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Desprovisto de la solemnidad o al menos de la escenografía del pasillo imperial en la ocasión anual de visitar el Congreso (ahora convertido apenas en una oficialía de partes o una secretaría de Asuntos Legislativos del Poder Ejecutivo, dependiente hasta la minucia de una coma), el Informe presidencial ha dejado de ser –si alguna vez realmente lo fue— una ocasión importante. O, siquiera, interesante.

De 1970 a la fecha he asistido (menos ayer) a todas las aperturas de sesiones del Congreso. Lo hice cuando este país ni siquiera tenía un incompleto Palacio Legislativo donde jamás cupo el Senado. Se quedó en una cámara de diputados en San Lázaro.

En todas esas ocasiones, solamente una vez escuché algo de trascendencia: cuando José López Portillo sorprendió a todo mundo y desbarató la clase bancaria. Les canceló las concesiones y dejó el sistema financiero en manos del gobierno. Lo demás, siempre fue puro bla,bla,bla; cuentas alegres, cifras abrumadoras y sin confirmación, sobra de miles, exceso de millones, inversiones imaginarias, soluciones nunca vistas; aplausos y más aplausos, lágrimas de cocodrilo y de perro arrepentido, todo hubo en la descripción de estadios imaginativos a los cuales el país jamás llegó.

Si las conjugaciones en futuro sobre todas las materias nacionales se hubieran cumplido desde Porfirio Díaz hasta el dichoso advenimiento de la Cuarta Transformación de la Vida Pública (tal reza el slogan), este país estaría cerca del cielo. Hoy se construye un segundo piso a ras de suelo.

Poco antes de ser arrastrado por la Revolución, Don Porfirio decía:

“…De los datos que contiene el presente Informe sobre los ramos de la Administración Pública, podría deducirse que, a pesar de la revuelta en mala hora promovida por algunos mexicanos lamentablemente equivocados o perversamente engañados, el país ha continuado hasta principios del año actual en su marcha ascendente hacia el progreso económico e intelectual; pero la verdad es que tal adelanto está comprometido por la situación política que ha venido desarrollándose en estos últimos meses y que requiere, de parte de los Poderes Públicos, de todas las autoridades y de la masa sensata de la Nación, la más viva solicitud y el propósito firme de aplicar pronto, y cada cual en su esfera, los remedios que sean más eficaces”.

Pues nones.

Por eso, 134 años después, las palabras promisorias del mensaje presidencial de ayer (no informe constitucional porque ese le fue enviado por mensajería a los legisladores) no tienen relevancia alguna. Son, en el mejor de los casos, reiteración de los informes diarios de las conferencias mañaneras, cuya compilación haría más inútil el documento del primero de septiembre.

Todo eso ya nos lo había dicho puntualmente la señora presidenta (con A).

La única novedad es el aliento abiertamente partidista, ajeno a la responsabilidad constitucional.

“Venimos de un movimiento profundamente humanista, democrático y popular que colocó al pueblo en el centro del quehacer político…Damos continuidad y avanzamos sustentados en la gran hazaña del presidente López Obrador”.

Obviamente la gran hazaña del presidente (ex presidente diría yo), fue retirar de la miseria a 13 millones de pobres según la contabilidad oficial de una institución de estadística dirigida (con una muy cuestionable autonomía) por quien fue secretaria de Economía … del hazañoso ex presidente.

“Es pertinente mencionarlo –dijo– cuantas veces sea necesario. De 2018 a 2024, la población en pobreza pasó de representar el 41.9 de la población a 29.5 por ciento, el nivel más bajo desde hace por lo menos 40 años”.

Sin embargo, el logro de una política pública se empaña cuando se le usa para la promoción partidaria en un informe de Estado. El Estado somos todos.

“…que se oiga bien, fuerte y lejos: La Cuarta Transformación no solo continúa, sino que se profundiza, se arraiga en el pueblo con más fuerza que nunca, es decir, la Transformación avanza… México es un país grandioso, con un pueblo maravilloso…”

Bueno. Muy emocionante.