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¬La muerte del expresidente Luis Echeverría, el pasado viernes 8 de julio, por su propia naturaleza ha adquirido relevancia nacional. La opinión pública –debido al desconocimiento y maniqueísmo generado por los irreductibles sectarios de siempre, expertos en la creación de leyendas urbanas–, le ha condenado ad perpetuam y el saldo que hoy parece inapelable sobre su administración, es negativo. Ciertamente, la suya fue una gestión de claroscuros –como acertadamente refiere el periodista Rafael Cardona–, pero es innegable que Echeverría contribuyó a edificar la estructura de este gran país que, a ultranza, algunos se empeñan en socavar. Al paso de los años, tal parece que algunas de las notables obras de su gobierno no cuentan y en el imaginario popular, sólo queda el mito de la participación de Echeverría en la Plaza de las Tres Culturas, el cual forma parte de las leyendas urbanas a las que algunos son tan afectos. Uno es el relato fantástico y otra la verdad legal. Juan Velásquez, quien fue su abogado, señaló acertadamente que la intervención del exmandatario en torno a los hechos ocurridos en Tlatelolco, no es más que una leyenda –que como todas las leyendas–, no habrá manera de remontar. Esta es mi historia sobre el Echeverría que yo conocí.

Abril de 1989

–Le llamé a Echeverría para pedirle que nos recibiera y le entreguemos tu libro Café para todos. Me dijo su secretario que nos espera hoy a la una de la tarde en San Jerónimo, así que vente a la casa y nos vamos juntos –me comentó Fausto Cantú Peña, el brillante estratega y colaborador del expresidente, quien estuvo al frente del Inmecafé a lo largo de toda su gestión.

En el libro, producto de una serie de entrevistas con Cantú Peña, se hacía mención del trabajo de Echeverría como orquestador y sostén de varios proyectos e instituciones de desarrollo agropecuario en centro y Sudamérica, pero especialmente en el sureste mexicano, en Oaxaca, Veracruz, Guerrero y Chiapas, entidad de la que soy originario, y destacaba de manera singular.

No lo dudé y en pocos minutos, en compañía de Fausto, llegamos hasta su casa en Magnolia 131, una construcción de largas bardas, acabados rústicos y grandes puertas de madera, ubicada en el sur de la Ciudad de México, donde luego de transponer una caseta militar fuimos recibidos por el hoy coronel de infantería Jorge Nuño Jiménez, quien con diligencia y lealtad le auxilió por casi medio siglo; fue su mano derecha y hombre de todas sus confianzas.

Nos condujeron a una antesala, con amplios sillones y rodeada por decenas de litografías del pintor David Alfaro Siqueiros. Hasta ahí llegó Echeverría. Traía con él un teléfono inalámbrico. Nos saludó con mano firme, vigorosa; un hombre alto, recio, que aún imponía a sus 67 años. Yo entonces tenía 31.

Septiembre de 1974

A unos cuantos metros, desde una valla que hace algunos minutos conformamos un nutrido grupo de estudiantes, percibo la llegada del autobús presidencial, con una bandera mexicana colocada al frente del enorme vehículo. La agitación nos invade. No es común ver de cerca al titular del poder Ejecutivo, quien ha decidido visitar el Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos del Soconusco (Cecyt), la antigua preparatoria Miguel Alemán Valdez, hoy rebautizada Escuela Preparatoria de Tapachula.

Lo veo descender hasta esa ya centenaria institución de la costa de Chiapas, con su clásica guayabera blanca, sonrisa alegre y su peculiar saludo, elevando y alternando sus antebrazos; muestra el dorso de la mano y los dedos juntos, frente al rostro.

Camina acompañado del doctor Manuel Velasco Suárez, gobernador de Chiapas, también de guayabera blanca, y del profesor Delfino Guerra Salazar, director de la escuela e inicial promotor, ante Echeverría, de la creación de una sede regional del Centro Nacional de Enseñanza Técnica Industrial (Ceneti) y de lo que un año después, en abril de 1975, se convertirá en la Universidad Autónoma de Chiapas.

