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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

En una República democrática es más que un equívoco creer que un Presidente puede “encarnar” a la patria o al pueblo, por mayor que sea su popularidad. Los problemas del Presidente no son consustanciales a los del país, así como tampoco los posibles conflictos de interés de su gobierno son responsabilidad de los mexicanos, ni siquiera de opositores, aun cuando los usen a su favor. La tentativa de presentar una figura política como la personificación de la nación promueve y dirige a equivocación, la más grave, desactivar el debate público y acotar la posibilidad de impugnarlo.

Esta reflexión proviene del azoro por el posicionamiento de Morena en el Senado para respaldar “incondicionalmente” al Presidente, en el marco de un debate sobre la creación de una comisión que investigara un posible conflicto de interés de la llamada Casa Gris. La propuesta se desechó con sus votos, pero sus términos descubren el nivel de la polarización en el debate público, con posturas vinculadas al dogma y la identidad tribal: los opositores son mercenarios con intereses mancillados y traidores a la patria y al pueblo, dice. La crisis de la política es una crisis del lenguaje político.

El tono y manera es preocupante por venir de un poder cuya misión es discutir los asuntos públicos; y que, en los hechos, muestra la ausencia de diálogo político y, peor aún, un espacio donde se acusa con delitos penales como el de traición a la patria a quienes se opongan a la política del gobierno o cuestionen al Presidente, como si se tratara del verbo encarnado.

Morena condena como un ataque los escándalos que la Presidencia lleva dos semanas tratando de refutar con explicaciones cuestionadas, maquinaciones y victimización. De ahí el equívoco del cierre de filas en el Senado y de otras expresiones, como la carta de gobernadores morenistas en el estilo de la vieja “cargada” del poder para arropar al Jefe Máximo. Entender el derecho a impugnar como ofensiva contra el Presidente es tanto como creer que todos los problemas del país pasan por él y que realmente ninguno es tan relevante como proteger la figura que “encarna” a la nación.

La polarización, así, sirve para omitir problemas, neutralizar la crítica y evitar la rendición de cuentas, al reducir el debate a estar a favor o en contra del Presidente, como en un estado de guerra impermeable. Las denuncias sobre corrupción o conflicto de interés no son más que un clima de calumnias o la ofensiva de intereses mancillados, razón por la cual no hay lugar para explicar e investigarlos. El arte de tener siempre la razón no repara en trucos para acusar a quien nos lleve la contraria de padecer alguna enfermedad moral o mental contra la identidad ideológica. Un acto en el que no caben los problemas, aunque se desborden; ni las fallas del gobierno, aunque lo socaven y amplíen su crisis.

Incluso, la tentativa de culpar y perseguir periodistas no ha servido para superar el escándalo, entre otras cosas porque la protesta del gremio ha impedido que se opaque detrás del discurso de los enemigos de la 4T. En esa misma sesión, en el Senado, decidieron dar la espalda a los legisladores y, luego, en la mañanera, desistir de preguntar para reclamar la atención sobre la tragedia de asesinatos de periodistas.

El modelo de la polarización se radicaliza, como si la crítica fuera el espacio para apalear a un perro rabioso y advertir de su amenaza. No hay lugar para discutir la narcoguerra en Michoacán sin verse como tarascada al gobierno ni la falta de crecimiento como arma arrojadiza contra la 4T, menos aun explicar e investigar la colusión de intereses alrededor de la familia presidencial sin tomarlo como víctima de una campaña de sus adversarios. Ningún problema parece más importante que preservar el poder simbólico del Presidente para dictar agenda y mantener la legitimidad de su discurso anticorrupción, al punto de pretender elevarlo a un dogma, como el de la encarnación.

Pero como el debate público funciona mal con misterios religiosos y necesita argumentaciones, la defensa del escándalo parece la de un alma atrapada en un cuerpo que no le corresponde o, al menos, que no cabe en la profesión de fe de Morena de estar a salvo de la corrupción y el privilegio de su mito fundacional.