Número cero/ EXCELSIOR
La revelación de un audio del presidente del PRI, Alejandro Moreno, en que recomienda cómo eliminar periodistas, parece unas exequias para celebrar a un difunto: su partido. Pero, más allá de ser otra expresión de la larga decadencia del PRI, sus palabras reflejan una descomposición mayor en el mundo de la política por la antidemocracia de liderazgos que hablan con un lenguaje y métodos mafiosos desde el Estado.
En una grabación divulgada por Layda Sansores de su antecesor en Campeche, Moreno puntualiza su fórmula para deshacerse de quien lo moleste, como los periodistas a los que “no hay que matarlos a balazos, hay que matarlos de hambre”.
Es la presunta voz del dirigente de un partido con implantación nacional y que hace pocos años gobernaba la mayoría de los estados del país y ahora podría conservar sólo uno de ellos hacia 2024. Aunque, más allá de que sus palabras tengan o no un costo electoral, ayudan a comprender las razones detrás de la violencia contra los periodistas.
Sea o no una grabación editada —como él defiende—, lo cierto es que voces como la suya o de quienes la confeccionaron descubren las atmósferas de violencia permanente y sistemática que mata o silencia periodistas, aunque no sólo a ellos. También envuelven a cualquiera que incomode a algún poder formal o de facto, como sucede con defensores de derechos humanos o abogadas que denuncian violencia política, como la recién ejecutada Cecilia Monzón, en Puebla, y el asesinato del activista Humberto Valdovinos, en Oaxaca, sólo en la última semana.
Casos así se suelen echar, sin investigarse, a la bolsa negra de vendettas del narco, lo que resulta muy conveniente para alejar la responsabilidad del mundo de la política. Sin embargo, ¿cuál es la responsabilidad de desprestigiar periodistas desde Palacio Nacional o de la visión de Moreno sobre la prensa en la generación de ambientes en que sucumben los derechos?
La estigmatización de informadores o el desprecio que muestran las palabras del dirigente priista son ataques indirectos a la libertad de expresión y, por tanto, a la democracia del país.
El riesgo para las libertades es que, frente a esta clase de violencias, el poder público oscila entre espectador y protagonista de la tragedia, como Sansores, que ve una oportunidad para la venganza por su voto contra la reforma eléctrica o exhibirlo sin mirar las consecuencias para los periodistas.
Podría haberlo denunciado en el MP, no lo hizo. Tampoco los líderes del frente que acompañan al PRI en la oposición, cuyo silencio se traduce en permisividad a la violencia. Todo esto muestra una mutación perversa y peligrosa de la corrupción dentro del Estado justificada en campañas de la polarización.
La creación de atmósferas de amenaza y los “maletines” para acallar personas incómodas o extorsionar empresarios forman parte de comportamientos mafiosos que no se pueden desligar de la sangre, las balas y los silencios que rodean esta tragedia. Por ello, no parece gratuito o coincidencia que la democracia mexicana se haya convertido en uno de los terrenos más mortíferos para la prensa, que vive a ritmo de fuego por la acción de poderes informales y formales. La condena a los ambientes tóxicos y contaminados de los discursos públicos contra la prensa se multiplican desde otros gobiernos y organismos internacionales como un “foco rojo” para la democracia. Su estigmatización resta deliberadamente relevancia a su rol en la democracia. Un gobierno tras otro arrastra la cifra negra de crímenes contra periodistas, pero sin reparar en el costo de su desvalorización. Desde que asumió López Obrador suman 30 en la lista de comunicadores ultimados por balas anónimas, de las que nunca se descubre el gatillo del que salieron.
Como dijo, tras los últimos dos asesinatos en Veracruz, el relator especial de la CIDH para la libertad de expresión, Pedro Vaca Villarreal, “por convicción —o reputación— NO se puede tolerar que una democracia conviva con una carnicería de periodistas”. Y eso pasa, entre otras cosas, por no impedir que palabras como las de Moreno o discursos públicos contra la prensa se normalicen en el debate público y los crímenes se desechen en la bolsa de la violencia general del país. Porque uno de los derechos imprescindibles para recuperar la paz es, precisamente, proteger de las mafias la libertad de expresión, dentro y fuera del poder.