LA NOCHE MEMORABLE CON MARIO RIGUAL EN EL DESAPARECIDO RESTAURANTE 303
Una noche, a mediados de los años ochenta en la Ciudad de México, mi cuñado, Carlos Montes Lima, y yo decidimos visitar uno de nuestros lugares favoritos, el Restaurante 303. Este lugar, fundado en los años sesenta, en la colonia Narvarte, tenía una rica tradición y era conocido por su grato ambiente y sus magníficos platillos. Se erguía en la esquina de Uxmal y Luz Saviñón.
El establecimiento de dos plantas era mucho más que un simple lugar para comer bien; ahí las amistades se forjaban y las historias se compartían, tejiendo una red comunitaria que perduró, hasta que, al paso del tiempo, avasallado por la modernidad o alguna situación que desconozco, cerró y su espacio fue ocupado por otro restaurante, el Villa Casona, concurrido luego por los entonces yuppies, conocidos por su estilo de vida y más acostumbrados a los platillos de moda, la comida rápida y la música grupera, norteña o mariachi en vivo.
Pero el 303, visto de esa manera comparativa, en esos años era todavía un santuario que capturó la esencia de una época dorada. Su arquitectura combinaba el funcionalismo con toques tradicionales mexicanos, una mezcla de practicidad y buen gusto. A unos cuantos pasos de la avenida Cuauhtémoc, desde lejos, el restaurante destacaba por su fachada de líneas rectas y limpias, ahora cubiertas en destellantes tonos amarillos y naranjas que sustituyeron al sobrio tono original.
La peculiaridad del restaurante era que su número, 303, estaba dibujado sobre un enorme letrero con gusanos, formando el primero, el número tres, otro el cero y un último gusano, el tres restante. La entrada principal, estratégicamente protegida por un amplio toldo verde que se extendía sobre la acera, ofrecía sombra y bienvenida a los comensales, y le añadía un toque de elegancia.
Al cruzar las puertas, el interior revelaba un ambiente de refinamiento, tal vez ya algo decadente —que aún se conservan en los escasos lugares típicos de los restaurantes de la clase media alta del México de los años cincuenta y sesenta, como el SEPs de París, de Insurgentes y Madrid, cerca de avenida Reforma que aún pervive al igual que su mellizo de la Condesa, y en algún momento el Río Bravo de Álvaro Obregón y Orizaba, en la Roma o la Hostería D´Rubí, en Yácatas 136, en la Narvarte, que ya desaparecieron.
Con gruesos cortinajes de terciopelo, sillas y mesas decoradas con un estilo que recordaba la época dorada de los restaurantes noctámbulos, el 303 ofrecía un entorno un poco rococó, evocador de aquellos tiempos de exclusividad y elegancia.
En la planta baja, las paredes en tonalidades crema y filos dorados, seguramente tapizadas, estaban envueltas en largos cortinajes aterciopelados que descendían casi hasta el suelo. El comedor principal, de 15 o 20 mesas, era un espacio amplio y bien iluminado con luces de candelabros y tubos fluorescentes, donde las servilletas de tela y los detalles refinados eran complementos habituales. Las mesas, cubiertas con manteles blancos impecables y otros lienzos sobrepuestos con toques en colores contrastantes, invitaban a disfrutar de una placentera experiencia gastronómica.
Los asientos y respaldos de las sillas de madera maciza, tapizadas en tela de brocado, ofrecían comodidad y estilo, mientras los meseros, ataviados con chalecos blancos o guinda y corbata de moño negro, otorgaban un servicio que combinaba eficiencia y elegancia.
Tan solo al sentarnos, colocaban ante nosotros pequeños tazones con frijoles bayos refritos, que la cocinera principal había pulverizado con la ayuda de un molino de manivela de acero, al que añadía constantemente hojuelas de chile seco, y posteriormente freía en aceite bien caliente, con ajo y cebolla en polvo, donde había cocinado los chiles. Luego, los frijoles eran servidos como aperitivo, acompañados con totopos crujientes, mientras que colocaban en nuestras manos los enormes menús, forrados en piel —semejantes a los cantorales de un monasterio medieval—, que entre sus páginas presentaba una variedad de platos gourmet mexicanos e internacionales.
Dentro de todos ellos, destacaban obviamente los escamoles, larvas de hormiga, un manjar exclusivo y siempre caro, y después los gusanos de maguey, que muchas veces, antes de freírlos, se exhibían vivos, dentro de una pecera de vidrio, moviéndose sobre pencas de maguey, ante los ojos de los clientes.
Como habitué, a fuerza de visitarlos, la matrona de la cocina —una mujer muy agradable que casi nunca abandonaba su cálido y humeante reino y a la cual saludaba respetuosamente a mi llegada—, me había proporcionado la receta para preparar también los escamoles a la mantequilla, con apenas un poco de aceite, ajo y cebolla picados, ramas de epazote y sal y pimienta al gusto.
