitió dominar todos los aspectos del gobierno, desde la política hasta la economía y la cultura.

Para él, la institución monárquica debía perdurar más allá de su vida, y aunque el rey personificaba el Estado, no debía confundirse con él. El Estado debía continuar como un ente funcional y estable, independientemente de la presencia del monarca, lo cual parece no ser la idea de López Obrador.

Con el tabasqueño, la centralización del poder ha tomado un cariz diferente. Desde su llegada a la presidencia en 2018, ha buscado consolidar su poder personal mediante una retórica populista y un fuerte control sobre las instituciones políticas. A través de “las mañaneras”, López Obrador ha creado una narrativa en la que se posiciona como el salvador de México, un líder que a la manera de los superhéroes de las películas y los cómics combate la corrupción y el neoliberalismo. Sin embargo, esta centralización del poder en torno a su figura ha generado preocupaciones sobre la endeble estabilidad institucional del país una vez que termine su mandato.

A diferencia de Luis XIV, López Obrador no ha expresado abiertamente la idea de que el Estado es una entidad que debe sobrevivir más allá de su liderazgo. De hecho, muchos críticos argumentan que su proyecto de gobierno está tan vinculado a su persona que su eventual partida podría desestabilizar las instituciones que ha debilitado o cooptado.

Baste solo recordar la frase “¡Al diablo con sus instituciones!” que pronunció el 6 de septiembre de 2006, en el Zócalo de la Ciudad de México, durante una de las protestas poselectorales que realizó tras la polémica elección presidencial de ese año. En ese momento, López Obrador había perdido frente a Felipe Calderón por un estrecho margen del 0.56 por ciento, lo que llevó a AMLO a denunciar fraude electoral. Ante la decisión del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) de validar la elección, López Obrador expresó su frustración con la famosa frase, refiriéndose a las instituciones que, según él, habían permitido el fraude.

El contexto de esta declaración fue el fuerte conflicto político que se vivió en México tras las elecciones, en el que López Obrador cuestionó la legitimidad de los organismos que regulaban el proceso electoral, particularmente el desaparecido Instituto Federal Electoral (IFE) hoy INE, y el tribunal electoral. Este episodio marcó una etapa crítica en la carrera política de AMLO, ya que mostró su desconfianza hacia las instituciones que consideraba corruptas o capturadas por intereses conservadores.

Con el paso de los años, esta frase ha adquirido mayor relevancia y peso en las acciones de su gobierno, especialmente en su manejo de instituciones autónomas como el INAI (Instituto Nacional de Transparencia), y López Obrador ha continuado con una política que debilita el rol de estos órganos en favor de un mayor control desde el Ejecutivo, centralizando el poder en su oficina, lo que ha generado un ambiente de dependencia en torno a su liderazgo muy personal, del cual muy difícilmente podrá sacudirse su sucesora.

Si acaso Claudia Sheinbaum lo intentara, ahí estará como amenaza permanente en su gestión el papel de Andrés Andy López Beltrán, hijo de López Obrador, quien, aunque no ocupa cargos formales, ha sido señalado como una figura clave en la toma de decisiones del partido, lo que ha provocado críticas tanto dentro como fuera de la formación política, y ha sido ya propuesto como próximo secretario general de Morena.

Él sería la cuña política en un supuesto escenario en el que Sheinbaum intentara marcar distancia tras asumir la presidencia. Si ella tomara decisiones que difieran de las líneas marcadas por el presidente saliente, el peso de figuras cercanas a López Obrador, como Andy, podría utilizarse para presionar su administración. La idea de una revocación de mandato serviría como una estrategia para mantener el control del movimiento político encabezado por su padre.

Luis XIV y López Obrador, senderos disímbolos

 

Un punto crítico de comparación entre Luis XIV y López Obrador, es cómo manejan la sucesión del poder. El Rey, al final de su vida, reconoció la fragilidad del poder personal y se preocupó por la estabilidad del reino. A pesar de su gobierno absoluto, dejó instrucciones claras para garantizar la continuidad del Estado. Designó a su sobrino, el Duque de Orleans, como regente hasta que su bisnieto, de entonces cinco años, el futuro Luis XV, “le Bien-Aimé”, (El bien amado) pudiera asumir el trono. Aunque el absolutismo permaneció, Luis XIV comprendió la importancia de una transición ordenada y estable.

