COMPARTIR

Loading

Obviamente nadie recuerda la fecha; pero hoy es el cumpleaños de la ciudad de México.

Tiene apenas 504 años y ya resulta en estos días una vieja achacosa, mal comunicada y peor servida. Hace tiempo, el gran arquitecto Pedro Ramírez Vásquez dijo de ella: es fea, chaparra y cacariza.

Los gobiernos recientes aquí asentados, en seguimiento de la tradición del mundo centralizado e imperial de los mexicas, aplauden la memoria de una falsa fundación de Tenochtitlan, pero se olvidan del nacimiento de esta eterna capital. Prefieren hablar de los antepasados, derrotados, vencidos o rendidos, como Cuauhtémoc, y olvidarse de la verdadera semilla del México contemporáneo.

Y digo México porque comenzó aquí la nacionalidad.

La patria no nació en los imaginarios 700 años del calendario lunar improvisado a gusto de la nueva política del populismo indigenista; no. México nació bañado en sangre el trece de agosto de 1521. Al menos la ciudad heredera del ya dicho centralismo cuya mancha genética no hemos podido olvidar.

Un ejemplo de esa centralidad del poder (causa entre otras cosas de la congestión demográfica del altiplano) es el reciente anuncio de una reforma electoral sin respeto a la ilusión federalista de nuestra Constitución.

Dijo la presidenta afectada por la manía dizque ahorrativa del neosistema cuatroteísta:

“–La pregunta es si vale la pena que continúen (los Organismos Públicos Locales del Instituto Nacional Electoral. OPLES). El tema es lo que representa el costo de las elecciones para el pueblo. Por supuesto que todos queremos democracia. La democracia es la representación del pueblo, es el poder del pueblo. ¿Para qué queremos tantos institutos locales, institutos federales? Si ya hay casillas únicas, (si) ya la fiscalización se hace de manera central, centralizada. Entonces, ¿qué caso tiene que haya instituciones locales?”

Pues tiene razón, cuál es el caso de que haya gobernadores o presidentes municipales si aquí localmente ya hay instituciones de gobierno; para qué Constituciones estatales si aquí ya hay un Congreso Federal donde todos los mexicanos están representados.

Ante esa simpleza argumentativa sólo queda alzar los hombros y repetir con Julio César: alea jacta est.

Pero de vuelta a la ciudad.

Independientemente de las loas al mágico asentamiento indígena en las ceremonias cívicas y políticas, de la memoria cargada de prejuicios en los libracos de texto gratuito de nuestro paupérrimo sistema educativo, el actual gobierno urbano no se cansa de repetir la condición lacustre de nuestro pasado y por incuria en el mantenimiento del insuficiente sistema de drenaje, revive la enorme laguna del águila y la serpiente.

–¿Que se inundaron las pistas del ruinoso aeropuerto de la CDMX? benditos sean Tláloc y sus Tlaloques. Además por eso lo administra la Secretaría de Marina, para controlar el oleaje: 5 derecha, 23 izquierda, viene, viene; a babor, a estribor…

Y por cierto, Tláloc es una deidad mayor. Los tlaloques son diosecillos menores cuya labor es llenar los cántaros del cielo; romperlos en las nubes (por eso son los truenos del temporal) y derramar la lluvia bienhechora.

Por lo pronto debemos conservar estas declaraciones de doña Clara Brugada. Las va a repetir –seguro– el año próximo:

“…Cada día rompemos récord, siempre pensamos que esta lluvia es la más fuerte y al otro día sale otra peor, así como la que tuvimos ayer de 84.5 milímetros en el pluviómetro del Zócalo…»