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El mayor problema de algunos economistas y no pocos periodistas, así como de muchos políticos, es creer que vivimos una crisis económica en vez de un parón por decreto de Estado.

No puede haber crisis económica sin biografía. Todas inician antes de que las personas puedan darse cuenta del carácter de sus precursores. Siempre hay fenómenos económicos y sucesivas decisiones políticas que al final llevan a una crisis.

No conviene confundir un parón económico por decreto con una crisis económica. El primero es consecuencia de una decisión de gobierno, mientras el segundo es resultado de una compleja relación entre múltiples factores, con frecuencia estructurales, acumulados paulatinamente.
Este asunto no tendría relevancia si no fuera por la necedad de analizar la caída decretada de la producción y los servicios a través de métodos y herramientas surgidos de las crisis económicas. Como se trata de dos situaciones diferentes, se ha producido un problema epistémico. Es decir, hay formas diferentes de conocer una realidad nueva sólo aparentemente igual a otras anteriores. Mas la baja del PIB en la dimensión en curso, como producto de un decreto, no es un fenómeno desencadenado y desencadenante.

La mitad de los empleos suspendidos durante tres meses se recuperó en un mes. Pocos creyeron que eso pudiera ocurrir porque sólo recuerdan las crisis económicas, pero no los parones decretados por pandemia, el último de los cuales quizá fue en 1918.

No obstante, frente a la baja de la producción y los servicios se sigue proponiendo que el gobierno se endeude mucho más de lo programado para cubrir la entrega de inusitados subsidios fiscales y ofrecer garantías sobre créditos privados. Desde las oposiciones, nadie propone que se invierta más en infraestructura. Por el contrario, se quiere que se desinvierta en los proyectos en curso en aras de brindar subsidios en el pago de impuestos.

La idea de un mayor endeudamiento público sigue en la primera línea de la discusión doméstica debido a la insistencia de la patronal y de las oposiciones políticas. Esto ocurre sin que los proponentes consideren la prohibición constitucional de contratar crédito para cubrir gastos que no sean de inversión productiva.

Como la Constitución no sirve para los propósitos del endeudamiento extraordinario, veamos si el nuevo mega crédito propuesto pudiera ayudar a la economía a mediano plazo. Los activos de mexicanos en el exterior, menos los activos mexicanos en poder de extranjeros, incluida la deuda correspondiente, tiene un déficit de 52.1%. O sea, los mexicanos tienen afuera poco menos de la mitad de lo que poseen los extranjeros en activos mexicanos (Posición de Inversión Internacional Neta –NIIP-). Menos mal que no estamos en el déficit de 73.5 que tiene España, cuya deuda pública ya rebasó el 100% de su PIB.

Esta situación es “manejable” a la luz de otros indicadores, según consideran los analistas del Fondo Monetario Internacional (FMI). Sin embargo, la prima de riesgo neta de la deuda de México es muy alta, mayor que la de España. Eso es lo que le duele a los mexicanos porque pagan más por lo mismo. El FMI parece soslayar que las migraciones de capital desde México no regresan al primer estímulo pues se realizan pensando en un futuro indefinido, como lo ha demostrado la escasa respuesta a las amnistías fiscales ilegalmente decretadas por el gobierno anterior. Además, los bonistas domésticos se comportan con frecuencia como externos, así que los acreedores del Estado mexicano residentes en México pueden al día siguiente aparecer con una cuenta en alguna financiera estadounidense, como si fueran extranjeros, lo cual se observa con harta frecuencia desde aquel 1982, cuando “ya nos saquearon”. Tenemos mercados integrados pero muy diferenciados.

El mismo FMI insiste, respecto de México, que “los grandes pasivos brutos de la cartera extranjera (y buena parte de la nacional, habría que agregar) son fuente de vulnerabilidad en situación de volatilidad financiera global.” Lo sabemos de sobra.

Al margen de esta situación, el NIIP no es tan malo para un país como México. Sin embargo, ayuda a generar unas tasas de interés usurarias. Cuando en Europa y Estados Unidos el interés ronda el cero por ciento, México, con 3% de inflación, tiene una carga pesada que ha orillado a un superávit primario en el presupuesto, lo cual indica que el Estado está recogiendo de la sociedad más dinero que el devuelto a ella. Todo en aras de contener la carga de la deuda que tiende a reproducirse incesantemente por sí misma. La cuestión no reside en cuánto debes sino en cuánto pagas de intereses. Si se decreta una explosión del débito, pronto habrá otra del pago de altos intereses y, entonces, se tendrían que reducir inversiones públicas y gasto social. Ya está cantado por parte de varias calificadoras internacionales que México perderá el próximo año el grado de inversión debido al débito petrolero, es decir, aconsejarán no adquirir y deshacerse de bonos mexicanos.

El crédito neto es un anticipo de ingresos y, en términos económicos (empresarial o estatal), la ocasión de ampliar la inversión siempre que su resultado permita cubrir el llamado costo financiero (compartir ganancias con los dueños del dinero), pero, al mismo tiempo, dejar puesto un valor mayor. Si, por el contrario, el monto de los intereses rebasa la ganancia, entonces se trabaja exclusivamente para el prestamista y se arroja una pérdida. Este problema se resuelve en el plano de la economía pública cuando los empréstitos detonan el crecimiento, en forma directa o indirecta, para generar más producción y, por esa vía, una mayor masa de impuestos, siempre por encima de los intereses pagados.

Pero eso es justo lo que no ocurre cuando el Estado destina el débito a cubrir consumos improductivos. Es por tal razón que esto último no está permitido en la Constitución, la cual, al respecto, siempre fue violada.

