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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

La cuota de sangre que paga el país por la violencia no se cubre con sacar de circulación la palabra masacre o matanza en el lenguaje público. Su existencia es inocultable. Pero también puede usarse para crear la sensación de que no hay otras alternativas contra el “horror” que nuevas reformas a la seguridad pública y la prisión indiscriminada, que sirvieron por ejemplo al “modelo Bukele” para abrirse paso cuando el autoritarismo se vuelve popular.

El gobierno tiene urgencia de detener la cifra abrumadora de 3 mil 039 homicidios en los primeros 41 días de Sheinbaum, antes de que la inseguridad consuma su bono electoral. El país ha recibido a su gobierno con un baño de sangre hasta en estados santuario de la violencia, como Querétaro; y sin que ningún golpe policiaco levante esperanza frente a la realidad de la guerra en Sinaloa o las masacres en Guerrero, Michoacán y Guanajuato, aunque no guste llamarles así. En tan sólo dos semanas, su mayoría en el Congreso empujó una batería de reformas para potenciar una “súper” Secretaría de Seguridad y proyectar a Harfuch como un zar contra el crimen en todo el territorio, con poder para investigar y perseguir delitos de alto impacto; y aprobar otra enmienda al artículo 19 constitucional para incluir la extorsión y el fentanilo en el catálogo de prisión automática, pese a que la Corte Interamericana pide eliminar esta figura.

Estas reformas dibujan una compleja mezcla de política de prevención y de fuerza punitiva, con algunos elementos que parecieran replicar el modelo del presidente salvadoreño Nayib Bukele. No es un secreto que sus medidas drásticas contra el crimen de las pandillas son atractivas en AL, aunque sus métodos no democráticos socavan libertades con el uso indiscriminado de la prisión preventiva y el control total de los poderes públicos. Pero su éxito lo recompensó con la reelección, en un ascenso que envidiarían los presidentes más populares de la región, con más de 80% de votos, un mensaje claro del electorado a favor de mantener su política de mano dura.

También con un triunfo aplastante en las urnas, el gobierno de Sheinbaum consiguió sacar en tiempo récord sus reformas anticrimen, que López Obrador propuso y no alcanzó a ver aprobadas, por faltarle una mayoría suficiente en el Congreso y la confrontación con la Corte. Ahora se tiene el camino allanado para su estrategia antiviolencia de golpes espectaculares contra delitos de alto impacto, que nada de esto ha podido materializar, y la puerta abierta de la cárcel para castigar conductas que la generan como la extorsión y el fentanilo, bajo el control del crimen organizado, a diferencia de las pandillas salvadoreñas. Ésta es una de las razones por la que su modelo no es exportable, dado que los cárteles son organizaciones muy poderosas por su poder de fuego, capacidad financiera y tramas internacionales infinitamente mayores que las pandillas. No es la única. La estrategia de Sheinbaum apuesta por la investigación e inteligencia para sofocar “focos” de violencia, aunque centraliza toda la coordinación y supervisión en manos de Harfuch como comandante de todas las policías y con facultades extraordinarias para perseguir el delito, como tiene la Fiscalía y la GN, trasferida apenas un mes antes a la Defensa. Su margen de maniobra es inmenso, a pesar de que la militarización le daba un papel secundario.

Las reformas cuentan con el respaldo de la oposición en el Congreso, algo positivo porque la tolerancia y el consenso social es importante para aplicar medidas duras. De hecho, al Congreso llegaron precedidas de declaraciones inusuales de senadores morenistas que voz en cuello reclamaron “parar el horror” de la violencia, en reconocimiento tácito del fracaso de la contención de la violencia de López Obrador con sus “abrazos y no balazos”; a lo que también se ha sumado el consenso social de la Iglesia y las críticas de EU. Pero no es que la exigencia de detener las masacres responda a que la resistencia de la sociedad está cerca de quebrarse o desbordar en reclamo popular; no hay indicios de eso, menos si se acepta una notable diminución de la percepción de inseguridad, según Inegi. Las expresiones de hartazgo del mundo de la política más bien parecen preparar el clima social para reformas drásticas y endurecimiento de las políticas anticrimen como si no hubiera otra alternativa que la popularidad del castigo severo.