ME HAN ATACADO POR CRUEL Y DÉSPOTA, NO POR SER MAL DIRECTOR, ASEGURABA ENRIQUE BÁTIZ
Enrique Bátiz Campbell, el director de orquesta mexicano, murió este domingo, a los 82 años. Dirigió más de 500 orquestas, grabó 150 discos y marcó el mundo con su batuta. “En mi orquesta, nadie tiene derecho a equivocarse”, me dijo una vez, los ojos fijos, la voz como un acorde preciso. En un país que tapa sus fallos con excusas, él era un desafío constante. Lo admiraron, lo temieron, lo insultaron, lo acusaron y lo odiaron, pero nadie lo pasó por alto
Mi primer encuentro con Enrique Bátiz ocurrió en 2002, una noche cargada de tragos, en una casa del Pedregal. La mesa vibraba con voces dispares: artistas, escultores, pintores, hombres de negocios, y hasta un político perdido, sin rumbo. Bátiz estaba allí, su figura recortada contra la luz suave; era un hombre que ocupaba el espacio sin intentarlo. Las copas circulaban profusamente, y un comentario suyo, bastante hiriente sobre periodismo, tomó de pronto un giro áspero en el cual me enganché. Él disparó primero: los periodistas, sobre todo los jóvenes eran, en su opinión, ignorantes, casi analfabetas, frívolos y trepadores —dijo—. Respondí con la misma carga y me burlé de su necesidad de reflectores.
Le restregué que como era un director venido a menos, para comer tenía que buscar hasta patrocinios como el de la tarjeta American Express —con el pegajoso slogan de «𝘯𝘰 𝘴𝘢𝘭𝘨𝘢 𝘴𝘪𝘯 𝘦𝘭𝘭𝘢»—, para obtener algo de qué vivir. “Eso sí que es plena mediocridad” —le dije frente a todos. Las palabras y nuestras miradas, se cruzaron como rayos ardientes. El tono subió. Sus insultos menudearon y se intensificaron, pero mi mentada de madre le pegó con mayor fuerza.
Nos pusimos de pie. Al más puro estilo de cantina, quedamos que arreglaríamos las cosas afuera. No creí que aceptara. Distinguí cierto temor en sus ojos cuando me puse de pie y comprobó que yo era más joven, fornido y alto que él. Una vez en la puerta, bajo un faro mercurial que arrojaba sombras largas sobre el portón de metal multicolor, estuvimos a un milisegundo de los golpes, pero nos separaron los otros invitados, con manos y brazos firmes; la furia aún latiendo en mí. Como despedida le di un pequeño empujón en el pecho, con la palma de mi mano, que lo echó hacia atrás y lo hizo trastrabillar. Y ante lo agrio que se había transformado el ambiente, opté mejor por despedirme y marcharme.
Días después, mi teléfono sonó. No identifiqué el número, pero aún así respondí. Era él. “Mi querido y joven periodista —reiteró, no sé si con sorna—, habla Enrique Bátiz; quiero disculparme por lo de la otra noche y reconocer que me pasé; pero usted también, no se queda atrás, se enciende muy rápido”, me dijo. Finalmente, como desagravio y muestra de buena disposición, al cabo de unos minutos de más explicaciones, me invitó a platicar tranquilos, en su casa, con un café y un tequila de por medio, si así lo consideraba.
Lo pensé. Sabía que, en extremo, había sido más cuestión de tragos que otra cosa. Acepté y fui. Me recibió con una botella de tequila y otra de vino tinto francés, y una sonrisa que era a la vez reto y tregua. Luego, vinieron muchos más encuentros y otras tantas llamadas. “Hazme un gran reportaje. Acompáñame a una presentación, escucha y ve cómo dirijo y al final, hacemos una entrevista formal; platica también con mis músicos, habla con ellos, escribe lo que te digan y si puedes, fotografíame riendo, porque dicen que nunca me río¬”, pautó. Lo hice como me lo pidió. Le agradó mucho.
Cuando el reportaje salió publicado, le obsequié un centenar de ejemplares de 𝘎𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘚𝘶𝘳 / 𝘓𝘢 𝘳𝘦𝘷𝘪𝘴𝘵𝘢 𝘥𝘦 𝘔é𝘹𝘪𝘤𝘰. En reciprocidad, Bátiz casi llenó mi estante con su colección de discos. Así se diluyó una disputa de tragos, con nuevos tragos, y se forjó una relación que me permitió conocer al hombre tras el polémico director de orquesta “que muchos aseguran es un mamón, pero no un pendejo” —me dijo, sincero. Compartimos vivencias de todo tipo; la confrontación inicial se volvió finalmente de respeto mutuo.
