NÚMERO CERO/ EXCELSIOR
El silencio del Presidente sobre el escándalo Scherer-Gertz es letal para la justicia porque la deja hundirse en prácticas mafiosas. La intención de silenciar las denuncias del exconsejero jurídico, Julio Scherer, sobre extorsión, desde el poder, en grandes casos penales, compromete su palabra y la credibilidad de su gobierno. No puede dejar de fijar postura ante sus acusaciones contra la exsecretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, y el fiscal general, Alejandro Gertz, sin arriesgar su promesa de transformación.
Las acusaciones y denuncias son graves, pero las deja pasar sin explicar sus riesgos y consecuencias perjudiciales, como si se tratara de un vulgar asunto de barandilla de abogados leguleyos. Le parece suficiente castigo que sus pugnas políticas se hayan hecho públicas, como si bastara como sanción a conductas que configuran posibles delitos entre tres de las personas que mayor poder han tenido en su gobierno, sin reparar en el daño a la reputación de la 4T y de la justicia.
El Presidente dice “no me quiero meter en esas diferencias”, como si pudiera ser ajeno o reducirse a un conflicto entre particulares que, en todo caso, corresponde investigar al Ministerio Público. La responsabilidad política del gobierno es del jefe del Ejecutivo, quien nombró a todos los implicados en el primer círculo de su administración, incluido el fiscal, al que sólo él puede remover del cargo.
En efecto, la ley orgánica de la primera Fiscalía autónoma dejó en manos del Presidente su propuesta de nombramiento y remoción, con el respaldo de la mayoría calificada del Senado. Por eso no puede refugiarse en el silencio o minimizar como un asunto de “escándalo y sensacionalismo” de los medios, sin abrir la especulación de compromisos opacos o información comprometedora con el fiscal. Dejar de fijar posición no evita el daño por acción u omisión en un caso que, además, compromete la narrativa presidencial sobre el fin de las prácticas mafiosas en el poder de gobiernos anteriores, a los que, en este caso, no puede endilgarles la culpa.
Entre éstas, acusaciones sobre despachos de abogados que trafican influencias y extorsionan con la promesa de beneficios del poder, como denuncia desde la cárcel Juan Collado, el poderoso abogado de la “élite”. Junto con el gravísimo asunto del espionaje al fiscal, que sitúa el escándalo al nivel de amenaza a la seguridad interior y que podría haber salido del mismo gobierno. Vale recordar que la omerta es el código mafioso que prohíbe informar de actividades delictivas y que, en el caso de servidores públicos, constituye delito.
La trama es muy compleja. Scherer, en un testimonio escrito, acusa a Sánchez Cordero y a Gertz de confabularse para perseguirlo con un “modus operandi” de extorsión repetido en los casos penales más grandes del sexenio, como el de Juan Collado, la cooperativa Cruz Azul o Viaducto Bicentenario. Por su parte, Gertz acusa también una “extorsión” mediática por la filtración de una grabación cuyo contenido —confirmado por él— revela abuso de poder contra su familia política en el caso de Alejandra Cuevas. Y Sánchez Cordero dice confiar en la investigación de la Fiscalía, juez y parte en este caso, además de situarse en el lado de la confabulación que denuncia Scherer.
¿Quién puede investigar estas acusaciones para que no quede en un careo entre Scherer y Gertz, que es lo que propicia el silencio presidencial? El fiscal, como ahora piden legisladores de Morena, tendría que separarse del cargo, al menos, mientras se investigan las denuncias porque el procedimiento estaría viciado si él resultara su propio juez.
Su actuación está severamente cuestionada por tratar de mantener en prisión a Alejandra Cuevas, quien podría salir libre gracias a un fallo de la Corte si no encuentra delito en la acusación de homicidio por la muerte del hermano del fiscal. Ello supondría un duro revés a Gertz y a la promesa de acabar con el abuso de poder en la procuración de justicia con la autonomía de la Fiscalía. Pero sería mucho más grave para el gobierno sostenerlo con el silencio de quien ve transgredir la justicia y no acude a denunciarlo. Este es el mayor dilema que enfrenta el Presidente, acabar por ser rehén de las circunstancias por administrar el conflicto o tomar el pulso de los signos vitales de la justicia porque, sin ella, ningún cambio de régimen puede llevar más que a la decepción.