Cuando terminó la parte armada de la revolución mexicana, el Partido Nacional Revolucionario (PNR) fue fundado por el General Plutarco Elías Calles, con el principal fin de pacificar al país, unificando a las diversas facciones revolucionarias, mediante un sistema de pesos y contrapesos políticos, supuestamente institucionalizados, no sujetos a reglas escritas si no a constantes consensos y balances de poder a partir de un omnipotente presidente de la República, quien se comportaba no como un emperador, sino como un gran árbitro, sí bien caudillo, pero que respetaba la reglas del juego del balance del poder dentro de la llamada Familia Revolucionaria. Eran grandes y pequeños pedazos de poder que los mantenía leales al partido, y satisfechos, mediante la repartición de toda clase de puestos públicos.
Sin embargo, este sistema se agotó con los grandes avances a nivel global que hubo en el desarrollo democrático y la creación de una clase media mexicana, que tarde o temprano llegó a México.
En 1997, el Partido Revolucionario Institucional, nieto del PNR, perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, frente al Partido de la Revolución Democrática que, junto con el PAN, obtuvieron la mayoría relativa en la Cámara de Diputados, para que el PAN finalmente ganar la presidencia de la República en el año 2000 con Vicente Fox.
Ahora, después de dos sexenios del PAN y del regreso catastrófico del PRI con Enrique Peña Nieto, el actual presidente de la República obtuvo un gran triunfo, habiendo basado su principal discurso político en el combate a la corrupción.
Actualmente, nos encontramos con un presidente de la República con grandes poderes, pero que no tiene ninguna de las características arbitrales que existieron con los presidentes del régimen priísta, ni mucho menos, con las características más o menos democráticas que tuvieron los presidentes del PAN, encontrándonos con una presidencia auténticamente imperial, al estilo Luis XIV de Francia, llamado el “Rey Sol”, que llegó a decir el “Estado soy yo”. Es decir, un gobernante absoluto que no respeta el Estado Derecho ni el ordenamiento institucional, justificándose con su triunfo democrático que obtuvo en las urnas.
Ahora, el presidente le pregunta al pueblo a través de “consultas” realizadas fuera de la ley, para tomar determinaciones de Estado. La más reciente consiste en que se juzgue o no se juzgue a los ex presidentes de la República por actos ilegales y corruptos.
Debemos de tomar en cuenta que el actual presidente no ha considerado que la procuración de justicia ya no se encuentra en sus manos. Es decir, bajo las facultades que la Constitución le otorga, sino que ahora la persecución de los delitos está cargo de la Fiscalía General de la República que es un organismo autónomo creado para dichos efectos.
Debemos de considerar que es deber del presidente, como de cualquier otro ciudadano, que tenga conocimiento de la consecución de un delito, el denunciarlo ante la Fiscalía General de la República, a fin de que se abra una carpeta de investigación para determinar el ejercicio de la acción penal correspondiente. El no hacerlo hace que se incurra en responsabilidad penal.
Por lo que hay que recordarle al señor presidente que si encuentra delitos cometidos por los expresidentes tiene la obligación de denunciarlos y no someterlo al consenso ciudadano, a menos de que ahora el presidente de la República haga caso omiso del orden jurídico nacional y se sienta como Emperador de México a quien no se le aplica la ley.
Recordemos, que, si ese es el deseo del presidente, independientemente de las denuncias que debemos de presentar en contra de él, la manera más eficaz de hacerle un contrapeso es que MORENA, el partido del presidente, pierda las elecciones venideras del 2021.
Los partidos de oposición y los ciudadanos tenemos el deber histórico de combatir el comportamiento despótico del presidente.