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Una de las posturas más anticientíficas de cierta izquierda mexicana —la más radical—, tiene relación con los alimentos.
Comer no es un acto de nutrición; es una ideología, el maíz no es un cereal, es un credo consagrado hasta en la poesía nacional (“… tu superficie es el maíz”, decía López Velarde); los excesos del Estado Mayor Presidencial, tantos como para forzar su extinción y su expulsión del Edén pináceo, convirtieron el edificio del Molino del Rey en un museo maicero, porque sin milpa, no hay país, como dicen los seguidores de un reventado secretario de Ecología (Toledo), notable ideólogo del regreso a los orígenes. Volver al siglo XVI, pues.
“… la tesis que hemos enarbolado, no suficientemente demostrada —dice don Víctor Toledo— de que en los pueblos indígenas u originarios del mundo se encuentran las claves para salir de la tremenda crisis ambiental y social de la civilización industrial, una tesis que se antoja completamente viable para el caso de México…
“… La tesis brota de un razonamiento sencillo. Si lo que está en crisis es el mundo moderno, entonces acudamos a su antítesis, el mundo tradicional, en busca de claves, faros, pistas. Esto no significa, por supuesto, un retorno romántico al pasado, pues el mundo tradicional no es una reminiscencia, existe actualmente y ello se debe nada menos a que ha logrado algo inusitado: resistir, remontar y coexistir con el mundo moderno…”
Sin necesidad de disputar la inteligencia de la resistencia como triunfo y evidencia (dame paciencia), llama la atención cómo a falta de audacia política y originalidad, la candidata Claudia Sheinbaum ha caído en la fácil trampa de exaltar el pasado de los pueblos indígenas como clave para quien sabe cuál noción salvífica en su proyecto tetramorfósico de segundo piso.
Como quien nada dice ha soltado esta idea:
“… (en) México, desde antes de la Colonia, se comía bien: la tortilla, el frijol, el chile, el arroz, los tamales, los quelites, todo esto que viene de antes, hay que regresar a esa alimentación tradicional”.
No más comida chatarra, ha dicho con razón.
Los quelites y demás vegetales fibrosos tienen algunos componentes positivos (vitaminas, minerales), es cierto. Como indudablemente lo tienen el maíz y los tamales, tostadas, tlayudas, chipilines y demás.
Pero regresar a eso como base única de una dieta nacional, no implica ni un viaje en el tiempo ni una distancia muy grande: millones de mexicanos –desnutridos, chaparros y mentalmente limitados–, viven con esa dieta. Y lo urgente sería enseñarles a comer bien, no exaltar su actual desnutrición histórica.
Hace unos años (2012) la FAO publicó este panorama sobre la seguridad alimentaria en México, cuya negrura no se combate con la guerra simplona contra la comida chatarra y las papitas ahora condenadas por la candidata a la presidencia:
“… Lo anterior es particularmente preocupante, dada la importancia del acceso a alimentación adecuada para la realización de actividades sustantivas como la educación, el trabajo o el propio mantenimiento de la salud. En la sección correspondiente se demostró que la proporción carente en este sentido ve claramente comprometido su desempeño en el resto de los espacios propicios para el desarrollo. Las posibles combinaciones entre las desventajas son diversas.
“Baste ejemplificar con un escenario en el que, además de experimentar limitaciones en el acceso a los alimentos y, con ello, ver incrementada la posibilidad de padecer alguna enfermedad, ocho de cada diez carentes no tienen seguridad social, uno de cada tres ni siquiera tiene acceso a servicios de salud y duplican a la población que habita viviendas precarias…”
–¿Un elotito, joven?
Todos los alimentos mencionados por la candidata científica son convenientes. Pero no se puede canonizarlos como una panacea, porque sin la mezcla con otras fuentes de proteína, las cosas van a seguir como estaba “antes de la colonia” (y después); lo cual no debería enorgullecer a nadie.
La civilización judeo cristiana occidental bebía vino y comía carne, no huauzontles.