Me sorprende el fuerte reclamo, en el centro de la cancha deportiva, que el Presidente recibe de parte de algunos inquietos compañeros, proclives desde entonces a encabezar movimientos estudiantiles y campesinos. Pero me impresiona la manera discusiva, tan inteligentemente abrumadora, con la que logra apaciguarlos y contener las arengas incendiarias de algunos, entre ellos Marco Aurelio Briones, Pedro Gamboa Durand, Ángel René Estrada Arévalo, Agustín Gómez Gálvez y José Manuel Santiago Próspero.

El verdadero incendiario y activista, gracias a su gran retórica, parece ser el propio Presidente, quien los insta a ser jóvenes auténticamente revolucionarios. Ante sus propuestas, los estudiantes minutos antes contestatarios, parecen ya unos escolares disciplinados, seguidores de la directriz del maestro que les habla.

Antes de concluir, ofrece más equipamiento escolar, mejora de las instalaciones, laboratorios de física, electricidad, biología, química y un modernísimo salón abastecido con aparatos de última tecnología para aprender idiomas, que no poseen sino sólo unas cuantas instituciones del país. Asimismo, asigna un nuevo autobús y una camioneta combi, y luego hará llegar dos tráileres con miles de libros del Fondo de Cultura Económica.

Sus hasta hace unos minutos rebeldes impugnadores, caminan jubilosos a su lado, agradeciéndole de paso su invitación a que un maestro y un alumno lo acompañen por una gira internacional a Sudamérica. Echeverría se marcha minutos después, en el autobús presidencial que lo llevará hacia la playa de San Benito, en Puerto Madero, rumbo a una histórica reunión para iniciar el plan de escolleras que darán forma al muelle del futuro embarcadero de Puerto Chiapas.

Meses más tarde, en Tuxtla Gutiérrez, como estudiante de medicina en la recién creada universidad, asistí en compañía de algunos integrantes del Comité Universitario para el Desarrollo Rural (CUDER) –que encabezó el hoy reconocido dermatólogo Trinidad Toledo Ávila–, a varias de sus giras por la entidad.

Cuando terminaba de dar una de sus elocuentes arengas, le aplaudíamos con entusiasmo, porque así lo sentíamos. Durante una de sus giras, en la zona petrolera de Reforma, nos presentó al Presidente Carlos Andrés Pérez, de Venezuela, quien lo acompañaba en su visita de Estado.

Echeverría ya nos tenía muy identificados y –pese al enfado de Velasco Suárez, quien nos veía como un grupo comprometido con nuestra tarea social, pero a la vez iconoclasta y aguerrido–, nos saludaba afectuoso al pasar. ¡Arriba y adelante! –le gritábamos y él nos lo agradecía, festivo.

Luego de un temblor que afectó centenares de humildes casas en la zona centro del estado, con el apoyo del Presidente habíamos obtenido muchas toneladas de cemento y varilla para emprender labores de reconstrucción entre los pobladores. Con el aporte de la mano de obra local, habíamos logrado construir también una pequeña clínica rural en la localidad de El Amatal, en Chiapa de Corzo –diseñada por el hermano de unos de los integrantes del CUDER–, distante a unos cuantos kilómetros de la capital. El centro médico rural, sería atendido por alumnos de la escuela de medicina de la universidad. Le dijimos a Echeverría que le mantendríamos informado.

En una de sus innumerables giras por Chiapas –durante una visita a la planta de la Comisión México Americana para la Erradicación del Gusano Barrenador de Ganado (Comexa)–, nos hicimos presentes para agradecerle su gesto. Al comentárselo, entrecerró los ojos y le preguntó al gobernador dónde se hallaba la clínica. El gobernador titubeó y nosotros mismos le dijimos dónde se ubicaba.

Sin darnos tiempo a continuar, de pronto exclamó en voz alta: ¡vamos a conocerla! Los funcionarios y su equipo del Estado Mayor que lo acompañaban, nos fulminaron con la mirada. Habíamos interrumpido el programa de su gira, lo cual no era nuestra intención. Pero hasta ese lugar, con camino de terracería y zanjas acuosas, nos fuimos con el Presidente; un trayecto relativamente muy corto, pero accidentado por lo agreste del camino.

Luego de un breve recorrido y decenas de felicitaciones de su parte –y la siempre evidente inquietud del gobernador, a quien en voz alta instruyó dotar de moderno equipamiento médico y más apoyo a nuestra organización–, lo encaminamos hasta el autobús. Sin embargo, antes de subir, ahí ocurrió casi una catástrofe. Un conductor descuidado transitó atolondradamente por el camino, frente a la entrada de la clínica, y una de las llantas de su vehículo cayó en una zanja cubierta por agua lodosa, que, al golpear el surco, salpicó al grupo.