Primero derretía la mantequilla en una sartén ligeramente aceitada, y después agregaba el ajo y la cebolla muy bien picados. Los sofreía hasta que estaban bien dorados y luego añadía los escamoles y el epazote, moviéndolos preferentemente con un cucharón de madera, mientras esparcía generosamente sal y pimienta. Todo un delicioso bocado de cardenal, servido con tortillas calientes.
Pero de entre los platos principales del 303, mi favorito era el de sesos de ternera a la pimienta negra, un verdadero manjar que rara vez he vuelto a comer con ese toque particular de la cocina del legendario restaurante.
A la izquierda del gran bar-mostrador —que se comunicaba con la cocina—, subiendo por una escalera, se llegaba hasta la terraza del segundo piso, donde se hallaba un rincón semicircular, Al fondo del pequeño recinto se hallaba un gran órgano de mil teclados y clavijas. Estaba acondicionado con gabinetes de madera, forrados en piel o vinil, tipo booths, a menudo también llamados cabinas, que eran y siguen siendo comunes en muchos restaurantes desde los años cincuenta y sesenta, que ofrecían comodidad, discreción y la posibilidad de conversar, escuchando las melodías de amor y desamor, generalmente boleros, que interpretaba un viejo músico de cuerpo delgado, cabello brillante peinado hacia atrás, y vestido casi siempre con impecable traje oscuro de tres piezas.
Todo ello creaba una atmósfera particular, que añadía un toque de nostalgia entre los asistentes. Muchas veces, a petición cordial suya, me invitaba a interpretar desde mi asiento, y sin necesidad de un micrófono, Delirio, una de mis canciones favoritas de César Portillo de la Luz y otros temas románticos, entre ellos El candado, de Rafael Vázquez, la pareja de Carmela Rey, y Sabor a mí, de Álvaro Carrillo.
Afuera, a unos cuantos pasos, sobre un corredor largo y rectangular, otros comensales podían sentir el aire fresco y vistas hacia la calle de Uxmal, mientras disfrutaban de su comida y bebida favoritas.
Los automóviles de la época, con sus largos y elegantes diseños angulares, se estacionaban sin problemas frente al restaurante, añadiendo un toque especial al paisaje citadino de la colonia.
Una ocasión, cerca de la una de la mañana, concluida ya la sesión de música, nos encontrábamos en el corredor de la terraza, protegidos del sereno nocturno por enormes sombrillas firmemente sujetas al agujero central de cada mesa.
Mi cuñado Carlos Montes y yo, junto con un hombre solitario de estatura pequeña, tez apiñonada y bigote recortado, que se hallaba a pocos metros de nosotros, éramos los últimos clientes restantes.
Nuestra conversación era animada, cuando de repente, percibimos cómo el hombre, de unos 60 años, y algunas canas, se levantó, caminó hacia nosotros y con un perceptible acento cubano, nos pidió amablemente que le invitáramos un trago.
Aunque mi primera reacción fue negarme, Carlos, siempre paciente y comprensivo, me guiñó un ojo y llamó al mesero que deambulaba ya con aire cansado. Una vez que se lo trajeron, el hombre, aún de pie e intentando entablar conversación, en lugar de regresar a su mesa, arrastró una de las sillas metálicas tipo jardín, con cojines de vinil, hacia la nuestra y trató de sentarse, como si fuéramos viejos conocidos.
Sin embargo, justo cuando intentaba acomodarse, perdió el equilibrio. Fue como si lo hubiese fulminado un rayo invisible, y ante lo inesperado, traté vanamente de asirlo por la manga del saco antes de que se desplomara de espaldas. Con profundo azoro vimos rozar su cabellera, que pasó milagrosamente, apenas a escasos milímetros, del borde de uno de los macetones de metal, revestidos con mosaicos del mismo color que el piso, que adornaban el lugar y delimitaban los espacios entre las mesas.
Carlos y yo todavía estábamos lívidos, quizás más pálidos de lo que el hombre que se había caído, jamás estuvo. El terror momentáneo de verlo desplomarse ante nosotros nos había dejado helados, con el corazón latiendo con fuerza, mientras lo ayudábamos a incorporarse.
Tras intercambiar las frases de rigor, como suele ocurrir en esos casos, lo sentamos con cuidado entre nosotros.
No sé si se él se percató que estuvo a unos milímetros de golpearse el cráneo; pudo haberse herido gravemente o, en el peor de los casos, morir por el impacto. Sin embargo, al igual que los héroes de las películas de acción, simplemente sacudió su ropa con calma y continuó como si nada; parecía indiferente al peligro mortal que acababa de evitar por tan poco.