En cambio, López Obrador ha promovido y encumbrado a Claudia Sheinbaum como su sucesora, exigiendo una lealtad implícita que ha generado dudas sobre si su influencia continuará después de que él deje el poder. Muchos temen que su capacidad para controlar la política desde las sombras cree un ambiente similar al maximato de Plutarco Elías Calles, donde el expresidente mantuvo el control del poder a través de figuras sumisas.

El legado institucional de Luis XIV es notablemente diferente al de López Obrador. El monarca francés construyó un aparato estatal fuerte que, aunque dependía de su figura, tenía suficiente estructura para sostenerse después de su muerte. La burocracia, el ejército y el sistema judicial consolidado bajo su mando permitieron que el Estado francés se mantuviera estable, a pesar de las tensiones inherentes a una monarquía tan prolongada.

Por el contrario, López Obrador ha debilitado las instituciones mexicanas al concentrar el poder en su presidencia. Su constante enfrentamiento con órganos autónomos como la Suprema Corte de Justicia ha generado un clima de inestabilidad que podría afectar la funcionalidad del Estado tras su salida. El centralismo presidencial y la tendencia a gobernar por decreto han erosionado la capacidad de las instituciones mexicanas de operar independientemente del Ejecutivo.

Otro contraste significativo es el enfoque hacia el poder. Luis XIV veía su reinado como una representación divina; el rey era elegido por Dios para gobernar, y su poder era absoluto por derecho divino. En cambio, López Obrador ha utilizado una retórica populista para legitimarse como el representante directo del “pueblo”, en una alegoría directa al “Dios” del monarca francés. A pesar de esta diferencia ideológica, ambos líderes fomentaron la idea de que su liderazgo es indispensable para el bienestar de la nación. Esta dependencia en el líder, a expensas de las instituciones, genera riesgos para la transición política en ambos casos.

La centralización del poder también tiene implicaciones culturales. Luis XIV utilizó las artes y la cultura para glorificar su reinado, promoviendo la imagen del Rey Sol como el centro del universo francés. En contraste, López Obrador ha utilizado la cultura y la infraestructura como herramientas políticas, enfocándose en grandes proyectos como la inoperante refinería de Dos Boca, el fracasado sistema de salud estilo Dinamarca o el Tren Maya, que asocia directamente con su legado. Esta diferencia refleja cómo ambos líderes utilizaron los recursos del Estado para perpetuar su imagen y asegurar su legado.

En términos de gobernabilidad, ambos enfrentaron desafíos importantes. Luis XIV lidió con guerras y rebeliones internas, pero logró mantener su autoridad mediante un ejército fuerte y una administración eficiente. López Obrador, por su parte, enfrenta una crisis de seguridad, pobreza y corrupción en México. Sin embargo, ha dependido más de su presencia mediática y retórica política, sin lograr consolidar instituciones fuertes que enfrenten estos problemas de manera eficaz.

A unos cuantos días de que López Obrador concluya su gobierno formal, su legado plantea preguntas importantes sobre el futuro. ¿Puede México resistir a la tentación del “hiperpresidencialismo” que ha caracterizado su mandato? ¿Serán las instituciones mexicanas capaces de reconstruirse una vez que él deje el poder?

En el caso de Luis XIV, aunque su sucesión fue complicada, las instituciones que construyó lograron mantener la estabilidad del Estado. En México, sin embargo, la fragilidad institucional y la dependencia del liderazgo personal de López Obrador generan incertidumbre sobre si su sucesora podrá enfrentar los desafíos que hereda o si quedará atrapada en la sombra política de su predecesor, como también lo estuvo Luis XV en la de su bisabuelo.

Lo que en labios de Luis XIV fue una frase apócrifa, en boca de López Obrador —quien tal vez, aspira a convertirse en el nuevo Calles—, podría ser una avasallante verdad: “El estado soy yo”.

01 La ceremonia de El Grito de la Independencia en el Zócalo de la Ciudad de México. (Fotogalería https://presidente.gob.mx)

02 El monarca francés Luis XIV (By Hyacinthe Rigaud – wartburg.edu[dead link], Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=482613)

03 El presidente López Obrador y su sucesora Claudia Sheinbaum. (Fotogalería https://presidente.gob.mx)