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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

El debate de la reforma judicial es pertinente, de entrada, porque ninguna anterior logró sacar la justicia de la negociación de la ley, a pesar de mayor independencia de magistrados y jueces. El propósito de su rediseño tiene que atacar el poder corruptor del dinero y las influencias sobre los guardianes del acceso de todos a un juicio oportuno y justo. Es el objetivo ineludible. Pero del que no parten ni reconocen los opositores a la reforma, aunque digan que sin fines claros, sus soluciones son falaces. No ven deficiencias profundas en el Poder Judicial, minimizan sus problemas y los reducen a una venganza de López Obrador por falta de colaboración de la ministra Piña; sólo se enfocan en la defensa de la autonomía judicial como última trinchera de la democracia, en un discurso que dice poco a las víctimas, reales y potenciales, pero dispuestas a probar con la cuestionable y riesgosa elección popular de juzgadores para resolver el mal de la corrupción e ineficiencia judicial.

Entre hiperventilados y radicalismos, la razonabilidad de la discusión pierde el aliento. De un lado, la resistencia se reduce a la defensa de la Corte como último contrapeso frente a la mayoría aplastante de Morena en el Congreso; y desechar la iniciativa de López Obrador porque no servirá de nada para mejorar la justicia, sino, al contrario, volver al peor autoritarismo priista de una Corte controlada. El Poder Judicial tuvo oportunidad de autorreformarse frente a críticas consistentes por el deterioro de la justicia, pero no lo hizo pensando que se frustraría el plan C de Morena en las urnas. Un error de cálculo, dada la confrontación desde que llegó Piña a la presidencia.

Por otro lado, la deliberación pública que impulsó Sheinbaum para ventilar la reforma también se estrella en el maximalismo del Presidente, que ve todo cambio a su propuesta como una manera de “descafeinarla”, aun si está incompleta sobre cómo implementarla y las mismas reglas para la elección de 1,600 juzgadores o el costo del ejercicio. Si hubiera lugar a una negociación, las posiciones extremas cancelan posibilidades de acuerdos que oxigenen la discusión y revistan de la mayor legitimidad al rediseño de un poder del Estado, aunque haya los votos para imponerlo. La radicalidad sofoca la reforma y quita aire a los argumentos. Unos, la descartan con reacciones de una elite indispuesta a perder canonjías que, bajo el disfraz del Estado de derecho, se beneficia de su posición de mejores postores de la justicia. Y, otros, se tiran al camino de la intransigencia, aunque convaliden temores por el enorme poder que dejaron las urnas y releguen su argumentación para convencer de ella. El modo extremado de tratar asuntos tan delicados como éste alimenta el conflicto y la crispación, poco propicio para el arranque del gobierno de Sheinbaum, y menos aún con una reforma mal hecha e inviable de instrumentar en 2025.

Y, en efecto, hay necesidad y buenas razones para la reforma. La Corte ganó privilegios y reforzó su poder como tribunal constitucional sobre los otros poderes desde la última reforma de Zedillo. Convertida en poderosa e inatacable, expandió sus competencias sobre asuntos de la administración pública y de responsabilidades del Legislativo que modificaron la relación entre poderes desde la colaboración al conflicto permanente. La facultad de interpretar los principios constitucionales y reformas como la de derechos humanos de 2011 los situó como última instancia para suspender leyes que consideren violatorias de las garantías; o detener decisiones públicas con amparos, como las obras emblemáticas del gobierno y fallos muy controvertidos sobre evasión fiscal en favor de grandes empresas. La relación con el Ejecutivo cayó en franco deterioro con la presidencia de Piña bajo la justificación de mantener la autonomía.

Pero sin que el Poder Judicial hubiese corregido deficiencias y señalamientos de ineficiencia y corrupción contra ministros, magistrados y jueces; liberación de presos vinculados con el crimen organizado y un terrible rezago en sentencias que enterró la promesa de justicia rápida y expedita de aquella reforma de 1997. Esto es lo que debiera discutirse ahora más que hacer de la reforma otro espacio de confrontación que ha resultado estéril al juzgarse por el resultado del 2 de junio y convertirse en otra oportunidad perdida para que jueces y magistrados puedan realmente ser autónomos, pero del poder del dinero y de influencias, vengan de donde vengan.