La principal interrogante del gobierno de López Obrador al cumplir tres años es la viabilidad del proyecto de transformación con que llegó en 2018 y qué implicaría su fracaso: ¿Va o no y hasta dónde topa? Cuál el horizonte del cambio de régimen como la principal promesa de su mandato y la piedra de toque del discurso político con que confronta el pasado, independientemente de su popularidad. Si los resultados limitados de su gobierno podrían arrastrar el capital personal del Presidente y propiciar su radicalización.
López Obrador parece situarse en ese cruce de caminos hacia adelante del sexenio con un discurso en el Zócalo en que abjuró de “quedarse a medias tintas” en su proyecto. ¿Qué significa esto? Profundizar la confrontación para remover cualquier obstáculo que pueda detener su marcha, no obstante, la incertidumbre y los costos políticos que dejaría en la economía; o bien, un reconocimiento tácito de que, más allá del discurso, hay circunstancias que lo obligan a elegir entre lo posible y lo deseable para asegurar su permanencia.
Hasta ahora, la defensa del desempeño de su gobierno ha apelado a la dificultad de “desmontar” el modelo “neoliberal” de los gobiernos del PAN y del PRI de las últimas tres décadas, para justificar la insuficiencia de los cambios en la nueva etapa del país que arrancó con su triunfo. Primero, tumbar el pasado para luego construir. El argumento descansa en referir obstáculos de enemigos reales o imaginados de la mayoría de la población empobrecida por sus privilegios. Es un discurso que simplifica con el maniqueísmo entre buenos y malos, pero que logra mantener el “sentido” de un proyecto que puso la desigualdad como objetivo central y que refuerza con su política social. Al “carajo con ese cuento” de que la riqueza no se contagia, dijo en el Zócalo, aunque entre los no cambios está su rechazo a una reforma fiscal que redistribuya los ingresos.
A su popularidad también contribuye la ausencia de una oposición capaz de superar el “trauma” de 2018 para reconocer la nueva realidad y vincularse con ella. Ahí se asienta la construcción de la imagen de un liderazgo imbatible en las encuestas, pese a que el país no crece y se empobrece, la violencia sepulta logros y la incertidumbre se apodera del futuro. Ése el combustible, precisamente, para abrirse a la posibilidad de alejarse aún más del centro político con la pretensión de salvar a su proyecto de las ineficacias de su administración.
El gobierno de la “transformación” ha dejado un país en que —para parafrasear a Ricardo Monreal— no sólo Morena, sino el país, parece estar “colgado de la presilla del pantalón” del Presidente. El mandato fuerte de las urnas ha devenido en concentración de poder presidencial que se sitúa por encima de las otras instituciones y que justifica su preeminencia como revulsivo del cambio. Aunque, en los hechos, lo que provoca es inhabilitar a su gobierno y la confrontación con otros poderes por la injerencia en sus competencias. Y sin que se traduzca en suficiente eficacia para cumplir con promesas centrales, como desarticular las redes de corrupción e impunidad o pacificar el país.
Su mano fuerte ha servido a la rigidez y ortodoxia económica, que envidiarían sus antecesores “neoliberales”; perseguir la evasión fiscal y aumentar la recaudación; a la política de austeridad y no endeudar al país, aunque nada de esto distingue su proyecto. Paradójicamente, sus adversarios ven en esto el asidero de su crítica sobre la destrucción institucional de la 4T, a la que atribuyen la desinversión y la fuga de capital. Ciertamente, reformas clave de su proyecto como las energéticas y el outsourcing también la inhiben, pero la confrontación con el sector privado es anterior.
El tiempo se le acorta a la 4T para dar resultados. La desesperación detrás de decretazos para asegurar la marcha de obras emblemáticas demuestra su preocupación por la falta de indicadores favorables. En sus palabras, en estos tres años se han sentado las bases para la transformación del país, pero la disonancia entre su popularidad y la eficacia de su gobierno abren caminos peligrosos para su proyecto.
El mayor, la disyuntiva entre utilizar su popularidad para radicalizarse y profundizar la confrontación o tomar un sendero de autocontención por los altos costos de romper los equilibrios institucionales que, lejos de preservar a la 4T, arriesgaría su futuro.