Años después, cuando salió a luz el caso controversial de la violinista suiza que lo señaló de acoso, le volví a llamar. Me respondió dolido: “Se aprovecha de que no puedo reaccionar bien por mi estado de salud. Quiere reflectores”, me dijo entonces.
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Nacido en la Ciudad de México en 1942, su vida fue una sinfonía de extremos: más de 500 orquestas dirigidas, 150 discos grabados, un legado que retumbó desde Londres hasta México. Formado en la implacable escuela Juilliard de Nueva York, egresó también como pianista del Conservatorio de Varsovia. Tocó en México y Europa y luego se convirtió en director. Fundó la Sinfónica Juvenil de México en 1970 y la del Estado de México en 1971, que rigió casi sin pausa. Encabezó la Filarmónica de la Ciudad de México de 1983 a 1989. Desde 1984, fue huésped de la Real de Londres
Su batuta era precisa; su carácter, un vendaval. “En mi orquesta, nadie tiene derecho a equivocarse”, me dijo una vez, los ojos fijos, la convicción tallada en cada sílaba. En un país que excusa sus fallos, él era un desafío vivo.
A los 5 años, Enrique Bátiz tocaba el piano con una facilidad que impresionaba. A los 60, su familia ya tenía un santo —martirizado en 1926— y él había elevado la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM) a un pedestal. La dirigió de 1971 a 1982, luego regresó unas temporadas. Cesó en 2018. “No hay otra igual en Latinoamérica”, afirmaba, y los hechos lo confirmaban: 41 discos con la Royal Philharmonic, 9 con la London Symphony, un catálogo que Europa aplaudía mientras México dudaba.
Era un perfeccionista feroz. La mediocridad lo sacaba de quicio. “Me atacan por cruel y déspota, no por mal director”, me dijo en su estudio, la luz cortando su rostro en sombras duras. “Juzgan mi carácter, no mi obra, como a María Félix, aunque ella jugaba en otra cancha”. Sus detractores lo veían como un ogro; él se defendía: “Sin mi rigor, la OSEM no sería nada”.
La polémica era su sombra. “Han tejido mentiras y exageraciones”, insistía. En los ensayos, si una cuerda fallaba, su grito cortaba el aire: “¡Toca lo que está escrito, no seas idiota!”. Los músicos temblaban. Algunos se quebraban y se iban. Otros resistían y crecían. “Somos 90 y los presiono a diario. Aquí solo caben los buenos” —repetía.
𝗠𝗶 𝗼𝗿𝗾𝘂𝗲𝘀𝘁𝗮 𝗻𝗼 𝗲𝘀 𝘂𝗻 𝗰𝗹𝘂𝗯
Le pregunté una vez, frente a un café frío:
—¿Qué no toleras, Maestro?
—Nada que esté mal —respondió, tajante—. Fuera de la música, soy amigo de todos. Dentro, no hay tregua. Mi orquesta no es un club. Si tocan mal, los mando a estudiar. Si repiten, los mando más lejos.
No exageraba. “Por ejemplo, si estoy dirigiendo y de repente alguien del área de las cuerdas toca una sola nota donde no va, yo lo corro; hay quienes verían exagerado que lo hiciera porque se trató de una sola nota. Yo no lo creo así, porque en México la gente tiene la filosofía de que todo mundo tiene derecho a equivocarse y yo pienso que no. En mi orquesta nadie tiene derecho a hacerlo y eso se los repito constantemente.
“En nuestro país los errores son rutina. A mí me revientan. Una nota fuera de lugar es una traición, no un descuido. Como si un cocinero me diera un plato con una mosca y esperara que lo aplauda”. Su lógica era metal puro. Su paciencia, sólo un mito.
Pero también se reía de sus fallos. A los 29 años —me contó—, irrumpió en el edificio del celebérrimo Excélsior para enfrentar a Julio Scherer en su propia oficina. Un reportero lo había llamado “epiléptico” y fue a quejarse personalmente.
“Le dije que su periódico era una basura y que se fuera al diablo”, me contó, la risa resonando en la sala. Scherer lo calmó, lo escuchó y terminaron como amigos. “Me enseñó que el grito no siempre manda” —dijo.
En el podio, sus errores eran escasos. “Cuando fallo, la orquesta chifla y grita ‘¡lo agarramos!’. No puedo exigir si no me exijo”. Dirigir era su ritual. “Soy como un médium. Conecto a los músicos con el compositor. Nos entendemos sin rodeos”.
—¿No se ofenden con sus gritos?
—No sé. Si les pesa, hay otras orquestas a donde pueden irse.