La impecable guayabera presidencial y el pantalón de Echeverría llevaron la peor parte. Pero el Presidente no se inmutó. Sin darle mayor importancia limpió sus lentes con un pañuelo y un solícito integrante de su equipo le entregó una toalla y una guayabera limpia. Echeverría quedó en camiseta. Ahí mismo, sin menoscabo de su investidura, cambió su indumentaria en las escaleras del camión que lo transportaba y montó otra vez al autobús. Desde la ventanilla del vehículo nos despidió nuevamente, con mucho entusiasmo, juntando ambas manos. Fue la última vez que lo tratamos en funciones.

Abril de 1989

En San Jerónimo, la plática con Fausto Cantú Peña, Echeverría y yo, fluye de manera abierta. Me pide que le lea en voz alta uno de los capítulos de Café para todos, que, en mi opinión, expone su apoyo a la cafeticultura mexicana.

Doy inicio a la lectura:

“Cuenta Cantú Peña que, en mayo de 1974, como todos sabemos, ocurrió el secuestro del candidato a gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, y debido a esto el cerco del ejército se intensificó a tal grado que estuvo a punto de provocar una masacre entre los campesinos de la sierra.

“Cuando yo regresaba de un viaje a Londres, sede de la Organización Internacional del Café (OIC), al llegar a mi casa –recordó el titular del Inmecafé en el libro–, me encontré con una comisión de varios campesinos que me estaban esperando. Licenciado, me dijeron, el gobierno y los soldados nos están bajando a güevo de nuestras casas. No nos dejan subir comida y nos están quitando hasta nuestras vacas, los animales. Todo. No tenemos qué comer. Por favor, ayúdenos. Hable con el Presidente “.

“Primero me fui a Atoyac muy temprano, a certificar personalmente cómo, aquello que los cafeticultores me aseguraban, estaba ocurriendo. Esa misma tarde me regresé a México a buscar al Presidente. A muchos esta situación les parecía normal, dado que el gobierno estaba dispuesto a terminar con la guerrilla y que en esa lucha no contaban los métodos sino los resultados.

“Por intentar cazar a Cabañas y a su gente, al tratar de agotar a la guerrilla, se había generalizado el cerco a la población. Si bien es cierto que parte de esa gente jalaba con Lucio, mucha gente no lo hacía y se mostraba agradecida por la obra que a través del Inmecafé —y en beneficio de la población—, hacía el gobierno.

“El problema mayor era que ese mismo gobierno los estaba irritando. El cerco llegaba demasiado. Inclusive, algunos de los campesinos me advirtieron cuando platiqué con ellos, que, si la situación continuaba, iban a tomar otra alternativa. “Si esto sigue así, vamos a tirar bala, licenciado…, no vamos a dejarnos”, me aseguraron.

“En esa disyuntiva, al volver de Atoyac, me fui directo a buscar al Presidente, quien me recibió en su despacho de la residencia oficial. Don Luis me escuchaba con atención, pero simultáneamente atendía otros asuntos, especialmente aquellos que correspondían al secuestro de su suegro, don José Guadalupe Zuno. Echeverría vivía horas de tensión y hasta de controlada angustia. “Lo único que le pido es que me permita hablar con el general Hermenegildo Cuenca Díaz—, le propuse prudentemente a don Luis. Al rato, el Presidente marcó un número en el teléfono de la red privada del gobierno federal y habló directamente con el secretario de la Defensa Nacional.

“General, conmigo está Fausto Cantú y me solicita platicarle algo sobre el problema de Atoyac. Va para allá. Le pido que por favor lo reciba”, le dijo solamente.

“¿Por qué estimó el Presidente que debería hablar con Cuenca? Porque la situación era muy difícil y el Ejército estaba jugando un papel importante en la región. La guerrilla existía, estaba ahí y por ello la vasta operación. Pero una cosa era el combate a la guerrilla y otra muy distinta la presión sobre los campesinos cafetaleros a quienes estábamos protegiendo.

