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“Yo el Supremo mi pasión la juego a sangre fría en todos los terrenos. El hombre-pueblo, la gente-muchedumbre, entendió claramente, dentro de su alma una /múltiple, la epopeya de cinco años… dijo Roa Bastos)”
Cinco años.
Así que pasen cinco años, decía la obra surrealista de Federico García Lorca.
“Quinquenio” es el caballo de crines tricolores montado con ensayada gallardía por el señor general Ricardo Trevilla (vuela para secretario o contratista mayor, lo cual ya parece un sinónimo), cuyo paso llano abría la descubierta del magno alarde militar de ayer, día de la patria.
La Patria, cuya evocación histórica y colectiva nos llega a la entraña, “patria mía por ti podría morir”, han dicho algunos (“Uno pierde los días, la fuerza y el amor a la patria…” escribió Efraín) y más lo dirán cuando les apliquen la vacuna de chisguete, pero eso es otra cosa de la cual no deberíamos opinar en estos momentos de gala y bandera (trapo ensangrentado, le dijo Germán Lizt).
Pero volvamos a la gesta, la epopeya, lejos de la incertidumbre de Pound cuyo odio y amor por la patria carecían de razones ciertas:
“…Los sediciosos, avaros (muera la avaricia, viva el amor, fue el grito desgarrado desde el balcón de la Patria, hace un par de noches), vanagloriosos, soberbios, ingratos, calumniadores, destemplados, crueles, arrebatados, hinchados, ignorantes, ¿dónde encuentra usted conspiradores inteligentes?, me atacaron furiosamente, me tildaron de loco…”
Y así nos convocan a la Revolución. ¿A cuál? A la Revolución de las conciencias. Decía el Supremo:
“…La revolución no puede esperar ningún apoyo de un ejército contrarrevolucionario. No hay entendimiento ni pacto con este ejército de ganaderos-granaderos, de mercenarios uniformados, siempre dispuestos a imponer sus solos intereses. No podemos exigir ni mendigar a tales milicias que se pongan al servicio de la Revolución. Tarde o temprano acabarán por destruirla.
“Toda verdadera revolución crea su propio ejército, puesto que ella misma es el pueblo en armas. Sin sus propios espolones los mejores gallos acaban capones…”
“…Comencé mi administración –les contaba Benito Juárez a sus hijos– levantando y organizando la guardia nacional y disolviendo la tropa permanente que ahí había quedado porque aquella clase de fuerza, viciada en los repetidos motines en que jefes ambiciosos y desmoralizados, como el general Santa Anna la habían obligado a tomar parte, no daba ninguna garantía de estricta obediencia a la autoridad y a la ley y su existencia era una constante amenaza a la libertad y al orden público”.
Y El Patriarca:
“…y él dispuso de más tiempo para ocuparse de las fuerzas armadas con tanta atención como al principio de su mandato, no porque las fuerzas armadas fueran el sustento de su poder, como todos creíamos, sino al contrario, porque eran su enemigo natural más temible, de modo que les hacía creer a unos oficiales que estaban vigilados por los otros, les barajaba los destinos para impedir que se confabularan, dotaba a los cuarteles de ocho cartuchos de fogueo por cada diez legítimos y les mandaba pólvora revuelta con arena de playa mientras él mantenía el parque bueno al alcance de la mano en un depósito de la casa presidencial cuyas llaves cargaba en una argolla con otras llaves sin copias de otras puertas que nadie más podía franquear, protegido por la sombra tranquila de mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar, un artillero de academia que era además su ministro de la defensa y al mismo tiempo comandante de las guardias presidenciales, director de los servicios de seguridad del estado y uno de los muy pocos mortales que estuvieron autorizados para ganarle a él una partida de dominó, porque había perdido el brazo derecho tratando de desmontar una carga de dinamita minutos antes de que la berlina presidencial pasara por el sitio del atentado”.