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La censura en México hoy ya no necesita clausurar imprentas ni enviar soldados: basta con instalar un censor en cabina. La vigilancia del discurso se ha institucionalizado y opera bajo el disfraz de medidas legales o de protección de derechos. Ahora, con lo ocurrido en Campeche, la consigna es que las ideas deben ser aprobadas antes de salir al aire y el periodista se convierte en sospechoso por ejercer su oficio; el silencio ya no se impone con amenazas, sino con sellos, resoluciones y formularios. Lo más preocupante es que este control se empieza a normalizar bajo la 4T en nombre de la “legalidad”

Durante las dictaduras militares de Argentina (1976-1983) y Chile (1973-1990), la censura no fue un mecanismo colateral, sino el pilar central del sistema represivo. La información fue recortada, suprimida, amputada. Se cerraron medios, se prohibieron poemas y canciones de protesta, se incendiaron libros, se encarceló y asesinó a periodistas, editores y artistas. Todo bajo la justificación de preservar el orden, la moral y “la patria”.

Hoy, en México, sin tanques ni golpes militares, asistimos con estupor a episodios que nos recuerdan —aunque por caminos más burocráticos—, aquellas prácticas reprobables que hoy replican y fomentan dictaduras o regímenes autoritarios en Venezuela, Cuba y Nicaragua. Recientemente en Campeche, la jueza interina Ana Maribel de Atocha Huitz May ha ordenado que el periodista Jorge Luis González, con más de 50 años de oficio, someta previamente sus notas al escrutinio de la Comisión de Derechos Humanos antes de ser publicadas. Como si un burócrata —ajeno al rigor periodístico y al vértigo de la noticia—, pudiera determinar qué es publicable y qué no.

Y no sólo eso: durante la transmisión en vivo de su programa Expediente, emitido todos los viernes, habrá un censor presente. Un comisario del pensamiento, una suerte de vigilante posmoderno, a la espera de tachar, silenciar o interrumpir lo que pueda “irritar” a la gobernadora Layda Sansores San Román.

El propio González lo expresó sin rodeos en declaraciones al diario El Universal: “Aceptar las medidas nuevas determinadas por la jueza de control, sería tanto como renunciar a mis garantías individuales de expresarme libremente”. Y tiene razón. Una nota periodística que debe esperar 24 o 48 horas para ser aprobada, deja de ser nota. Quienes nos dedicamos al periodismo sabemos que lo que hoy es noticia, mañana será archivo.

Este episodio en Campeche no es menor. Es un precedente gravísimo. La censura previa está prohibida por el artículo 7º constitucional y es inaceptable en una democracia. Se trata de una regresión al pensamiento inquisitorial, barnizado con apabullante e inapelable lenguaje jurídico. Se presenta como medida cautelar, pero en realidad es una mordaza disfrazada de “protección”.

Lo más irónico es que este tipo de medidas proviene de quienes durante años denunciaron la falta de libertad de expresión en México. Aquellos que antaño blandían pancartas en defensa de la prensa libre, hoy usan a jueces y organismos para someterla; lo que en otros sexenios llamaban “represión”, ahora lo rebautizan como “protocolo de derechos humanos”.

La censura sí existe en México, aunque lo nieguen

Los nuevos censores al parecer desconocen que esta libertad, pilar de toda democracia, está consagrada en los artículos 6 y 7 de la Constitución. Hoy, sin embargo, esa garantía es una promesa rota. Gobiernos estatales, jueces y hasta el crimen organizado actúan de forma convergente para silenciar las voces críticas.

Informar, en México, puede costar la vida, la carrera profesional o la dignidad de quien se atreve. Cito sólo un ejemplo revelador: en Sonora, la periodista Karla Estrella hace poco fue sentenciada por el Tribunal Electoral a pedir disculpas en redes durante 30 días, solamente por haber criticado la asignación de candidaturas en Morena. Y lo más absurdo: la sentencia considera «datos protegidos» citar los nombres de los políticos ante quienes debe disculparse. Es decir, se penaliza una opinión sin comprobar que sea falsa ni que tenga ánimo de dañar.

En paralelo, el Instituto Electoral de Tamaulipas ordenó al diario El Universal y al columnista Héctor de Mauleón a borrar un artículo que denunciaba una red de huachicol. El argumento fue “violencia política de género”, aunque el texto hablaba de vínculos familiares con una red criminal. No se exigió desmentido. No se pidió réplica. Simplemente se ordenó eliminarlo.

El INE, por su parte, también actúa como brazo inquisidor. Censuró a la reportera Laura Brugés y le ordenó revelar su fuente en un artículo sobre inducción al voto durante el pasado proceso electoral judicial. De negarse, deberá pagar una multa de 56 mil pesos. La exigencia viola absolutamente principios éticos fundamentales del periodismo y los estándares internacionales sobre confidencialidad.

En Campeche —además del caso de Jorge Luis González—, el diario Tribuna de Campeche fue desmantelado. Aunque un tribunal federal revocó la censura, el daño está hecho: la estructura editorial se quebró, el mensaje de castigo se envió.

