La primera protesta, del pasado 4 de julio, culminó en violencia, vandalismo en comercios y agresiones contra vecinos
La nueva protesta contra la gentrificación se realizará este domingo y
partirá desde Fuentes Brotantes rumbo a El Caminero, en la alcaldía Tlalpan.
Vecinos denuncian desplazamiento por turismo y especulación inmobiliaria.
La primera marcha, del 4 de julio, terminó en actos violentos sin que se aplicara la ley a los agresores. Crece la crítica a la tolerancia institucional y al uso político de este tipo de manifestaciones.
Este domingo se llevará a cabo la segunda marcha contra la gentrificación en la Ciudad de México. Los manifestantes partirán a las 15:00 horas desde la estación Fuentes Brotantes del Metrobús, en la alcaldía Tlalpan, con destino a la zona de El Caminero. La elección de esta zona no es casual: activistas han señalado que el sur de la ciudad ha sido especialmente afectado por la ocupación inmobiliaria de extranjeros.
La primera protesta, del pasado 4 de julio, culminó en violencia, vandalismo en comercios y agresiones hacia vecinos, principalmente en la colonia Juárez. El eslogan “fuera gringos” se repitió en pancartas, pintas y consignas, lo que derivó en tensiones entre extranjeros, comerciantes y residentes.
La policía se mantuvo al margen durante el incidente, y hasta ahora no hay reportes de detenciones o sanciones. En cambio, el gobierno de la CDMX optó por mensajes diplomáticos y eufemísticos, refiriéndose a los actos como “expresiones sociales” o “malestar legítimo”.
Esa narrativa oficial —respaldada por Clara Brugada y clausurada por Claudia Sheinbaum con un emplazamiento a que “no haya violencia”, evitando condenas explícitas—, encubre un problema grave: cuando se tolera el vandalismo dentro de una narrativa política, la ley deja de ser uniforme.
Este doble rasero —juzgar dependiendo del origen ideológico del actor—, erosiona la confianza ciudadana. El que paga renta, trabaja y respeta las reglas, queda expuesto; el que agrede, destruye o amenaza, obtiene comprensión si su causa es “políticamente aceptable”.
La gentrificación es un fenómeno real. Barrios como la Roma, la Condesa, la Juárez, Santa María la Ribera y zonas del sur de la CDMX han sufrido desplazamiento de inquilinos históricos por arrendatarios extranjeros y nómadas digitales, quienes compran propiedades como inversión, impulsados por plataformas como Airbnb.
La ciudad se convierte en mercancía simbólica y funcional
Ese proceso no sólo modifica el paisaje urbano, sino que transforma la vida diaria: tiendas de abarrotes ceden terreno a cafeterías gourmet, fondas a coworkings, plazas activas a lofts vacacionales. La comunidad se disuelve; la ciudad se convierte en mercancía simbólica y funcional.
Protestar es legítimo; solicitar regiones reguladas, acceso a vivienda digna y diálogo con las autoridades también. Pero cuando la protesta legitima la violencia —gritos, intimidación y daño patrimonial—, deja de ser civil y pasa a ser coercitiva.
La protesta del pasado 4 de julio no fue espontánea. Fue organizada por simpatizantes de Morena, consciente de su impacto. Se impusieron consignas nacionalistas y se vandalizaron negocios sin que se aplicara la ley a los agresores. El Estado miró hacia otro lado con expresiones de “comprensión”.
Pero ese silencio no es neutral. Es una señal de tolerancia institucional, porque cuando el Estado tolera, institucionaliza; convierte lo excepcional en habitual, abona la expectativa de impunidad y siembra la semilla de la arbitrariedad a la que —a pesar de la permisibilidad e inacción gubernamental—, nos resistimos a acostumbrarnos quienes aún creemos que la ley debe aplicarse de forma pareja.
Este domingo supuestamente deberíamos ver una marcha distinta, es decir, menos retórica y más claridad; definir si se trata de reclamo urbano legítimo o de nuevo pretexto para ejercer violencia bajo una bandera “correcta”.
La palabra gentrificación, adoptada directamente del inglés gentrification, no tiene equivalente exacto en español. Se conserva como extranjerismo porque lo que nombra es un fenómeno relativamente nuevo en el mundo hispanohablante, y porque contiene una carga semántica que no se traduce sin perder su filo. Proviene de gentry, que en la Inglaterra del siglo XIX designaba a la pequeña nobleza rural: personas sin título aristocrático, pero con tierras, dinero, educación y estilo de vida distinguido. El sufijo -fication denota proceso, de modo que su sentido literal es “proceso de conversión en gentry”.
