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Hace unos días fue presentado en la Academia Mexicana de la Historia, un libro singular. Es un documento jurídico con base en un hecho pretérito, pero al mismo tiempo una investigación casi detectivesca sobre algo tan surrealista como un intento de magnicidio sin magnicidio ni intento, pero a pesar de todo, existente, real y sometido a una maquinaria implacable, experta en ocultar, inventar, tergiversar pruebas, testimonios, indagaciones periciales y todo cuanto hiciera falta para satisfacer la nunca invocada pero siempre ejercida razón de Estado.
El libro, cuyo autor es el talentoso ministro en retiro, José Ramón Cossío Díaz, gira en torno de un hecho alucinado, pero nunca consumado: el asesinato del presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz.
Dice el prefacio de la obra cuyo contenido no echaré a perder:
“… El 5 de febrero de 1970, un hombre de 28 años intentó asesinar a Gustavo Díaz Ordaz, quien vivía sus últimos meses como presidente de México. Carlos Francisco Castañeda de la Fuente, el asesino fallido, disparó un solo balazo, e inmediatamente fue arrestado, pero nunca se le juzgó.
“Luego de ser víctima de ese trato brutal, sufrió una arbitrariedad más: fue declarado “jurídicamente incapaz” por la Jueza Segunda de lo Pupilar del Distrito Federal e internado en el hospital psiquiátrico, “Doctor Samuel Ramírez Moreno. Castañeda fue liberado 23 años después, en diciembre de 1993, y vivió en la calle hasta su muerte en enero de 2011. Para entonces ya tenían 65 años y era un nombre sin nombre, sin identidad, sin historia.
“Hace más de medio siglo la consigna de un grupo de personas en el poder político y judicial, fue desaparecer el caso y anular en vida al perpetrador. Su tarea, al margen de toda legalidad, consistió en asegurarse de que este atentado nunca se supiera, que quedara borrado de la realidad, y por lo tanto, de la historia política de este país…”
Lo demás es el rastreo de las huellas del hecho.
El intento fallido del magnicidio delirante fue una pifia de principio a fin. El frustrado magnicida ni siquiera vio a Díaz Ordaz, mucho menos le disparó ni atentó contra su vida. Bueno, ni contra su automóvil siquiera.
Confundido y extraviado, le soltó un tiro a un auto negro en las inmediaciones del Monumento a la Revolución, donde se realizó una ceremonia cívica constitucional, cuya última fase protocolaria sería la cercana casa de Venustiano Carranza en la colonia Cuauhtémoc.
El balazo fue después de la ceremonia. El chambón magnicida, no tenía decisión, capacidad ni puntería: le pegó al auto equivocado en la parte inferior de una portezuela. Para su desgracia el ocupante del vehículo, en el asiento posterior, era el general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa.
El incidente sí fue del conocimiento público, aunque después haya sido sepultado bajo paletadas de indiferencia y secreto. Los diarios de aquel tiempo no lo publicaron. El periódico “La prensa”, especializado en asuntos policiacos (donde este redactor trabajaba entonces), nada más publicó un críptico cartón del dibujante Ochoa (firmaba 8A) en el cual un detective habla con un policía quien desaparece en el seguido cuadro mientras el investigador dice: ESTE ASUNTO SE PARECE MUCHIO AL ESTRANGULADOR DE BOSTON. En el último cuadro de la caricatura; el policía trae a rastras a un detenido y dice: ¡MISIÓN CUMPLIDA!, JEFE”.
Cossío interpreta la ausencia del asunto en los diarios por el sometimiento de los medios por parte del gobierno.
“…Una mezcla de control, autocensura y corrupción”.
Como abogado del diablo yo comentaría algo el gobierno vivía aterrorizado por la reacción social ante el movimiento de 1968. Lo menos conveniente era implicar a los “agentes extranjeros” o a los comunistas locales o a los estudiantes, como parte de un magnicidio. Sobre todo, cuando no se sabía nada.
Después ya no tuvo importancia. Y lo tiraron de a loco. Literalmente.