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Hace algunos años, en Zacatecas, se efectuó el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española y quienes hablamos (unos bien; otros mal) este idioma proveniente de Castilla —cuyo origen se remonta a las glosas Emilianenses en San Millán de la Cogolla o los Cartularios de Valpuesta—, tuvimos la oportunidad de una fiesta en la cual estuvieron a la mesa el Rey Juan Carlos II, de España, y El Chapulín colorado.
Gran acierto de los organizadores, porque en esa pareja se sintetizaba el prodigio de la palabra castellana imantada (decía López Velarde) por las lenguas originarias de estas tierras cuyos fantasmas ya no tienen necesidad ni de clemencia o perdón ni disculpas por despojos, abusos y violaciones.
El rey, cuya palabra (diría José Alfredo), puede ser ley o decreto y el comediante cuya saltarina expresión de grillo, saltamontes o chapulincito, va siempre en busca del auxilio ante los males mayores.
Hoy, como nunca antes muchos preguntan, ¿quién podrá ayudarnos?
Asunto grave ese mencionado arriba —el de los despojos, abusos, crímenes y violaciones—, porque el mestizaje (producto final del encontronazo violento de dos visiones del mundo) no surge, como alguien nos querría hacer creer, de una persuasiva canción de amor a la orilla del canal o en la cima del teocali, sino de la lujuria incontinente y la disponibilidad del botín femenino en una guerra de conquista; por eso se hunde tan profundamente la noción de la madre violada, perjudicada, herida, abusada, a quien llamamos de manera generalizada, la chingada.
El mestizaje es un hijo (o un producto) de la chingada.
A lo mejor por eso somos como somos.
Y no quiere esta columna repetir todo cuando Octavio Paz o Samuel Ramos ya han explicado hasta la saciedad sobre este perfil del hijo indeseado, producto de la madre ultrajada y sin remedio paridora. Como diría Paz, no somos hijos del espíritu, sino de la violencia.
Si no fuéramos los mexicanos descendientes del ayuntamiento forzado, no existiría la chingada, ni como expresión, ni como distante locativo al cual nos mandan todos los días quienes nos malquieren o detestan y donde alguna vez lograremos (sin doble sentido) una casa senil de retiro tropical.
A lo mejor las disculpas solicitadas deberían incluir también las quejas del “#metooyotzin”. Ahora cuando todos somos tan acosadores como Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid o Diego de Ordaz.
Pero volvamos al congreso aquel.
Tres premios Nobel tenía la lengua en aquellos días. Camilo José Cela, un viejo (“siete papadas”, le decía Alberto Gironella) malhumorado y agrio; Gabriel García Márquez, con mucho, el mejor escritor de todos, y Octavio Paz, con mucho, el mejor pensador de todos.
Después se lo concedieron a Mario Vargas Llosa, el más novelista de todos. Y posiblemente, algún día se lo entreguen a Leonardo Padura. Así el Caribe tendría un premio de lengua española pues en otras lo tiene, como por ejemplo, con Walcot.
En fin.
Si en México Roberto Gómez Bolaños se codeó con los Nobel, arrastrado por la infinita cantidad de oidores de sus textos escritos para la comedia de televisión, con sus chistes y retruécanos, sus muletillas y sus limitadas ternuras, ahora en Argentina, donde se realiza una nueva reunión de la lengua, la estrella ha sido el irreverente poeta y cantante Joaquín Sabina (mariguano pone bombas, le decía un envidioso), quien se fusila la frase de Miguel de Unamuno y se proclama habitante de la patria del idioma.
“No estoy absoluto dotado ni para la teoría ni para la erudición. Aunque ante el auge de los pequeños nacionalismos que por desgracia estamos sufriendo en el mundo, yo me considero de una patria mucho más grande, que es mi lengua, la lengua española”.
Y si ya don Miguel había dicho, yo soy mi lengua; don Alfonso Reyes se proclamó hermano menor de la palabra. Eso antes de elaborar su inservible cartilla moral tan celebrada en los últimos meses.
En aquella ocasión yo tuve oportunidad de atestiguar una escena jocosa de la cual uno de los protagonistas ni cuenta se dio.
