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Un enjambre –como se le llamó en la clave policíaca a la pesquisa por la cual se comenzó a desmantelar la colusión del crimen organizado con las autoridades municipales en el estado de México — es, por definición, una colectividad.
Enjambre, en el lenguaje del apiario, es una colonia de abejas. Enjambrar es un verbo usado para describir cómo se encierran en el avispero las abejas dispersas.
No se sabe en este caso si el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, quien se convierte fugazmente en el hombre del momento por el éxito de esta ya célebre operación de captura colectiva, pueda demostrar la suya como la mejor estrategia posible en un país cuya larga cadena de fracasos en esta materia, demuestra lo elemental: sin protección política la organización de los delincuentes es imposible.
Digno de reconocimiento el golpe parcial a la podredumbre del estado de México, pero la fragilidad de tan exitosa maniobra se puede atenazar por su propio nombre: los enjambres alojan especies menores. Todo cuanto se hizo tuvo relación con los municipios. Se actuó en seis de los 125 de esa entidad.
Pero los de abajo protegen a los inferiores. Los de arriba cuidan a los superiores. Falta el escalón estatal. Y después, la azotea federal. Por algo se empieza.
Ahora falta la continuidad y algo definible como continuidad ascendente. Si bien los ayuntamientos son la primera autoridad “respondiente”, aunque jamás respondan por su anemia crónica, su desnutrición no es tanta como para no tener fuerzas policiacas, por menores como sean, susceptibles de convertirse en los primeros auxiliares de las bandas criminales.
Y otro dato significativo: la coordinación entre La Defensa, la Marina, la Fiscalía General de la República, las fuerzas locales y la Guardia Nacional. Todos –se supone– bajo el mando (al menos en esta operación), del secretario de Seguridad.
Y ahí –en el imperio municipal de la vista gorda–, es donde intervienen la política partidaria y el crimen organizado. Esa es la explicación de la violencia electoral.
En julio de este año “Integralia” nos dijo:
“..En el período que va desde septiembre de 2023 hasta el 2 de junio, día de las elecciones generales, (el proceso) registró mayores niveles de violencia que los procesos electorales de 2018 y 2021, con un incremento del 197,3% en comparación con 2021 y 132,7% frente a 2018…
“…La violencia se concentró en las regiones del centro, occidente y sureste del país, principalmente en los estados de Guerrero, Michoacán y Chiapas”. Por eso fueron asesinados más de 30 candidatos. “Votar entre balas” fue algo más allá de una frase. Fue una realidad.
La lógica más simple nos dice: si los mataron fue por su rechazo a la colaboración o la protección. Ergo, diría el silogista (o el sofista), quienes se quedaron en su lugar habrían admitido el arreglo.
Obviamente, no todos los casos son así.
Pero en éste llama la atención la historia de María Elena Martínez Robles (Morena) quien llegó al cargo en Amanalco después de abandonar el Movimiento Ciudadano. El síndico de entonces, Miguel Ángel Lara, fue asesinado. Había participado en una protesta contra la actual procesada, a quien Morena le abrió los brazos y la llevó a la presidencia municipal.
¿Tienen estos hechos relación entre sí? No lo sabemos.
Otro asunto altamente llamativo es el suicidio de Isidro Cortés, director de Seguridad de Texcaltitlán (PRD), quien en su oficina y delante de quienes lo iban a aprehender –ahítos de buenos modales y videograbados–, no pudieron evitar el balazo.
–“Señor, veo que tiene un arma de fuego, si lo pueden desarmar…”, dice con todo comedimiento quien le comunica la aprehensión.
Después se escucha una detonación.
–“Se disparó solito, no mames”.
¿Sus nexos o las amenazas contra su familia eran tan horribles como para temerles más que a la muerte?