“El general me recibió sin tardanza. Me escuchó paciente y tomó infinidad de notas. Casi no habló. Yo le proponía, él apuntaba. Fundamentaba mis argumentos, explicándole que nosotros conocíamos a los campesinos, porque era gente a la cual estábamos organizando en las Unidades Económicas de Producción y Comercialización del Café (UEPC).

“Al rato me miró y dijo: “Licenciado, estoy de acuerdo con lo que señala. Vamos a proceder en consecuencia”. Así que, auxiliados con dos cámaras portátiles polaroid, tipo licencia, al otro día estábamos situados en el beneficio de café, al cual habíamos llenado hasta el tope con alimentos. El documento de identidad que elaboramos, les servía a los cafeticultores en caso de ser detenidos por los retenes militares. Era esto una forma de impedir la generalización de las persecuciones. En estas jornadas tuvimos tratos con los generales Rangel, Quiroz Hermosillo y Jiménez Ruiz en distintos momentos.

“Al paso del tiempo, la guerrilla desapareció y la tranquilidad volvió a la sierra. El 23 de mayo de 1975, el Presidente Luis Echeverría me invitó a realizar una gira por Guerrero. A bordo del autobús presidencial nos dirigíamos de Zihuatanejo hacia el puerto de Acapulco. Por la tarde, al llegar a la desviación que conducía a Atoyac, encontramos apostados a un grupo de campesinos a quienes encabezaba el dirigente Leobardo Ceferino Cortés.

“Admito que dicha acción había sido aprobada con anterioridad tanto por el gobernador Rubén Figueroa como por mí. “Nos gustaría invitar al Presidente a que visite Atoyac”, me comentó en su oportunidad Ceferino Cortés, a lo que le respondí que pensaba que no habría ningún problema. Sin embargo, déjeme consultárselo también a don Rubén, le dije. Y no hubo objeción por parte de éste.

“Cuando vimos la manifestación, tanto Figueroa como yo le preguntamos. al Presidente si sería posible que él emprendiera una corta visita a la zona. Atoyac había sido considerado el santuario de la insurgencia en México, pero nosotros estábamos completamente seguros de que el campesinado, la gente de la sierra, los cafeticultores, estaban agradecidos con el Presidente Echeverría por la acción llevada a cabo en la zona. Atoyac. Por ejemplo, se había transformado en un pueblo, una pequeña ciudad donde existían obras de infraestructura, centros de salud, carretera, caminos, escuelas. Además, don Rubén Figueroa como yo, sabíamos que la guerrilla había desaparecido. Eso nos dio más confianza.

“El Presidente aceptó, y nos desviarnos hacía Atoyac. Debo aclarar que don Luis dejaba percibir un cierto rasgo de tensión en el rostro, rasgo apenas perceptible, pero que para nosotros quienes le conocíamos, era evidente. Este gesto fue muy revelador para el general Castañeda, quien un tanto molesto me dijo que en Atoyac yo iba a tener que andar pegado a Echeverría.

“¿Por qué? Porque estaba claro que, si algo le pasaba al Presidente, también me tocaría a mí. Sin embargo, en vez de inquietarme, acepté gustoso la orden, pues ésta me permitiría explicarle a don Luis lo que se había hecho en la región.

“Cuando la gente vio llegar a todo ese mar de gente y al propio Presidente en persona, estaban realmente sorprendidos. La gente se le acercó, lo rodeó para tocarlo; estaba contenta por sentir en su propio terreno al primer mandatario, al hombre que había transformado parte de sus esperanzas en realidad. Se produjo un alegre desorden en el que las palabras de Echeverría y las mías fueron el corolario a la visita. Caminamos por la plaza, platicamos con la gente, con algunas mujeres que le pidieron a don Luis que las ayudara a sacar a sus familiares presos, acusados injustamente de ser guerrilleros. Y regresamos de nuevo al autobús. El Presidente muy satisfecho y yo también.

“Cuando estuvimos otra vez instalados dentro del vehículo, el director del Seguro Social, Carlos Gálvez Betancourt, me dijo muy serio al oído:

“Fausto, todo estuvo muy bien. Te felicito. Todo salió magnífico, aunque debo decirte que fue un poco arriesgado. No te olvides que el único líder que tenemos en México en este momento se llama Luis Echeverría”. Comprendí el mensaje en toda su extensión. Le respondí que había tomado en cuenta las posibles implicaciones de su visita, pero que yo, en muchas ocasiones, había estado allí días enteros conviviendo con la gente, resolviendo muchos de sus problemas y, con el apoyo presidencial, intentando dignificar las condiciones socioeconómicas de la población”.