Esa franqueza lo hundió a veces.
Tenía una cuenta pendiente. Nunca dirigió la Orquesta Sinfónica Nacional. “Me hicieron una propuesta hace poco” —contaba entonces, hace ya más de dos décadas—, “pero me vetaron porque no les caía bien, como si dirigir fuera sólo sonreírles”, dijo, el desprecio goteando en cada palabra. Les preguntaron a los músicos si lo querían como director huésped por unas semanas. De 82, 48 músicos dijeron que no y 26 sí; el resto, se abstuvo. Los números lo golpearon, pero no lo quebraron.
“Me dolió. No me conocían y me descartaron. He dirigido 500 orquestas, pero no esa. Tampoco me quita el sueño”, decía, la voz firme, casi desafiante. “A Carlos Chávez le fue peor. Nadie votó por él, y eso que ya habían trabajado juntos. A mí ni me conocían”. Se encogía de hombros, como si el rechazo fuera solo un ruido lejano.
Su vida personal era un campo minado. “Mi primera mujer me dejó hace 20 años”, admitió entonces, sin rastro de arrepentimiento, al lado de la joven polaca con la que convivía en esa época. A sus hijos los talló con mano dura. Su hija ganó el premio Miguel de Unamuno en España, segundo lugar entre mil 850. “Le dije que debió ser primera”. Su hijo sacó 9.4 en el ITAM. “Le dije que me fallaba. Menos de 10 no sirve”.
—¿Por qué tan severo?
—Porque no acepto que me digan que algo no se puede. Es cobardía.
La pasión lo devoraba. “He vivido al límite, y eso me ha hecho”. Su legado musical era su fortaleza. Quería lanzar 100 discos en México con Lusan. Empezó con 5. “La clásica aquí es el 1 por ciento del mercado. Por cada 100 de Luis Miguel, yo apenas vendo uno. Grabé esos 100 discos en 20 años. Que el público decida”.
𝗥𝗲𝗰𝗵𝗮𝘇ó 𝗼𝗳𝗲𝗿𝘁𝗮𝘀 𝗽𝗮𝗿𝗮 𝗮𝗿𝗿𝗲𝗴𝗹𝗮𝗿 é𝘅𝗶𝘁𝗼𝘀 𝗽𝗼𝗽𝘂𝗹𝗮𝗿𝗲𝘀
Bátiz se mantenía firme en sus principios. “Fui congruente con lo que pienso, con mi rumbo”, decía, la voz segura, sin titubeos. Hizo conciertos masivos en auditorios del mundo, pero nunca cruzó la línea de lo comercial. “No me acerco a eso que llaman popular”, afirmaba, y luego, sin atacarlos directamente, apuntaba a Plácido Domingo y José Carreras. “Hicieron algo notable. Vendieron sus voces en arreglos simples, si quieres llamarlos así, y cobraron hasta cinco millones de dólares, casi como Mike Tyson”.
Él veía un costo en eso. “Pocos pueden hacer algo así sin perderse”, decía, el gesto serio. Sus discos salían cada año en el extranjero, un eco constante en Europa y más allá. En México, nada. “Aquí no se editan”, señalaba, la amargura contenida. Le pregunté una vez, en su estudio
—¿Ocurre eso de que nadie es profeta en su tierra?
—Me da risa. Siempre dije que primero hay que hacer y luego hablar. El que habla de más no cumple y queda mal. Yo voy al revés.
𝗘𝗹 𝗦𝗮𝗻𝘁𝗼 𝗳𝗮𝗺𝗶𝗹𝗶𝗮𝗿
Tenía un santo en la familia. San Luis Bátiz, su tío, murió en 1926 en Zacatecas. “Lo despellejaron 12 horas por no negar su fe. Luego lo fusilaron. Me gusta esa historia”, dijo, los ojos vivos.
El virtuoso familiar nació el 13 de septiembre de 1870, en San Miguel del Mezquital, hoy Miguel Sauza, Zacatecas e ingresó a un seminario en Durango, carrera que fue sostenida por su hermano, el también cura Jesús Bátiz. El director me detalló que siendo de profunda religiosidad, Luis Bátiz tomó el cargo de director espiritual de los alumnos y secretario de la Sagrada Mitra, de cuya parroquia tomó posesión el primero de agosto de 1925.
Un año después, el sacerdote sería martirizado, pues prácticamente lo despellejaron en Chalchihuite, Zacatecas, a la edad de 56 años, en un lugar llamado Puerto de Santa Teresa, el 15 de agosto, por haberse atrevido a oficiar una misa pública.