También en Puebla, Sonora y Veracruz se han multiplicado los casos de acoso judicial contra reporteros. La censura no llega ya con soldados ni decretos, sino en forma de demandas, multas, reformas ambiguas y presiones sobre anunciantes. Las redes sociales —otrora refugio de la disidencia—, están ahora bajo vigilancia. Por ejemplo, la actriz Laisha Wilkins fue censurada en la plataforma X, sin explicación. Karla Estrella, de nuevo, castigada por opinar en redes.

Pero más allá de los tribunales, la censura más brutal es la ejercida por el crimen organizado. México es hoy el país con más periodistas desaparecidos del mundo. Más de 150 han sido asesinados desde el año 2000. Sólo en lo que va de este sexenio, fueron ultimados 47 y en 2025 —según Reporteros Sin Fronteras (RSF) en declaraciones al diario español “El País”—, van nueve asesinados hasta julio. La mayoría cubría temas de corrupción, seguridad o medio ambiente en medios locales.

Desde el Estado de México hasta Acapulco, desde Guanajuato hasta Sonora, la prensa es silenciada con balas. Los crímenes siguen impunes. RSF documenta casos como el de Calletano de Jesús Guerrero —asesinado pese a estar en el mecanismo de protección—, o el de Ángel Sevilla, ultimado en Cajeme, Sonora. En Cozumel, el periodista Melvin García apareció muerto, tras haber sido perseguido por denunciar a un exgobernador.

Ya no se concibe a la prensa como contrapeso, sino como una amenaza

La censura mexicana es ya un monstruo de tres cabezas: política, judicial y criminal, y a eso se suma el debilitamiento institucional. La desaparición del INAI y el desmantelamiento de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos contra la Libertad de Expresión completan el cerco.

Pero el corazón del problema es otro: el discurso oficial ha dejado de ver a los periodistas como aliados de la democracia, y los ha colocado como adversarios del poder. Ya no se concibe a la prensa como contrapeso, sino como una amenaza; la crítica se interpreta como traición y la investigación, como difamación. Y aquel reportero que insiste, corre el riesgo de ser considerado como “enemigo público” por quienes hoy detentan el poder en las tres instancias: el Ejecutivo, que desacredita; el Legislativo, que calla o consiente; y el Judicial, que se pliega y persigue bajo apariencia de legalidad.

En ese nuevo mapa, no hay espacio para la incomodidad. Todo debe ser aprobado, medido, vigilado. Por eso resulta tan simbólico que se haya nombrado a un censor oficial en una cabina de radio en Campeche. Esto nos deja una aberrante lección: el Estado ya no necesita allanar redacciones ni clausurar imprentas; le basta con colarse al micrófono, revisar guiones y vigilar en tiempo real lo que se dice… y lo que no.

La censura en México ya no se impone con bayonetas, sino con sellos y sentencias. Ya no manda callar con amenazas, sino con formularios. Ya no se esconde, sino que se institucionaliza. Y esa es la parte más peligrosa de este fenómeno: su normalización. Porque si hoy callan a un periodista bajo el argumento de “proteger derechos”, mañana podrán callar a un ciudadano, a un académico, a un activista.

Si aceptamos que el gobierno diga qué puede o no publicarse, habremos cruzado una línea que ninguna democracia puede tolerar. No hay libertad posible donde la palabra está condicionada, ni hay periodismo que merezca ese nombre cuando debe esperar aprobación oficial para existir. La nota que pide permiso no es nota: es boletín; parte de la orden para un mesero obsequioso.

Mientras esto ocurre, el gobierno presume de democracia. Pero la libertad de expresión realmente vive bajo asedio. “En México no se censura a nadie”, repite el actual gobierno. Pero no, la censura no ha desaparecido; más bien se ha sofisticado, legalizado y extendido. Y esto sigue siendo algo totalmente inaceptable, porque la libertad de expresión no es un favor que se concede desde el poder, sino un derecho que se ejerce sin pedir permiso.

Si alguien siente que una información publicada le causa un daño moral o afecta su reputación, tiene todo el derecho de acudir a los tribunales y proceder conforme a la legislación vigente. Para eso existen los cauces legales. Nunca he defendido el periodismo ramplón, mercenario o canalla que señala sin pruebas y calumnia desde la sombra del anonimato o desde la comodidad del encargo. Pero cuando lo que se publica es resultado de una investigación seria, con fuentes, con argumentos sólidos, con trabajo profesional detrás, no hay justificación para perseguir, sancionar o censurar a quien informa. La democracia se fortalece con debate, no con silencios impuestos.

Y aunque no suelo terminar con frases solemnes, esta vez debo decirlo: mientras existan ciudadanos —y sobre todo periodistas—, que se nieguen a guardar silencio, la verdad seguirá abriéndose paso. A pesar de los muros, a pesar de las mordazas —a pesar de esta censura que la 4T niega vehemente—, lo cierto es que nunca, en los tiempos actuales, la habíamos vivido con tal descaro en México.