Al concluir mi lectura de ese capítulo de Café para todos, Echeverría mostró su gran satisfacción; no podía ocultarlo. Charlamos de algunos otros temas y con cortesía, al paso de una hora, nos dijo que le avisáramos cuando queríamos volver a verlo.

–Presidente –le comentó Cantú Peña–. Alberto nació en Tapachula, Chiapas. Su familia vive allá y me cuenta que usted apoyó a su grupo estudiantil en Tuxtla Gutiérrez y que eran de sus seguidores.

–Qué gusto saberlo. Tengo muy buenos recuerdos de mi estancia en Tapachula, como funcionario del PRI, en mis inicios políticos.

–Me gustaría que un día me diera la oportunidad de escucharlos y me platique de ello –intervine.

–Cuando quieras. Llámame; que el licenciado Fausto te dé mi número de teléfono. Platicamos, con mucho gusto.

Echeverría se levantó, nos dio un cordial y fuerte abrazo, y orgulloso vi cómo metió mi libro en la bolsa exterior de su saco. Luego, a grandes zancadas, con el teléfono inalámbrico en la mano, desapareció por la estancia.

12 de mayo de 1989

Me recibió casi a las puertas de Magnolia 131. Lo primero que me dijo fue que había leído el libro hasta la última página.

–Tu libro es prueba de que fueron realmente muy injustos con Fausto, un gran colaborador, muy inteligente y dedicado. Se ensañaron con él, pero el centro de su escarnio no era Fausto, sino yo. Él fue sólo una víctima de las venganzas palaciegas y de paso rompieron el crecimiento, la inercia que presentaba esta industria que es vital para México–. Echeverría me lo decía, sin alzar la vista, mientras caminábamos hacia el mismo lugar donde nos habíamos visto la primera vez.

Cuando hice mención de las bellas litografías y grabados de Diego Rivera y Siqueiros ahí expuestas, tuve oportunidad de que me explicara que el pintor chihuahuense le había dado una copia de un trazo sobre la cabeza de Benito Juárez, elaborado en los años 50s, que su gobierno acordó erigir en Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México. Sin embargo, me comentó que la muerte del pintor impidió que el proyecto original se realizara tal como lo habían dispuesto.

Hablamos de muchos temas. Era un charlista e inquisidor incansable. Todo quería saber; todo parecía interesarle. Por igual las noticias periodísticas sobre política, una cuestión relevante del ámbito internacional o algún personaje del cine, la radio y la televisión, en boga. Y claro, Chiapas y Tapachula en lo particular, fueron uno de los temas que me permitieron hacer más fluida las conversaciones con él.

Nunca pretendí –porque tampoco nunca se lo propuse y él no sé si hubiese aceptado o no¬–, que nuestras charlas fuesen grabadas y formaran parte de un ejercicio periodístico a futuro. Quizá eso me permitió conocerlo aún más como el ser humano, el ser humano, como todos nosotros, que en el fondo realmente era.

Me comentó de su estancia en Tapachula como representante del CEN del PRI en los años 50. Me habló de las mesas de billar en el segundo piso del Hotel Internacional, el más famoso, situado muy cerca de la estación de ferrocarril y de sus ratos de ocio, practicando tenis y natación en las instalaciones del Country Club, el centro recreativo más importante del lugar. Luego, mencionaba su amistad con algunos políticos y empresarios cafetaleros prominentes y con el gobernador Manuel Velasco Suárez, el eminente neurocirujano quien le enseñó a disminuir los embates de la fatiga comiendo cacahuates.

–En el autobús o el avión generalmente había cacahuates y sí es cierto, funcionaban –me reveló. Esa primera ocasión, al término de la charla y con invitación para volver de nuevo, extraje de un sobre una ampliación a gran formato de la foto de nuestro primer encuentro, y rápidamente, con tinta sepia, escribió en la base:

“Muy afectuosamente, para mi amigo Alberto Carbot, excelente y valiente periodista, a quien auguro un gran desarrollo profesional. L Echeverría. 12/V/89”

Pese a estar inmerso de tiempo completo en mis tareas como reportero y enviado internacional del diario Unomásuno –dirigido entonces por Manuel Becerra Acosta–, hecho que me impedía visitarlo como yo lo había pensado inicialmente, tuve la sensatez de intentar mantenerme siempre presente en su ánimo y en el del Coronel Jorge Nuño, a quien –si no encontraba dispuesto Echeverría para contestarme–, le expresaba mis saludos cordiales y le recordaba que le llamaba el periodista chiapaneco, autor del libro Café para todos y amigo de Fausto Cantú Peña.

