Número cero/ EXCELSIOR
Las revelaciones sobre espionaje del Ejército y la masacre de jóvenes en Nuevo Laredo bajo fuego de soldados ponen en primer plano el lado oscuro del poder militar. De los gobiernos civiles por claudicar ante su creciente empoderamiento sin sujetarlos a controles democráticos. Y de la Corte por omisiones para fijar los límites de su actuación en seguridad y otras tareas estatales por la vía de hechos consumados.
En esa parte oscura están los rasgos que la política trata de ocultar para que no contraste con su lado luminoso. Ahí se entrelazan instituciones y leyes con la Realpolitik de las tramas opacas e informales. Ésta es su peor cara, como descubre una investigación de la organización R3D y un conjunto de medios sobre la vigilancia ilegal a defensores de derechos humanos y periodistas en el actual gobierno. Su descubrimiento comprueba, por primera vez, que el Ejército espió a ciudadanos que lo indagaban con el aval del alto mando.
El lado oscuro del poder despierta temor e incertidumbre. Sobre todo, cuando se observa de uno que actúa en los hechos sin contrapesos firmes, como se caracteriza a los estados militarizados. Ése es el riesgo latente desde que salieron de los cuarteles con el gobierno de Calderón para encargarse de la seguridad pública y continúa por el impulso de sucesivos presidentes y Congresos hasta hoy. Pero es cada vez más difícil dejar de verlo a la luz de la masacre de Nuevo Laredo, el espionaje al activista de derechos humanos Raymundo Ramos cuando los investigaba por ejecuciones extrajudiciales en Tamaulipas, y las escuchas ilegales del Centro Nacional de Inteligencia.
El respaldo a las Fuerzas Armadas en seguridad y a su participación en otras actividades estatales (aduanas, aeropuertos e infraestructura) es masivo. Según las encuestas podría alcanzar a 75% de los mexicanos, por lo menos hasta el año pasado cuando se aprobó la reforma para prolongar su estadía en la calle hasta 2028. La confianza po
pular es su lado más luminoso y del que echa mano el Presidente para distinguirlas de las dictaduras latinoamericanas por ser “pueblo bueno uniformado”. El Ejercito ha sido su ariete para acabar con la Policía Federal y crear en su lugar la Guardia Nacional como antídoto contra la corrupción policiaca.
Por eso no lo toca ni con el pétalo de una declaración, al contrario de casi cualquier mortal. El Ejército se ilumina del fracaso de los civiles y de la pérdida del Estado del monopolio de la violencia. Pero ni siquiera eso puede justificar la aparición de enclaves autoritarios dentro de él. Eso es lo que justificó el Presidente con su aval a las escuchas ilegales para lo que llamó “trabajos de inteligencia”, sin una orden judicial, como hicieron los gobiernos anteriores con Pegasus. López Obrador prometió que en el suyo no cabría esas prácticas “ilegales” e “inmorales”, que así calificó para distinguirse del pasado más que de esas prácticas. Ahora, atrapado en la contradicción, prefiere cargar contra la prensa y defender que investigarlos es ponerse contra él y disputarle la agenda.
Como en el caso del hackeo de Guacamaya Leaks, el Presidente cierra filas con el Ejército y rehúye que el responsable del centro de inteligencia, el general Audomaro Martínez, dé explicaciones. Si la complicidad de los gobiernos civiles abrió el riesgo de su empoderamiento, las omisiones de la Corte y su dilación para juzgar los límites constitucionales de la militarización crean condiciones para su normalización. El máximo tribunal ha retrasado y evitado pronunciarse sobre la política de seguridad del gobierno, aunque eso suponga en la práctica avalar normas impugnadas como inconstitucionales.
Entre sus grandes pendientes está la revisión de leyes clave para el funcionamiento de la militarización de la seguridad como el Código de Justicia Militar y el Código Militar de Procedimientos Penales, la Ley de la Guardia Nacional y el Acuerdo militarista de 2020. Sobre los que deberá pronunciarse cuando ya han cobrado realidad por su curso en el terreno de los hechos.
Todos los Estados realizan actividades de inteligencia, pero en los democráticos son contenidas por los civiles y controles democráticos. La excepcionalidad equivale a aceptar vivir en el lado oscuro de la política, donde terminan silenciadas las libertades. Por eso, en efecto, no puede haber ningún proyecto de transformación que avance con el peor rostro del poder. ¿Tomará ya cartas en el asunto la Corte?