Mientras el mesero, con un trapeador en las manos, se apresuraba a limpiar los restos del líquido derramado en el suelo, reconfirmamos que el hombre estaba en buen estado, más allá de la conmoción y con un suspiro de alivio pedimos que le repusieran su trago y trajesen otros más para nosotros.
El hombre, arrastrando un poco las palabras por los efectos del alcohol, comenzó a preguntarnos, con tono de suficiencia, si sabíamos quién era él.
—Bueno, a lo mejor no saben quién soy, pero seguro que conocen esta canción —dijo y entonces comenzó a tararear Cuando calienta el sol, una famosísima canción de los Hermanos Rigual—. Cuando calienta el sol, aquí en la playa, siento tu palpitar cerca de mí…, canturreó.
La interrumpió entonces para decir:
—Soy Mario Rigual, uno de los compositores de la melodía —aseguró. Yo le manifesté abiertamente mi escepticismo; Carlos, por su parte, sonreía, aún nervioso, recordando quizá el incidente de hacía unos minutos. Y acompañando sus palabras, como un asombroso prestidigitador, el recién llegado de pronto tuvo entre sus manos papeles y credenciales con fotografía y sellos, que extrajo de su cartera y colocó frente a nosotros, los cuales confirmaban su identidad.
Sorprendidos y ya un poco menos inquietos, por el efecto de los tragos, continuamos charlando hasta que uno de los últimos meseros, que siempre se quedaban hasta el final para atender a los rezagados, con la esperanza de una propina extra, con firme amabilidad, pasadas las dos de la mañana, nos anunció que ya era realmente la hora del cierre. Vertió nuestras bebidas en vasos de plástico transparente y con ellas en mano, descendimos hasta la salida.
Recuerdo particularmente esa noche que pudo resultar trágica en el 303, porque el propio Mario Fausto Rigual Rodríguez, nacido bajo el sol cálido de Antilla, un pequeño municipio en la Provincia de Oriente, en Cuba, el 19 de noviembre de 1922, nos hizo entonces partícipes de su propia historia y nosotros, como reconocimiento, le procuramos dos o tres tragos más, al hasta hacía unos cuantos minutos, desconocido e inoportuno personaje.
Él junto con sus hermanos Carlos y Pedro, y el compositor argentino Carlos Albert Martinoli, le habían dado vida a una de las canciones más emblemáticas de la música latina que originalmente compuso el nicaragüense Rafael Gastón Pérez y le valieron al trio de hermanos Rigual, múltiples premios y reconocimientos.
Al despedirnos, le preguntamos cómo planeaba regresar a su casa. Él respondió que no necesitaba un taxi, ya que tenía su coche estacionado a un costado del restaurante. Cruzamos miradas desaprobatorias con Carlos y decidimos que dejarlo conducir en ese estado sería una total irresponsabilidad de nuestra parte.
En la calle, a esa hora, reiteramos la avezada idea de tomar un taxi en la calle o llamar a uno de sitio, desde un teléfono público. Él se negó rotundamente a esas dos alternativas. Le preguntamos entonces su dirección y descubrimos que Mario Rigual vivía a unos diez o quince minutos del restaurante, por lo que decidimos llevarlo nosotros mismos.
Carlos se subió a su bien cuidado y austero Mercedes Benz 180, modelo 1961, color verde, y nos encaminó hacia la casa del hombre. Atrás de él, yo manejaba el coche del compositor, quien viajaba de copiloto. En pocos minutos llegamos hasta el lugar, quizás nos pasamos unos metros, pero finalmente nos estacionamos frente a la entrada.
Toqué el timbre y escuché, a través del interfon la voz malhumorada de una mujer que sonaba juvenil. Le expliqué que traíamos a su esposo en el coche y que por favor bajara a recibirlo. Ella, visiblemente molesta, me respondió de forma muy áspera, quejándose de que todo el tiempo ocurría lo mismo.
—Siempre lo traen borracho— reiteró. Sin querer prolongar la conversación, ni darle más explicaciones de lo sucedido, le dije a través del aparato, que lo acabábamos de conocer y humanitariamente habíamos hecho el favor de traerlo a casa.
Cuando la mujer que no representaba más de cuarenta o cuarenta y cinco años abrió la puerta, vestida con una bata, furioso por la recepción, yo apenas la miré; con displicencia le entregué las llaves y me marché sin más.
Sólo volví al coche para despedirme del hombre, quien, a pesar de todo, apenado por lo sucedido en ese momento, reconoció sinceramente el haberlo llevado a casa.
—De verdad, gracias por haberse molestado; dígale a su cuñado que se los agradezco mucho —me comentó, dándome la mano.
Subí al Mercedes de Carlos y partimos.
Esa fue la primera y última vez que lo vi. Mario Rigual, de Cuando calienta el sol, fallecería en octubre de 2017, en la Ciudad de México, muchos años después de que el 303 hiciera lo propio.