Marzo de 1995

El expresidente Luis Echeverría –señor Presidente, le llamo aún con deferencia y respeto, a la usanza sudamericana–, me ha dado oportunidad de otra larga conversación en su casa de San Jerónimo. Esa tarde he acudido a la cita de manera puntual. Muy relajado, me comenta que hace unas cuantas horas le reinstalaron el sistema satelital de televisión y que por ello me invita a que pasemos a la sala donde ésta se ubica. Con mano diestra manipula el nuevo control, dejando apenas algunos segundos entre canal y canal.

Me dice que le costará habituarse. Por breves instantes detiene la imagen en algún noticiero o documental, baja el volumen y retorna a su habitual terapia inquisitoria de hechos y personas. Incluso, al ver fragmentos de la producción de vacunas, me pregunta sobre los grandes avances tecnológicos en su producción y la alta capacidad de las grandes fábricas estadounidenses para elaborarlas.

–Eso necesitamos aquí, promover el desarrollo de tecnología de punta y la participación de investigadores nacionales; tenemos grandes recursos humanos. Eso es lo que debemos impulsar –me dice. De pronto me pregunta:

–¿Quieres una taza de atole? –En mi cabeza brotan toda clase de conjeturas sobre los mitos y leyendas, en torno a la pareja Zuno-Echeverría. Siempre aguas frescas y atole en la mesa familiar, que dicen llegó a permear la esfera oficial de gobierno.

–Sí, le respondo gentil, y le agradezco sinceramente su cortesía, en espera que desde el sillón individual donde se halla sentado, pulse un timbre oculto, marque un teléfono interno o simplemente llame por su nombre a algunas de las personas que supongo les auxilian en casa. Ninguna de las tres probabilidades se mantiene cuando lo veo ponerse de pie y me pide que le acompañe hasta la cocina.

Ahí, el hombre más poderoso del sexenio 1970-1976, el mismísimo expresidente Luis Echeverría, prepara con destreza un atole con leche, mezcla los ingredientes necesarios y finalmente me pregunta si me gusta con canela. En unos cuantos minutos vaciará el contenido de la pequeña olla en dos tazas y como si fuésemos viejos amigos, nos dirigimos con ellas de vuelta al salón, donde observamos la reseña de la película Fresa y chocolate, ganadora del premio Goya en España.

Le llama la atención el nombre de la cinta y pregunta cuál es la trama, si los actores son conocidos, quién la produjo y por qué ha obtenido otros premios además del galardón español. Le explico lo poco que sé, que es una película cubana en la que participan también México y España, cuya característica principal es que aborda el tema de la homosexualidad, muy cuestionado en la Isla. Me dice que le gustaría verla y entonces le prometo que trataré de conseguirla en un disco compacto. Pocos días después cumplo mi palabra: dejo el pequeño paquete en la entrada, con un vigilante.

Agosto de 1996

Mis esporádicos, pero significativos encuentros con Luis Echeverría han continuado. El respeto hacia su persona se mantiene por encima de todo y sus comentarios –incluso sobre el delicado tema, casi tabú, de sus relaciones con otras mujeres más allá de su esposa María Esther, con quien se casó a los 23 años y procreó ocho hijos–, los salvaguardo, no trascienden y él lo intuye y agradece. Una sola vez me atreví a preguntarle si antes o después de casarse había tenido algún romance significativo.

–Como los ha tenido o los tuvo todo mundo –me dijo lacónico con una sonrisa suave. No quise insistir.

Sólo unas cuantas personas, que tal vez se cuentan con los dedos de una mano, supieron de la tersa y secreta relación sentimental de Luis Echeverría con la periodista de un importante medio impreso. Tuve pruebas de ello.

En algunas oportunidades he tenido oportunidad de preguntarle sobre la actitud hierática o impersonal que mantuvo muchas veces frente a las cámaras en momentos significativos para la vida de México.

