NÚMERO CERO/ EXCELSIOR
Gobernar para comunicar y comunicar para gobernar. El estilo personal de López Obrador se propulsa con la gestión diaria de discursos confrontativos y expresiones radicales, que suelen opacar hechos o dibujar realidades paralelas a las que dan cuenta, bien y mal, medios y periodistas. Con su modelo de comunicación política circular ha cambiado ritos, creado símbolos, liberado el verbo presidencial de viejos cartabones y ventila temas soterrados directo con la sociedad, pero, ¿ha mejorado la discusión pública y consensos de asuntos comunes? A la mitad de camino del sexenio, el debate público es violento, polarizado en mensajes beligerantes y sin real retroalimentación como ruido en la red.
La 4T asume la división que deja la comunicación presidencial como costo inevitable para vencer resistencias a su proyecto, pero también resulta muy conveniente para conservar clientelas electorales. La última innovación de este modelo es el estreno del espacio Las mentiras de la semana, dedicado a desmentir en la mañanera informaciones falsas y calumnias de mala fe; y que, en los hechos, funciona como una hoguera de Torquemada para denostar medios y estigmatizar periodistas. Vivimos, en efecto, en sociedades multimedia con comunicación circular, pero la iniciativa se parece más bien a la bula papal que creó la Santa Inquisición con dependencia directa a la Corona para contrarrestar la amenaza de distorsión religiosa de conversos de mala fama, en este caso, de los dogmas de la transformación.
¿Pierden credibilidad los medios en esta especie de tribunal de la verdad? ¿Gana autoridad el gobierno con la tutela mediática? El Presidente despliega su modelo aprovechando falencias y desconfianza de la sociedad no sólo hacia las instituciones, sino también a los medios. En malas prácticas de soborno, popularizadas en la cultura política como el chayote, encuentra el espacio para justificar acoso o intimidación bajo la vindicación del derecho de réplica. Los acusa de “bajo nivel moral” y que el país atraviesa el peor momento del periodismo, pero sin cambiar controles que, igual que los gobiernos anteriores, son responsables de esas debilidades, como el manejo discrecional de la publicidad oficial. Y que, sobre todo, le permite conservar la zanahoria y ahora también el garrote verbal, en una estrategia de guerra focalizada contra críticos al cambio de régimen. Sus estrategas tienen muy presente el rol clave de los medios en el desgaste de otros gobiernos por denuncias de corrupción. Por eso, en lógica conspirativa, su atención prioritaria está en el abuso de conversos en que se oculta la defensa de privilegios de intereses económicos, no obstante que la libertad de expresión es, por definición, plural y diversa.
La confrontación puede ser también una oportunidad para cambiar el modelo de negocio, fortalecer la independencia y elevar la calidad periodística, no obstante que la comunicación circular es desigual y asimétrica. Primero, porque el Presidente concentra muchos más recursos del Estado para hacer de la comunicación circular una bola de fuego para quemar “corruptos y rastreros”. Y, segundo, porque la defensa de la quema de los culpables por noticias o informaciones falsas es legitimar la violencia como necesidad espiritual para la exigencia de revolucionar las conciencias. El viejo martillo de los herejes no cabe en ningún estándar democrático y su uso degrada el debate público.
A los medios los tomó por sorpresa el regreso del péndulo desde el poder que tuvieron con gobiernos anteriores hasta el presidencialismo fuerte de hoy. A la fecha la pregunta es cómo no caer en el juego y evitar engancharse en una confrontación que, a un mismo tiempo, alimentan y son víctimas. Algunos se empeñan en la confrontación, otros denuncian los ataques ante organismos internacionales como la CIDH, y pocos se agrupan para defender al gremio con la mejor arma frente a los ataques: elevar la calidad. Mientras, muchos siguen muriendo por la violencia.
Todos perdemos con la dinámica circular porque expone que el gobierno percibe a medios y periodistas como amenazas. Pero éstos se equivocarían si ante ello se asumieran como oposición, aunque en el debate público casi todo es político. Engancharse en ese tren puede parecer atractivo, sobre todo ante la debilidad de los partidos, pero no dejará más que confusión de roles ya de por sí suplantados cuando la reivindicación del derecho de réplica o la libertad de expresión la hace el poder.