El término fue acuñado por la socióloga británica Ruth Glass en 1964, al observar cómo barrios obreros de Londres, como Islington o Notting Hill, eran transformados por la llegada de profesionales de clase media alta. Pero no llegaban con gritos ni pancartas, sino con restauraciones, cafés y galerías; elevaban el valor del suelo, desplazaban silenciosamente a los residentes originales y redefinían el entorno urbano según su capital simbólico. La crítica de Glass no era contra el embellecimiento, sino contra el despojo encubierto, contra la violencia silente que expulsa al débil bajo la apariencia de “mejora”.
En México, la gentrificación obviamente no llega montada en carruajes ni con libros de urbanismo: llega disfrazada de modernización, impulsada por inversionistas, amparada por la clase política y alimentada por la demanda turística. Pero el efecto es el mismo. Lo que antes fue una vecindad ahora es una boutique hotel; lo que antes fue tianguis aborrecible, ahora es terraza gourmet. La vivienda deja de ser derecho para convertirse en activo financiero y el barrio, en zona premium. En ese contexto, el resentimiento no sólo tiene una base o reclamo social: es cultural, es simbólico e histórico. Y ahí están las consecuencias, a la vista de todos: cuando ese resentimiento se organiza sin dirección ética, lo que produce no es justicia, sino revancha violenta.
La marcha de este domingo no logrará sus objetivos si recurre a la violencia
Por eso conviene no perder el centro del debate. La crítica a la gentrificación debe desnudarse de toda ideología para volverse eficaz, porque mientras algunos la usan como coartada para legitimar el caos, otros la niegan para preservar el negocio. Ni vandalismo disfrazado de justicia, ni mercado sin freno. Lo que se necesita es una política urbana con visión, que proteja al residente, regule la renta, frene el abuso especulativo y devuelva al espacio su sentido comunitario. Muchos consideran que la ciudad, si no es para vivirla, no es ciudad: es vitrina, o peor aún, se convierte en trinchera.
Hoy ese proceso, que encarece y homogeniza barrios, encuentra aliados diversos, entre ellos el capital externo, políticas de planeación urbana, turismo en masa y complacencia oficial. El resultado es el mismo: expulsión de residentes históricos para acomodar consumidores.
En la en la Ciudad de México —según reportes periodísticos—, actualmente se contabilizan más de 26 mil anuncios activos de Airbnb en colonias centrales, lo que ha elevado una renta promedio de hasta 15 o 20 mil pesos mensuales en espacios tradicionales como Roma, Condesa y Juárez. Ese encarecimiento no sólo vulnera a residentes actuales, también empuja a cientos de familias hacia la periferia debido al incremento en los costos de vida, dando lugar a desplazamientos forzados que intensifican la segregación urbana.
Además, en el primer trimestre de 2025 las rentas se incrementaron un 6 por ciento en colonias consideradas “emergentes” —por su creciente dinamismo y transformación urbana—, como Tacubaya, Tabacalera y Lomas de Sotelo, desplazando en la lista de zonas más caras a las ya consolidadas como Polanco. Ese fenómeno no se limita al centro tradicional: la gentrificación avanza hacia zonas con conectividad estratégica y rubros culturales, lo que presagia un mapeo urbano donde la exclusión será la constante, si no se interviene con políticas efectivas.
En respuesta, la jefatura de gobierno de la CDMX impulsó un plan de 14 puntos para frenar la especulación: límite de incrementos de renta al índice inflacionario, creación de una Defensoría del Inquilino, control de rentas justas, construcción de vivienda pública y regulación de hospedaje temporal.
Es un paso en la dirección correcta, pero aún falta definir si habrá voluntad política para convertir promesas en marcos regulatorios, o si lo que siga será solo retórica, frente al poder inmobiliario.
Sin embargo, considero que la marcha de este domingo no logrará su pretendido objetivo primario si recurre a la violencia. Necesita ser realmente ciudadana, legal y clara en su demanda para regular rentas, restringir la ocupación vacacional desmedida, proteger al arrendatario clásico y abrir espacios de diálogo ciudadano.
Es un llamado que interpela al gobierno: demostrar si realmente aspira a regular el suelo urbano o sólo sirve como instrumento de quienes pretenden imponer su narrativa, porque la gentrificación no se combate con pintas, gritos o violencia, sino con orden.
Si de verdad el movimiento busca justicia urbana, debe exigir que el Estado aplique la ley con equidad; que no cese ante la consigna, ni castigue sólo ante la disidencia. Porque —lo manifesté anteriormente—, la legitimidad del Estado no descansa en quién protesta, sino en cómo actúa. Cuando la ley se aplica con criterio ideológico, deja de ser ley y se convierte en herramienta de poder, no de protección.
Si este domingo se producen nuevos actos vandálicos y de violencia irracional como la del pasado 4 de julio —y si la autoridad vuelve a mirar hacia otro lado protegiendo a sus aliados y adeptos—, ésta no sólo será una marcha más, sino un nuevo capítulo de impunidad institucional y el precedente para un siguiente episodio de violencia justificada. Ya veremos.