Eran los tiempos de Plutarco Elías Calles —me explicó—, una época de persecución. Antes de matarlo, le exigieron que renegara de su fe, por lo que lo martirizaron cerca de 12 horas infructuosamente, y como no se acababa de morir, le dispararon a él y a los que lo acompañaban.
—Ahora entiendo que de alguna parte usted tenía que sacar lo necio.
—Necio, hasta la muerte.
—¿Cómo se dio el proceso de la canonización?
—Precisamente hace más de un año, me lo contó el Cardenal Norberto Rivera, quien sabía más de la historia de mi tío que yo. Un día, cuando pasaba muy parco, al lado mío, le dije: “Oiga Cardenal, mi Santo lo manda a felicitar a través mío. Y entonces, que se regresa muy intrigado a preguntarme: ¿y quién es su Santo? Cuando le conté, me aseguró: Oiga, usted está más cerca de Dios que yo, porque ya tiene el contacto directo”.
Era católico a su modo. “Practico la inmoralidad seguido. Si Dios nos dio cuerpo, ¿por qué no usarlo? Pecar no es el mal; no, arrepentirse, sí”.
—¿Cómo la lleva?
—Con verdad. Tengo un santo y sigo siendo mortal.
𝗟𝗮 𝗺ú𝘀𝗶𝗰𝗮 𝗹𝗼 𝗮𝘁𝗿𝗮𝗽ó 𝗱𝗲 𝗻𝗶ñ𝗼
—¿Cuándo le nació el gusto por la música?
—Mi abuela y mi madre daban clases de piano. Escuchaba y tocaba lo que oía y la música me atrapó; Euterpe me atrajo. Es algo que le puede suceder a cualquiera, no importa la edad. Yo creo en el destino, y aunque aprecio mucho los ritmos populares y las canciones, siempre quise dedicarme a la música clásica. Aprendí solo. Hoy, a los 61, con 55 años en la clásica, aún me siento un aprendiz” —me dijo.
“Al escuchar las canciones aprendí a tocarlas sin que nadie me dijera cómo. Eso es lo que se conoce como el método zuzuki, que se aprende a través de Euterpe. Por eso me parece lamentable encontrar que a algunas personas no les atraiga la música”.
—¿Por qué no ha grabado ningún disco con piano?
—Porque eso es lo que menos bien hago (se rió) la verdad, creo que porque estoy solito. Bueno, lo hago menos bien en este momento, en el sentido de la perfección que a mí me gusta. Me falta mi propio estándar—indicó.
El final llegó con un golpe sordo. En 2018, la violinista suiza Silvia Crastan lo acusó de abusarla en un hotel, en 1996. El escándalo estalló en redes, un huracán sin control. Bátiz dejó la OSEM, oficialmente con el clásico y manido argumento de “por motivos salud”. No hubo juicio, solo rumores. Hablamos por teléfono. “Ella se aprovechó de mi estado. Sólo busca fama”, me dijo, la voz baja, cansada. “No escribas nada, por favor. Luego te explico. No publiques esto, te lo pido”.
Después, en otra llamada, me contó su versión: ella lo había acosado, no al revés. “No quiero que esto salga. Guárdalo. Me difamaron otra vez”, murmuró esa mañana. Su imagen, ya maltrecha, se quebró más. “Si más adelante te pido que me ayudes a redactar una respuesta, ojalá y puedas, aunque ya no quiero que siga esto, porque la verdad me ha tenido muy deprimido”, insistió, con voz de desaliento. Fue la última vez que lo oí. Prometí no publicar nada sobre ella, ni tampoco sobre él. El escándalo quedó flotando, sin resolución legal y conforme pasó el tiempo, se difuminó hacia la nada, pero sin duda dañó fuertemente su prestigio.
Considero que Bátiz vivió como dirigió: sin pausas y muchas veces sin miedo. Su batuta marcó auditorios en Londres, Nueva York, México y muchos otros países. Cruda y directa, su varita de mando marcó cada nota. “He sido necio y lo seguiré siendo hasta el último día”, me repitió alguna vez. No mentía.
Se fue con un Santo en la familia, una orquesta en la cima y un escándalo en las alforjas, que dio mucho de qué hablar. Su historia no admitió grises: desafió el silencio, pero el silencio lo alcanzó finalmente ayer domingo. Y recordé que en un país que tapa sus fallos con excusas, él fue siempre un desafío constante.
A Enrique Bátiz, al Maestro Bátiz, lo admiraron, lo temieron, lo insultaron, lo acusaron y hasta lo odiaron y confrontaron —y me consta, porque lo viví personalmente—, pero nadie lo pasó por alto, ni siquiera la muerte.