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El huracán incesante del activismo internacional de Luis Echeverría llegaba a su fin. José López Portillo, quien con la candidatura única del partido único marcaba el principio del fin del sistema posrevolucionario (seré el último presidente de la Revolución Mexicana, dijo), preparaba con esplendor, con delegaciones de todo el mundo, su toma de posesión. Eran los últimos días de noviembre de 1976.
El Salón de Recepciones del Palacio Nacional, con sus candiles a toda luz, y sus pisos de maderas pulidas, con los óleos heroicos de la interminable alegoría de invicta patria colgados de los nobles muros, estaba repleto de trajes oscuros y conversaciones en tono suave de diplomacia profesional.
Sin embargo, en esa recepción, además del presidente electo, había otro personaje: el doctor Henry Kissinger, jefe del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América, el constructor del nuevo orden mundial, el hombre cuya vara genial abrió las puertas de China; modificó las fronteras de Europa, promovió un golpe de Estado en Chile y logró la paz en Vietnam, estaba en el centro de la escena.
—Maestro —me dijo el jefe de información de 24 Horas, el noticiario estelar de Televisa, donde yo había comenzado poco tiempo atrás como reportero—, te vas mañana a la recepción y entrevistas a…
–¡Kissinger!, interrumpí.
–No, a Kissinger lo va a entrevistar (y aquí me dijo un reportero cuya identidad me reservo). Tú entrevista al italiano.
–Pero ¿por qué? Si yo voy a estar ahí…
–Porque así se decidió en la junta.
Al llegar al Palacio Nacional, con una hora de anticipación, subí por la escalinata. Por suerte encontré a un camarógrafo amigo. Le pedí su ayuda. Le conté cómo me habían desplazado de la entrevista estelar y le dije, fílmala tu. Yo me encargo de que no tengas problemas en tu empresa. Él trabajaba para Notimex. Me ayudó.
Cuando vi llegar a los camarógrafos de Televisa (Colorado, se apellidaba uno de ellos), les dije con alarma el nombre del elegido y los alerté:
–No ha llegado, no está y Kissinger se adelantó, vayan a llamar a (aquí el nombre del jefe) a ver cómo hacemos, vayan, vayan. Me creyeron y se fueron a una oficina en busca de un teléfono. Jamás me lo perdonaron.
Entonces entré al salón de imponentes arañas luminosas, y vi al recién llegado envuelto en el aura de su leyenda inmensa. Con el micrófono en la mano le hice tres preguntas a bocajarro y le advertí: hay un impostor; finge ser periodista de Televisa. Mostré mi gafete.
–No se deje sorprender Doctor, quizá se le acerque”. También su equipo me creyó.
Al terminar mi amigo el camarógrafo manipuló una enorme bolsa negra y en ella metió la cámara. La abrió, sacó el rollito de 16 milímetros de la película y me la entregó en una lata de lámina con un sello amarillo, sellada con “maskin tape”.
Terminada mi obra, volé a Televisa. Entré a la oficina de Jacobo Zabludovsky, quien era mi jefe, y le puse la desafiante y alevosa lata sobre el escritorio.
–¿Qué es eso?
–Es la entrevista que pude hacerle a Kissinger. Y le conté la historia.
Entre la espada y la pared, la disciplina y la audacia, la desobediencia y las declaraciones del hombre más famoso del mundo, Jacobo optó por lo segundo. Pero algo me dijo:
–Oye, niño (yo tenía 20 años), ¿por qué siempre causas problemas? Dos minutos después el reportero burlado (y birlado) llamó para quejarse de la piratería interna. Demasiado tarde.
Pero esa no fue la única ocasión con Henry Kissinger. Hubo tres más. Esta, otra de ellas.
Cuando vino a su viaje de bodas a Acapulco (1974) lo alojaron en la casa de playa “La serena”, de Eustaquio Escandón, en un rincón de la bahía debajo de Las Brisas, cuya cima ostentaba desde hacía poco tiempo la enorme cruz diseñada –en memoria de los hijos muertos de Carlos Trouyet–, por el arquitecto y sacerdote, Gabriel Chávez de la Mora quien la alzó por encima del Cristo del Corcovado.
La persecución era implacable.
La costera y la actual Avenida de las Naciones, entonces despoblada en su primitiva condición de camino al aeropuerto, Tres Vidas y la laguna de Tres Palos, y hoy desolada por el huracán, se habían convertido en una pesadilla para el Servicio Secreto de los Estados Unidos, cuyos agentes mostraban por las ventanillas, las bocas de sus mudas metralletas.
Todos los reporteros seguíamos a Kissinger con la misma insistencia de quienes causaron—dicen—el choque fatal de Diana Spencer en el Puente del Alma de París. Pero nada ofrecía resultado. Una mañana se nos ocurrió una solución.
Yo me tiré en la salida de la última curva cercana a la salida del sendero, antes de llegar a la ruta Escénica, por donde debía pasar el convoy de las enormes limusinas blindadas. Puse una toalla en el asfalto y les dije a los camarógrafos y fotógrafos, si me arrollan no vayan a perder la nota. Y nos dispusimos a esperar.
Cuando rugieron los autos, desde el muelle allá abajo en el Guitarrón, al fin de la subida, frenaron de golpe. Un loco sobre una toalla evitaba el paso.
Jaime Peña Vera, director del ceremonial del canciller Emilio O. Rabasa, se bajó del vehículo y me increpó.
–¿Qué haces?, ¿cómo se te ocurre?, ¿qué les pasa? Yo se la devolví.
–¿Y qué te pasa a ti, Jaime? Parece que trabajas para los gringos, no para el gobierno de México. Eres anfitrión, no mayordomo de Kissinger. Dile al Doctor que nos atienda y lo dejamos en paz. Los demás asintieron.
Esa tarde en Las Brisas, Kissinger nos atendió. Yo trabajaba para EXCÉLSIOR. Después, obviamente, ni yo ni nadie lo dejamos en paz. Nunca.
Pero más allá de su fama equivalente a un “Rockstar” (alguna vez pronosticó el clima en la televisión), queda algo muy importante en la biografía del “Dr. K”: Su obra intelectual, sus inabarcables y eruditos ensayos históricos, su tratado sobre “La diplomacia”; o el de la restauración del mundo moderno (no el mundo contemporáneo) y su increíble sabiduría y experiencia en el majestuoso libro, “China”.
Un enorme intelectual en cuya vida se mezclaron las sombras, los demonios y el genio.
Me quedo con lo último, sobre todo después de leer su más reciente obra publicada en su centenario de vida; “Liderazgos”.