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Hace muchos años Nicholas Negroponte, un arquitecto fundador y director del laboratorio de innovación digital del Instituto Tecnológico de Massachusetts MIT (una especie de Universidad del Bienestar), editó uno de los libros indispensables de nuestra era: “Being digital” (“Ser digital”) en el cual analiza, con lenguaje simple y didáctico la enorme revolución en cuyo movimiento estamos todos inmersos: la nueva tecnología de los datos y los bytes; sus alcances, sus riesgos y su comprensión.
En una de sus partes –algunas de ellas proféticas–, sostiene una reflexión interesante sobre el entendimiento o la incomprensión de los nuevos lenguajes y la dificultad de adaptarse a ellos sin una aproximación inteligente.
Recuerdo un ejemplo sobre la inutilidad de los esfuerzos cuando las necesidades no concuerdan con las habilidades o la comprensión entre lo analógico y lo digital no es suficiente (cito de memoria): es como si alguien –dice–, encendiera una grabadora en ruso e intentara comprender las palabras subiendo el volumen de la bocina.
Eso es lo que hacen todos los días algunos enjundiosos conductores de noticiarios: ¡súbale a su radio! Estas son las noticias, etc., etc… dicen con inusitado griterío, como si la importancia de la información dependiera de los decibeles.
Ya insistir en las muletillas de la dislalia de los reporteros policiacos viene resultando innecesario.
¿Cuántas veces le repiten al conductor del programa?; en efecto, como tú dices, estamos aquí EN LO QUE ES el Zócalo donde PRECISAMENTE, tal y cual. La palabra favorita de quien no hila dos ideas (bueno, ni siquiera dos frases), es PRECISAMENTE.
Otra muestra de la cotidiana cita con la estupidez, en este caso agravada con la pérdida del decoro se da en los baños de restaurantes, cafeterías y edificios de oficinas entre otros sitios.
Las afanadoras deben hacer rondines en los sanitarios de varones, con lo cual las escenas bochornosas son frecuentes. No se les ocurre a los administradores de los grandes conjuntos oficinescos (por ejemplo el WTC con sus 40 pisos de consultorios y despachos) separar a mozos y fregonas en los baños de cada sexo.
Y ahí están las pobres muchachas con la incomodidad de “voyeurs” involuntarias, en presencia de señores meones cuando ellas cambian los rollos de papel o trapean con jerga (dice jerga).
Poco costaría darles esa faena a los mozos. Pero no, la idiotez manda.
Otro caso cotidiano es el control de la circulación a base de cilindros de plástico y postes portátiles.
Si una vía rápida tiene entradas y salidas, con la anchura de dos carriles un idiota de la Secretaría de Seguridad decide angostarlos con estorbos azules o color naranja. Si ya la ingeniería de tránsito se ha visto afectada porque las esquinas no tienen curvas suaves sino escuadras de rigurosos 90 grados, las filas de entrada y salida todo lo entorpecen. Forman embudos donde el cálculo original disponía cierta anchura.
El colmo es cuando –como en el Viaducto Miguel Alemán–, se obliga a hacer enormes filas de indio, en lugar de ampliar el área de circulación y cuando el recurso ha perdido utilidad, entonces el acceso se cierra de plano.
Si cierras el Viaducto o los accesos al Periférico, piensa el idiota, nunca más habrá lenta circulación. Y si no hay automóviles ni camiones, ni motocicletas, tampoco.
La otra muestra frecuente de estupidez la ofrecen los empoderados ciclistas cuya muestra de poca inteligencia consiste en circular por donde quieren, de día o de noche, sin protección ni respeto, por banquetas, camellones o en sentido contrario con serpenteante habilidad, hasta convertirse a veces en una de esas instalaciones de biciclos blancos heroicamente colgados de un poste en memoria del émulo del joven Del Toro, muerto (por imprudente, para no decir peor), en una calle cualquiera.
Y hay más ejemplos, pero no más espacio.
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