–Un presidente debe mantenerse impasible frente a las adversidades. Sus actitudes corporales o su comportamiento claro que impactan a la gente; animan o desaniman a la sociedad, y hay momentos precisos en los que hay que guardar esa compostura para no causar miedos o sobresaltos –me confió.

También se lamentaba de no haber dispuesto de más tiempo para concluir las tareas pendientes de su gobierno.

–Quise hacer más; los retos y las tareas eran muchas y lamentablemente me faltó tiempo –me dijo. Y sobre el tema de los sucesos del 2 de octubre del 68 o el denominado halconazo en 1971, reiteró que “fueron hechos lamentables y muy dolorosos que he tratado de explicar y partir de ahí deslindar responsabilidades históricas”. Puse entonces mucha atención a sus palabras:

“Muchas veces tu propia capacidad se ver rebasada por los hechos. El presidente Díaz Ordaz hizo público y dejó por escrito en su V informe que asumía plenamente la responsabilidad jurídica, política, ética e histórica. Pero quienes no lo entienden por desconocimiento o no quieren entenderlo por mala fe u otros fines, seguirán repartiendo culpas y dando pie a suposiciones de todo tipo, alejadas de la verdad histórica, de lo que realmente ocurrió.

“El Ejército responde a las órdenes de comandante supremo y sólo de él. En el caso del 10 de junio no hubo participación alguna del Ejército. Desgraciadamente hubo algunos muertos, pero no en el número que se dice y hubo funcionarios que al comprobárseles su responsabilidad por intervenir directamente o por desconocimiento, fueron sancionados y destituidos; mi responsabilidad, en todo caso, es moral. Y lo lamento en verdad”.

Echeverría mantenía un estado físico envidiable. Me decía que se levantaba temprano, practicaba regularmente tenis y natación; luego leía las noticias diarias y desde muy temprano recibía a amigos y simpatizantes; y sobre todo se daba tiempo para hojear las novedades editoriales y leer libros de teoría política o de arte.

En esos esporádicos pero significativos momentos de convivencia, jamás escuché a Echeverría referirse a alguien con tono despectivo u ofensivo, salvo en una ocasión, cuando frente a la pantalla de televisión apareció su sucesor, José López Portillo, de entonces 76 años, convaleciente aún de una grave embolia que le hizo perder el habla. Entrevistado por el periodista Jorge Fernández para el programa Punto de Partida, aseguraba que “un expresidente mexicano ya no tiene la palabra”.

Visiblemente interesado, Echeverría cambió el giro de nuestra charla y enfocó su atención.

–Vamos a ver qué tanto dice éste –me aclaró.

A cada declaración de López Portillo, Echeverría, generalmente sereno e impávido mientras escuchaba, meneaba la cabeza y a veces externaba frases cortas que yo no alcanzaba a oír.

–Y en este contexto ¿usted percibe que la lucha entre distintos ex presidentes puede ser la causa de la desestabilización? Es una pregunta muy concreta. La última expresión pública del ex presidente Carlos Salinas de Gortari; él acusaba de mucho de lo que sucedió, al expresidente Echeverría. Dos hombres que usted conoce y que comparten con usted esa calificación, esa cualidad como expresidentes. Usted, primero ¿cómo lo percibe? Y segundo ¿cree usted que es posible una lucha de este tipo? –preguntó Fernández:

–Posible, lo demuestra el hecho de que ya sucedió –respondió López Portillo, arrastrando las palabras–. Pero quiero hacerle notar que habíamos quedado en que no nos íbamos a referir a la política actual, sino a la histórica, porque es también mi forma de ser útil; de no inmiscuirme en los problemas actuales del país.

–El comentario lapidario de Echeverría fue demoledor.

–¡Imbécil! Si de algo estoy arrepentido, es de haberlo apoyado para que llegara a ser presidente.

–¿Lo considera usted realmente un error? –le pregunté.

–Sí, fue un grave error, el mayor error de mi vida…

Luego, volvió a su compostura habitual. A ser el hombre mesurado, cortés y de prosa emotiva pero siempre conciliatoria, que contribuyó también a crear la estructura de este gran edificio que es México y a quien sus opositores y críticos –y los expertos en creación de leyendas urbanas–, han tratado de arrojar al basurero de la historia, por haber roto una ventana.