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Número cero/ EXCELSIOR

Los tiempos son extraños, entre polarizaciones reduccionistas y riesgos de normalizar lo que daña a la democracia. Una práctica tóxica, como el espionaje, se minimiza desde la Presidencia como un hecho sin importancia, a pesar de desvelar puntos ciegos dentro del Estado fuera de la vista de la autoridad civil. La escucha ilegal contra el responsable de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, es muy grave, y mucho más dejar pasar sin investigar indicios que apuntan a las Fuerzas Armadas.

El espionaje a abogados y funcionarios relacionados con la investigación de Ayotzinapa, bajo responsabilidad de Encinas, no puede normalizarse como otro caso más de intercepciones ilegales, como hace el Presidente. Es tanto como acreditar la violación de derechos humanos con discursos elusivos para disuadir de su importancia porque todos lo hacían y lo siguen haciendo. Y, para rematar, desestimar la denuncia del afectado con la cantaleta irreal de que este gobierno no espía a nadie y la salvaguarda a los militares, aunque sean los principales clientes del programa Pegasus y la única dependencia que mantiene contratos para el uso de esa tecnología de vigilancia, según la revelación de The New York Times del caso.

Grave que se espié alrededor de un caso de violación de derechos humanos, más que no se indaguen posibles abusos del Ejército, y mucho más que se exculpe a los militares en un reconocimiento tácito de que podrían estar actuando por su cuenta, incluso contra los integrantes del gobierno. Hasta Encinas opta por el silencio. La respuesta de López Obrador sobre el espionaje atribuyéndolo a hackers de su gobierno o del Ejército, como en el ataque Guacamaya, es desconcertante. Aceptar vivir bajo la amenaza de escuchas contra periodistas, políticos y defensores de derechos humanos refiere a un patrón general de inseguridad al servicio de algún objetivo incomprensible para la mayoría. Pero que tiene efectos para el debate público aún más graves que la polarización, porque ahoga libertades, extiende el miedo a hablar y las zonas de silencio.

La libertad de expresión, de por sí recortada por “burbujas” mediáticas impenetrables al argumento y las razones de otro, es otra víctima indirecta del capítulo más peligroso de la historia de Pegasus en el país. Cuando una situación se repite sistemáticamente se convierte en la única realidad. Cómo, por qué y para qué participar en el debate público con la vida privada o la intimidad vulnerada y expuesta a controles ilegales, presiones y chantajes. Admitir la transgresión conduce a exponer el debate a la manipulación y su repetición a creer que forma parte de la normalidad. El espionaje suple al argumento, entierra famas públicas y desacredita la voz para dejar sólo el miedo, que luego cualquiera traduce en operaciones de confusión con sólo agitar palabras como “autoritarismo”, “expropiación”, “abuso de poder”, sin razonamiento ni argumentación en perjuicio, paradójicamente, del propio gobierno.

La delación arrasa con las libertades como señal inequívoca de pérdida de garantías democráticas. Impregna de temor a la crítica y hace del miedo el mensaje. Es el temor donde germina la polarización, al que basta agitarlo para liberar cualquier fantasma de las puertas del infierno. Si el gobierno expropia unos cuantos kilómetros de vía férrea de los miles concesionados a Grupo México por una obra de utilidad pública, en la opinión pública hierve el miedo a la abolición de la propiedad privada sin otro sustento que otro temor, a la arbitrariedad y al abuso de poder. Si el WSJ dice que López Obrador ignora la ley de expropiación cuando acomoda a sus intereses políticos, el fantasma toma cuerpo: vamos hacia Venezuela o Nicaragua. Que más argumento se necesita para azuzar el miedo si desde el gobierno relativizan la importancia de las libertades, como la protección a la intimidad o el derecho a saber de los ciudadanos.

La percepción de que el gobierno no las defiende erosiona su credibilidad, más que un caso de expropiación. Pero están conectados. La omisión con las garantías democráticas deja al gobierno y sus opositores a merced de la bula o el fake espeluznante. Porque no es sólo el choque por una ley o con un empresario como Larrea lo que alimenta la incertidumbre y la inseguridad, sino que también cualquier mensaje pueda ser creíble por descansar en la aquiescencia de transgresiones generalizadas tan graves como la vigilancia ilegal de militares y civiles a la ciudadanía.