NÚMERO CERO/ EXCELSIOR
El choque retórico de López Obrador contra intelectuales y periodistas puede encontrar eco en la sociedad, dado que en muchos momentos algunos mantuvieron lejanía cuando no franca distancia por sus servicios al poder político. El oficialismo y la apatía de la crítica con abusos y excesos de los gobiernos derivaron, muchas veces, en debates públicos rancios y dudosos, que al cabo de tiempo sirvieron para encender el discurso de la “honestidad valiente” que ahora el Presidente emplea contra quienes le disputen la narrativa pública. ¡Pero cuidado! las palabras importan. Particularmente cuando el discurso Presidencial se ha vuelto política pública para su gabinete y los órdenes de gobierno.
Sus ataques, desde el micrófono presidencial, son líneas de acción para seguidores y detractores que pueden empujar a la violencia en el ambiente de polarización del país. Ese es uno de los mayores peligros de la constante refriega verbal, además de que abre una ominiosa brecha entre el poder y los gobernados en medios, la academia o sociedad civil, que por igual acusa de complicidad con la corrupción y “vividores” del poder. En política, las palabras son acciones y tienen consecuencias en un país con 162 periodistas asesinados que dan cuenta de la fragilidad de la libertad de expresión.
La relación del gobierno federal con los medios es compleja, pero también con los poderes estatales y municipales. Y aunque con importantes diferencias, tampoco ha sido fácil para científicos, académicos e intelectuales, a los que ve como adversarios y castiga con el presupuesto público. La situación más extrema, sin embargo, son los ataques y descalificación con nombre y apellido de medios y personajes públicos porque generan atmósferas de amenazas graves para los particulares. Sobre esto alerta esta semana un desplegado firmado por un grupo de 650 personalidades del mundo intelectual, cultura y prensa que ven odio en el discurso oficial y expresan temor de que la polarización acabe por llevar agua al rio.
No son los primeros en lanzar una dura crítica sobre los riesgos del lenguaje oficial de la política para la libertad de expresión, antes organismos de prensa nacionales y extranjeros han advertido que las cargas presidenciales contra los medios “incitan a la violencia”. Las denuncias de asedio a esos derechos conmueven poco a la sociedad en general, entre otras causas, porque muchos intelectuales son mirados como casta privilegiada que ha sido beneficiaria del sistema.
Sin embargo, la retórica presidencial no aspira a reducir la desconfianza hacia la prensa o los intelectuales, por el contrario, la fomenta con las mismas marcas con que estigmatiza a políticos corruptos del pasado, manipulación o la mentira de instituciones de que formaron parte. Intencionalmente, la responsabilidad del poder explicativo de la Presidencia se desecha en favor del impacto de su discurso y el predominio de su narrativa. El Presidente ataca, pero no debate, y descalifica, pero rehúye a los argumentos.
La confrontación, en efecto, es por mantener el monopolio de la capacidad explicativa de lo que pasa y conectar con la gente, aunque también para desviar la atención de problemas o dispersar cortinas de humo sobre sus omisiones y errores. Es obligación de la prensa e intelectuales criticar desviaciones del poder, pero no chantajear para obtener recursos públicos.
Hay que decir que el gobierno no ha usado la fuerza o amenaza directa contra medios o intelectuales, incluso se abstiene de antiguas prácticas de las llamadas a sus directivos y críticos, pero cultiva una retórica que privilegia su proyecto político sobre su obligación de garantizar la libertad de expresión. Lo que acompaña con diversos recursos como el recorte discrecional de la publicidad, el apretón fiscal o la sanción administrativa en las contrataciones públicas. Aunque sin duda nada más dañino que acusarlos de guardar silencio durante las “atrocidades” del neoliberalismo, no sólo para su credibilidad e imagen pública, sino por el empobrecimiento del debate público.
El discurso presidencial ha sabido explotar la indignación con los pasados gobiernos, pero las acusaciones de que la cultura o los medios fallan a la democracia no suelen ser para llamar a la autocrítica, sino para preparar más ataques contra las libertades. Aunque ellos también están expuestos a la crítica presidencial, tienen razón en pedir que esto debe de parar.