Número cero/ EXCELSIOR
Las aduanas electorales en Coahuila y el Estado de México desataron el movimiento para determinar la posición de salida de la carrera presidencial y las reglas de la competencia en Morena. El jaloneo de la pole position agita la sucesión por la presión de los corredores para colocarse en la parrilla. Es la hora de la clasificación y la primera regla es comprometerse a respetar el resultado para mantener la unidad con acuerdos en que ninguno gane o pierda todo en el próximo sexenio.
¿Eso es posible en un sistema en el que el ganador siempre se lleva todo? En una carrera que se mueve aceleradamente y aún sin reglas claras, el llamado a la unidad es un reconocimiento de la necesidad de negociar la lealtad de los derrotados en la encuesta para conjurar los riesgos de cismas. Las lecciones del revés en Coahuila por el rechazo de un aspirante a la encuesta y sus repercusiones en la fractura de la coalición morenista han resultado un fuerte disuasivo contra rupturas que arriesguen el plan C del Presidente para lograr la hegemonía en el Congreso.
El imperativo es la unidad, pero su traducción política depende de las garantías del proceso y la seguridad de las compensaciones para que los aspirantes acepten permanecer juntos con factura al próximo sexenio. La 4T necesita pertrechar con lo necesario al próximo gobierno que salga de sus filas, una vez que el presidente López Obrador ya no esté en la Presidencia. En un sistema presidencialista, ¿es creíble que no sólo logre atar su sucesión, sino también asegurar la cohesión de su equipo en el futuro? La apuesta es, otra vez, López Obrador como “factótum” para legar un acuerdo con vigencia más allá de su mandato, que comprometa cargos anticipados en los liderazgos del Congreso o posiciones en el Ejecutivo a los perdedores de la carrera. Una solución así elevaría su figura al rango de garante de compromisos que obligarían al próximo gobierno con la mera fuerza de su liderazgo indiscutido dentro de su movimiento. La jugada no es un desafío menor, aunque hoy sirviera para amarrar su sucesión.
Y no lo es porque también implica el reconocimiento de la debilidad de los aspirantes, sea el que sea el ganador, así como del gobierno que lo suceda. Si hoy puede servir para despresurizar la lucha por sucederlo, la idea de postergarla con un diseño de reparto del poder heredado al siguiente sexenio difícilmente anula los riesgos para la continuidad de su proyecto.
Por lo pronto, el primer paso son las garantías de la carrera presidencial, que Morena tendrá que anunciar en su Consejo Nacional del próximo domingo para tener candidato en septiembre. López Obrador se ha asumido ya como jefe máximo del partido para tomar las riendas del proceso y conminar a las corcholatas a comprometerse a acatar el resultado de la encuesta. El destinatario del mensaje son reclamos de Ebrard que pongan en duda la credibilidad de ese método de selección porque —como ha dicho— “o hay encuesta o hay favorito”.
El poder de desacreditar el proceso es su arma para exigir, desde diciembre pasado, “piso parejo” en las reglas de juego, transparencia de la encuesta y renuncia a los cargos para igualar las oportunidades, aunque, hasta ahora, había sido prácticamente ignorado por la dirigencia de Morena y el Presidente persuadidos de que no escucharían el canto de las sirenas de la oposición. El anuncio de su renuncia adelantada a la Cancillería, precedida de movimientos velados de inconformidad, son los mayores motivos de sobresalto para la sucesión. Que rápidamente el Presidente ha salido a atajar, sobre todo con su compromiso público de no inclinar la balanza a favor de ninguno, aunque, para ser creíble, necesita también de la garantía de que todos serán recompensados.
Ebrard parece decidido a quemar sus naves en Morena, pero no a quedar reducido a una corcholata sin poder de negociación. No ha querido para él la suerte del ostracismo de Manuel Camacho por una rabieta como la de 1994, cuando no resultó ser el favorito de Salinas de Gortari para sucederlo; pero tampoco repetir la historia de su candidatura en 2012, cuando acató, con dudas, la encuesta frente a López Obrador para no dividir el voto de la izquierda a cambio de la promesa de que después le tocaría a él. ¿Le toca?