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¿Qué sería de los políticos si no existieran los pobres?
La respuesta es simple: nada.
Si pudiéramos por un momento imaginar un discurso en el cual no se pronunciaran las palabras, pobres, pobreza; grupos menos favorecidos, desheredados, desposeídos y demás sinónimos, junto con sus correspondientes, justicia, desigualdad, distribución del ingreso, programa social, responsabilidad histórica, deuda impagable con los menos favorecidos y demás, tendríamos algo tan hueco como un beso en la mejilla del aire.
La primera gran frase sobre la pobreza fue pronunciada por Jesús de Nazaret en el sermón “de la montaña”. Cosa grandiosa, porque llamarle montaña a un otero de Cafarnaún, ya es decir algo.
Pero la resonancia de las bienaventuranzas es, además de todo, la parte más conmovedora del Evangelio, porque a los pobres –desde hace dos mil años–, se les promete lo intangible, invisible y hasta donde sabemos (se carece de testimonios), inexistente: el reino de los cielos. En espera de ese reino, llevamos dos milenios de consuelo.
“Nosotros los pobres”, dijeron Ismael Rodríguez y Don Pedro de Urdemalas, creadores del más lacrimógeno filme del siglo XX mexicano. Si se hubieran podido guardar los miles y miles de millones de lágrimas vertidas por las desventuras de Chachita y Pedrito y demás diminutivos indispensables del elenco, tendríamos un lago como el de Zumpango, por lo menos, para convertir el AIFA en puerto de altura.
Pero no tenemos ninguna de esas cosas. Nada más las lágrimas en el anchuroso valle de la vida.
Antes de caer en la prisión, Lula da Silva se hizo famoso en todo el mundo dizque por haber rescatado de la pobreza de decenas de miles de brasileños lo malo –según pueden atestiguar cualquiera— es la renuencia de los miserables de irse a vivir a otra parte y dejar las favelas de una vez por todas. No se han dado cuenta de que ya no son pobres de solemnidad, ya nada más son pobres ubicados en otro decil de ese capricho llamado medición de los ingresos.
Y eso, los favelianos, porque en el profundo campesinado brasileño o en el fondo de la Amazonía, no les alcanza ni para formar parte de las estadísticas triunfales de los populistas.
“… Brasil, con una población de 180 millones de habitantes, cuenta aún con 42,6 millones de pobres. Pero el número de brasileños en la miseria se redujo un 19,18% entre el 2003 y el 2005, periodo que corresponde a los tres primeros años de Gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, según las cifras presentadas ayer por la Fundación Getulio Vargas (FGV), a partir de los estudios de Investigación Nacional de Muestras de Domicilios…”
Cómo son, después de tan justiciera hazaña, lo metieron al bote.
En México –con una cantidad de pobres casi igual a la brasileña, pero con menos habitantes–, podemos estar muy contentos, pero requetecontentos, porque ya se acabó con la pobreza extrema (no hay por qué irse a los extremos, todos los extremos son malos), según dijo en CENEVAL.
Ante tan exitoso exterminio de la pobreza, sobre todo en tan poco tiempo, nuestro señor presidente ha dado por cumplida su ardua misión en este rubro, hasta el extremoso punto de atender con satisfacción un tranquilo deceso, una vez logrado tan benéfico empeño, lo cual –ya lo he dicho en otras colaboraciones–, me parece innecesario e indeseado. Nadie quiere atestiguar la partida definitiva de tan humanista presidente cuya labor –como si fuera de un hondo pozo–, sacó de la miseria a tantos compatriotas antes abandonados a su (mala) suerte.
Franz Fanon escribió “Los desheredados de la tierra”, un ensayo indispensable para quienes luego piensan como Marx Arriaga. Nuestro Mariano Azuela hizo “Los de abajo”, obra cimera de la literatura de la revolución, aunque algunos despistados la confundan con un tratado de urología.
En fin, entre tantos pobres, nunca falta un pobre diablo, sobre todo en tiempos preelectorales.