En un jardín lateral del edificio donde se hizo la gran fiesta, con una espléndida comida preparada por Juan de Andrea —quien desde Aguascalientes se llevó el recetario de una mágica sopa servida en cuencos de hielo con flores de buganvilla capturadas en el interior del tráslucido plato, para asombro de villanos y testas coronadas— estaban los servicios sanitarios.
En un momento, en la hilera de tres urinarios cuya simetría habría envidiado Marcel Duchamp, estaban ejerciendo funciones de micción tres caballeros. Bueno, dos caballeros y quien esto escribe.
En el centro del trío, Gabriel García Márquez. A un lado, el ya citado Gómez Bolaños y en el otro flanco, el redactor.
Cuando el Premio Nobel concluyó su desahogo urinario se desplazó al lavamanos. Saludó sin efusividad ni interés, y salió. El Chapulín colorado, quien de reojo había atisbado el urinario contiguo, como si hubiera visto al coronel orinar junto al castaño, dijo con simpleza:
—No era para Premio Nobel. —Y se marchó por el jardín.
Algunos dicen sobre la valoración española sobre los actos de la historia: fue una empresa civilizadora y evangelizadora. Lo segundo puede ser cierto, pero en el fondo no fue sino la trasposición de una mitología sobre otra, cuyos mejores momentos se dan no en la imposición sino en el sincretismo.
El guadalupanismo mexicano (corona de luz, le decía Usigli), es un mestizaje espiritual. Y es quizá lo más valioso de esa fase de nuestra historia. Y ahí se puede hablar ya de nuestra; porque de la caída de Tenochtitlán para atrás, los aztecas y su mundo nos son tan ajenos a los mexicanos de hoy, como ajenos resultan los españoles de la era precortesiana.
Esta revisión de la historia a la cual se nos ha convocado con el pretexto pueril, a mi modo de ver, de transportar por el tiempo las culpas de unos para exigir las disculpas de otros, nos debería llevar al pensamiento y al análisis no de hechos indeseables e irreparables de tan simplona manera, sino a la aceptación total del tiempo y su irreversible consecuencia.
El populismo nacionalista admite hoy actos violentos en contra del país (al menos la violencia verbal de Trump), los cuales son esquivados por la conveniencia de un mundo cuyas leyes no podemos violar, como tampoco es posible emprender una lucha contra el gobierno de los Estados Unidos cuyo presidente nos maldice con pretexto de la frontera.
Todos somos nuestra lengua, dicen Sabines y Unamuno.
Otros lo han dicho también, quizá por eso, en un español de claridad absoluta. Marichuy, una indígena zapatista cuyo afán de jugar con las reglas electorales le dio notoriedad y algunos votos, pone los morenos pies en el suelo y genera esta noticia:
“(CNÑ).- La vocera del Consejo Nacional Indígena, María de Jesús Patricio Martínez, conocida como Marichuy, expresó su opinión sobre las cartas que envió el presidente de México al Gobierno de España y al Papa Francisco.
“Exaspirante a una candidatura presidencial, Marichuy dijo que la petición es una simulación y que el gobierno debe dejar de despojar a las comunidades indígenas de sus tierras. El nuevo gobierno, dijo, no ha traído cambio alguno para los pueblos originarios”.
No sé si Marichuy acierta o yerra en sus opiniones, pero algo queda absolutamente claro: su opinión no proviene de la sociedad fifí, ni ella forma parte de la mafia del poder, ni ha tenido tiempo para ocuparse de conservadurismos o porfirismos neoliberales.
Bastante difícil es la vida cuando se lucha por el sustento en las arduas condiciones de una indígena.
Y uno va guardando ideas y frases suficientes para determinar —algún día—, el rostro del sexenio del cambio. Ésta es otra idea cuya profundidad va a perdurar por muchos siglos:
“Pusieron de moda (los neoliberales) una frase:
‘—Enseña a pescar, no regales el pez’”, planteó.
En su conferencia matutina, insistió en que, para los neoliberales, es populismo atender a la población pobre.
“Claro que hay que enseñar a pescar, pero también atender a la gente pobre. Ésa es función del gobierno.
“Hasta los animalitos —que tienen sentimientos, ya está demostrado—, ni modo que se le diga a una mascota: —A ver, vete a buscar tu alimento. Se les tiene que dar su alimento, pero en la concepción neoliberal todo eso es populismo”.
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