Número cero/ EXCELSIOR
Cuando se observa una estrategia oficial en marcha para liquidar el caso Ayotzinapa por la puerta falsa de deslegitimar y politizar sus avances, se puede entender mejor la iniciativa del clero de Guerrero de negociar la paz con el narco, en solitario. Como reclaman, los han dejado solos frente a la violencia de los cárteles, al igual que a las familias y defensores de los 43 desaparecidos en Iguala con el intento de desviar la investigación.
El Presidente respalda el acuerdo de tregua del obispo de Chilpancingo con los cárteles, porque todos “deben colaborar” para la paz, pero poco más de eso. En cambio, descalifica la cooperación de las familias de las víctimas, abogados y ONG de derechos humanos con la Comisión de la Verdad, que se desactiva vertiginosamente, como si se quisiera borrar el rastro y desaparecer un pendiente al finalizar su gestión, sin resolverse el crimen. Lo que consigue es evidenciar la soledad de la pacificación frente a poderes inexpugnables para el gobierno civil, como el Ejército, involucrado en las investigaciones.
Así, la principal consecuencia de invalidar sus avances es dejar huérfanos los esfuerzos de pacificación, que no pueden recaer en los sacerdotes o, peor, dejarse en manos de la impunidad. El intento de ponerlo en entredicho como táctica para cubrir a los responsables expone a todos a la soledad de la violencia de la que nadie escapa, como prueba los ataques a candidatos en Guerrero y al alcalde de Taxco, a pesar del diálogo de los sacerdotes locales.
Pero el giro en la investigación tampoco permitirá cerrar el caso en el sexenio, como reconoció esta semana López Obrador en Guerrero. Por el contrario, el intento de descarrilar su marcha no ha logrado otra cosa que mantener abierta esta herida para el próximo gobierno, que la recibirá tras dos intentos infructuosos de darle carpetazo, primero con la Verdad Histórica de Peña Nieto, y luego con el olvido de la promesa de verdad y justicia para los desaparecidos que hizo al llegar a la Presidencia.
López Obrador hederá a su sucesor un símbolo de impunidad, que ahora transita en una ruta de oprobio e injuria para las víctimas. Dejar atrás ese legado —dice— vendrá en el futuro con la “señora justicia” en un reconocimiento tácito de dos promesas rotas: resolver el crimen y pacificar al país.
Se critica a su gobierno ceder al narco por respaldar los intentos de tregua del clero, pero me parece que ése no es el punto. La renuncia a quién beneficia es a la impunidad de los militares por el reconocimiento del gobierno civil de no poder saltar la muralla de sus cuarteles para agotar las principales líneas de investigación en el esclarecimiento del caso. Ahí el mayor reto para la “señora justicia” en el futuro gobierno.
A la acusación presidencial de enredar y politizar el caso, los padres de las víctimas y sus abogados reclaman no desviar la atención y dar a conocer 800 folios del Centro Regional de Inteligencia del Ejército que operaba en Iguala en 2014, relevantes para la investigación, cuya existencia la niega el Ejército y el Presidente. Otra muestra más de distanciamiento con las víctimas que, en los últimos dos años, han visto desmantelarse el caso con cuestionamientos a los avances del GIEI hasta topar con el Ejército, la liberación de militares detenidos, y la renuncia de Alejandro Encinas a la Comisión de la Verdad y ahora perseguido judicialmente por ellos.
Ese estado de aislamiento cercado por la violencia es el terreno que explica la iniciativa de la jerarquía y el clero de Chilpancingo. Preparan una agenda de pacificación que pretende llevar a otras zonas del estado, aunque su intento por lograr una tregua no haya fructificado. El diálogo con los jefes de los cárteles es un ejemplo contundente de la carencia de compañía, a pesar de sus llamados a la autoridad estatal y federal de controlar la violencia.
Pero de poco servirá que en épocas electorales se pretenda sacar ventaja política con el drama de la violencia en ese Estado y otras regiones del país, aunque, desde luego, es el tema más candente para los candidatos que aspiran a gobernar. Y lo es, sobre todo, porque ninguno ha atinado hasta ahora una estrategia para superar el legado de cifras escalofriantes de violencia que se suma desde hace tres sexenios.