El Fobaproa (IPAB) fue un nuevo endeudamiento por 100 mil millones de dólares, absolutamente inconstitucional. Deudas privadas convertidas en públicas por decreto del Congreso. ¿Cómo se “detonó” la economía? De ninguna forma, como no fuera con una restricción del gasto programable. La alternativa no era dejar que los dos bancos grandes que seguían vivos quebraran finalmente, sino que los activos inyectados por el gobierno no fueran regalos sino inversiones públicas en acciones bancarias sin derechos corporativos, cuyas regalías se acumularan hasta el momento de su amortización. Con el resto de los bancos que sí quebraron, el Estado formaría uno solo para resarcir quebrantos a través del tiempo. Esas propuestas, las cuales presenté en la Cámara de Diputados, fueron consideradas estrafalarias, según afirmó José Ángel Gurría, entonces secretario de Hacienda. Japón y, luego, Estados Unidos sí hicieron eso con medianos resultados, pero al menos no perdieron tanto como México. Más de 20 años después seguimos pagando intereses mes con mes, pero Bancomer y Banamex (BBVA y City Bank), poseedores de bonos Fobaproa, disfrutan de enormes ganancias, porcentualmente mayores que las de sus sedes en Madrid y Nueva York. En México no hemos tenido banca propiamente dicha sino usura. Así funcionan los esquemas monopólicos con ausencia de regulaciones del Estado.

El FMI, el cual también ha estado indicando que México tome crédito internacional, plantea que el gobierno lleve a cabo dos acciones: 1) reformas fiscales inclusivas y a favor del crecimiento, y 2) revitalizar las reformas estructurales a mediano plazo para mejorar la competitividad y el clima de inversión.

En el primer tema, el Congreso debería revisar los gastos fiscales para eliminar viejos privilegios que nunca se han justificado. Sin embargo, la política del gobierno aconseja esperar para hacer un ajuste en las tarifas sobre la renta, hacia arriba en los ingresos altos y a la baja en los medios.

En cuanto al segundo tema, sería muy difícil que cuando Pemex tiene ya un 23% de rendimiento (antes de impuestos y costo de la deuda), frente a 17% de Chevron, 12% de Total y 10% de ENI, BP, Repsol y Exxon, tuviéramos que volver a intentar matar a la gallina, la cual, además, tiene los menores costos de operación (68%) en relación con las grandes petroleras mundiales (85%). Toda la deuda de Pemex es del gobierno desde hace casi 40 años. Para contratar ilegalmente créditos para gasto corriente, los presidentes le quitaban a Pemex la mayor parte de sus ingresos y le obligaban a realizar sus inversiones con operaciones de deuda, las cuales hubieran sido innecesarias bajo un régimen fiscal diferente, sin dejar de recoger participaciones para el Estado. Así que, ahora, Pemex tiene que hacer malabares para cubrir intereses sobre lo que en verdad no debe, para solventar ilegalidades de los gobiernos anteriores que se fueron sin pagar.

Para hablar de endeudamiento excesivo, la experiencia Argentina es aleccionadora, con 9 default en su historia. El último ha culminado mediante un acuerdo con los acreedores extranjeros. Argentina no podía pagar los intereses de su deuda externa, con una tasa media de interés del 7% (mayor de la mexicana). Se ha llegado al acuerdo de reducir el monto del débito en poco más de la mitad y ubicar los intereses en 3%, lo cual conduce a dejar de pagar 30 mil millones de dólares durante los próximos 10 años.

La deuda pública central total de Argentina, unos 400 mil millones de dólares, es equivalente al 90% de su Producto Interno Bruto (en México es del 52%). Aquel país del sur lleva tres años en recesión con una devaluación de 80% en los últimos cinco años. Su anterior presidente contrató 44 mil millones de dólares con el FMI, los cuales se destinaron principalmente a defender el peso, es decir, a cubrir la compra de dólares que se fueron de regreso con el eterno agradecimiento de los más ricos del país.

Lo peor no estriba en los números macroeconómicos sino en el inmenso costo de esa crisis en términos sociales: otro volver atrás. Esta historia no es diferente a otras vividas en América Latina, México incluido, donde a partir de los tesobonos (que no eran otra cosa que deuda en dólares) se precipitó alguna vez (1994-95) una crisis financiera internacional denominada Efecto Tequila, pero conocida dentro del país como “el error de diciembre”. Emigraban los dólares hacia el norte mientras el Estado iba perdiendo capacidad para garantizar el cambio de moneda. Como había ocurrido en 1982, no había con qué pagar. El peso cayó, las tasas internas de interés se revolucionaron, los deudores debían súbitamente más que el importe del préstamo original, la producción disminuyó (el famoso PIB), los bancos quebraron, la inflación acabó con gran parte de los ahorros líquidos y disminuyó la capacidad adquisitiva de los salarios. Al final, México hizo reconversión de deudas, pero ya había cosechado desgracias pocas veces vistas.

Para volver al tema de inicio de este artículo, México no debería cometer los mismos errores que suelen verse en las crisis económicas y, justo porque no vivimos una de esas sino un parón decretado debido a un gran problema de salud carente de causa económica, mucho menos debemos usar técnicas puestas en práctica en el pasado que han sido con frecuencia dañosas.

Como en realidad no estamos inmersos en la parte recesiva de un ciclo de la economía, hay que reconocer a plenitud que la economía no se “mueve sola”, sino que, con entera pena y mucha esperanza, la manipula el Consejo de Salubridad y, ahora, también los gobiernos locales, para proteger la salud.

De por sí nuestra deuda crece rápido. No le metamos velocidad sin causa productiva alguna.