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Aun cuando esta columna tiene como escenario una plaza de toros, su contenido dista mucho de la crónica de una corrida; pretende un acercamiento cultural a lo ocurrido el pasado jueves en la colonia Nochebuena en un coso insólitamente concurrido en los tiempos del desprecio y condena a la tauromaquia, mientras el objetivo del ocio de esa fecha era una eliminatoria final del campeonato de la liga de fútbol.
El jueves por la noche se celebró la corrida Guadalupana, con todo el significado de esa fecha en el inconsciente colectivo nacional, cada vez menos apreciado por quienes no entienden el significado profundo de las apariciones y la subsecuente tradición.
Parece mentira, quienes se aproximan a la esencia de este mito (en sentido antropológico, no como sinónimo de mentira), leen mucho a David A. Brading –más sincretismo ahora con un sabio británico–, y poco a Francisco de la Maza, García Izcabalceta o Servando Teresa de Mier.
Pero localías aparte, lo ocurrido el jueves, principalmente por la actitud y originalidad del matador de toros Antonio Ferrera –cuya biografía merece nota aparte–, es una muestra del perdurable sincretismo del culto, devoción en la cual se mezclan desde hace 493 muchos de los elementos constitutivos de la nacionalidad, así les duela a los animalistas sin potestad para autorizar, pero sí para exigir prohibición.
Pero esa polémica es aparte.
Antonio Ferrero, antes de la corrida, declaró (PARI-TV): es una de las corridas más importantes y emblemáticas, no sólo en México sino a nivel mundial, por elementos emotivos y de sentimiento… tanto para los toreros como el público, para mí siendo español, la virgen de Guadalupe está arraigada a toda la esencia del mundo, está cosida en el corazón de todos, en nuestra cultura y en nuestra fe, que nos une a todos… La plaza va a estar con la virgen en el ruedo y el aura que envuelve en esos momentos tan emotivos y especiales que todos lo vivimos con una veneración muy bonita, representa una fe y un amor incondicional…
Independientemente del contenido promocional de estas palabras, algo hay profundamente cierto: la ocasión genera comprensión. Por eso un matador español se viste con los ropajes de un culto mexicano y habla de nuestra cultura.
La tauromaquia, con sus diferentes expresiones, sensibilidad y matices, con sus estilos nacionales, con sus diferencias en la crianza y casta de los animales, con su distinto ritmo y embestida, forma parte de una manifestación cultural anterior al hondo culto guadalupano.
La milagrería comenzó en 1531.
El milagro –desde entonces–, no está en los hechos sobrenaturales ni ha levantado jamás a un muerto.
Prevalece en la fe, porque permanece, porque su significado está en la naturaleza misma de la fe, cuyo tiempo se remonta casi al medio milenio.
Ferrera tuvo, además de los conceptos de su entrevista, expresiones sincréticas, sin oralidad.
Quién sabe si conozca de semiótica o haya leído alguna vez a Eco o a Barthes, pero torear con una capa de seda, con el mismo verde del manto estrellado de la virgen, en lugar del percal rosa y amartillo; vestirse con los bordados del escudo aguileño mexicano junto con los alamares de la vieja inspiración costurera arábiga, fue un signo notable.
En cuanto al traje de luces y su ecléctico diseño (eclecticismo y sincretismo van de la mano), vale decir, los bordados actuales –alamares– provienen, como todo mundo sabe, del árabe “al-alam”, cuyo significado es cairel o guarnición, entre otras acepciones.
Toda esa trenza trasladada a América por razones de conquista (si conquista se enquista), con remoto origen en la invasión árabe a la península y su posterior expulsión, está presente –entre otras muchas manifestaciones culturales entremezcladas, como la lengua misma–, en la fiesta de toros.
Obviamente, algunos no lo entienden ni menos lo justifican y como siempre sucede cuando la masa ataca la inteligencia: van a ganar, tarde o temprano.
Mientras… ¡Olé, Ferrera!