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Varios gobernadores exigen que a sus estados se les devuelva “lo que se les ha quitado” por concepto de participaciones fiscales. El gobierno federal replica que les ha trasladado todas e, incluso, se ha compensado la baja en la recaudación. Por otro lado, varias de esas entidades están debiendo al SAT el entero de los impuestos sobre la renta que les retienen a sus propios empleados, es decir, jinetean recursos federales.

Esos gobernadores se han mostrado insumisos, pero no sólo en la acepción de rebeldes sino también de otras: traviesos, perturbadores, díscolos, pues algunos de esos mandatarios eran legisladores cuando se aprobó en el Congreso de la Unión la actual fórmula de reparto.

El problema no es, entonces, la aplicación de la ley vigente sino un asunto de política fiscal y presupuestal. Como se sabe, las entidades federativas no sólo reciben participaciones a las que tienen derecho, sino también aportaciones, así como una especie de dádivas y estímulos que han sido inscritas paulatinamente en el presupuesto federal o ejercidas al margen de éste. A los cerca de 2 millones de millones (billones) que transitan desde el presupuesto federal a las entidades podría agregarse el importe de programas sociales federales (pensiones, becas, salario de jóvenes, etc.) que se ejercen directamente sin la intermediación ni aportación alguna de los gobiernos locales, pero los “insumisos” no voltean a ver para ese lado.

Las relaciones entre el gobierno federal y los gobiernos de las entidades se enderezaron hacia una perversa forma de transferencia a través de fondos, estímulos y convenios para ayudar a cubrir ciertos gastos. Esas ayudas no fueron siempre destinadas a su objeto, tal como lo ha documentado muchas veces la Auditoría Superior de la Federación. Dejó de haber en México una política de concentración de recursos en grandes tareas nacionales y regionales, por lo que se impuso una práctica de tratos y pactos políticos muy estrechos que atomizaron el gasto público. Esto es lo que defienden los gobernadores “insumisos”.

Ahora bien, las entidades federativas son de por sí pobres. Con instrumentos propios, sólo recaudan el 15% de sus ingresos totales, en promedio nacional, excepto la Ciudad de México que cubre mucho más. Esto quiere decir que, de seguir el mismo esquema, la pobreza presupuestal seguirá igual. El gobierno nacional no va a poder suplir la deficiencia de las entidades con el método del acuerdo político de repartos porque ya no son aquellos tiempos ni hay dineros que repartir. En otras palabras, bajo la nueva política social se asigna gasto en una forma muy diferente y directa. Esta es la pauta mexicana actual, pero hay gobernadores “insumisos” que la rechazan, aunque sin decir abiertamente que debe ser del todo desechada.

Los “insumisos” pretenden crear una corriente de opinión contra la nueva fuerza gobernante del país con la bandera de mayores transferencias federales, aunque sepan que eso no puede suceder. Pero, de paso, sin decirlo con claridad, están buscando ciertas concesiones presupuestales o mediante “convenio”, al viejo estilo.

Dicho con grandes rasgos, a los ingresos federales propios de 5.6 billones hay que restarle 700 mil millones que se ocupan en el servicio de la deuda pública y un billón en pensiones. Las entidades se llevan, en total, 1.8 billón. Con los restantes 2.1 billones, casi lo mismo que lo absorbido por las entidades federativas, más el déficit público, la Federación debe sostener un aparato de muchas instituciones y millones de trabajadores, así como inversiones productivas, gasto directo en salud, seguridad social, educación, jubilaciones del sistema anterior, nuevas pensiones de adultos mayores e incapacitados, becas y una larga lista de otras erogaciones.

Se habla de un nuevo pacto fiscal. Pero, por ejemplo, el IVA brinda 978 mil millones. Esto es casi lo mismo que las participaciones fiscales del conjunto de las entidades. Si se convirtiera todo el IVA en un impuesto local se eliminarían las participaciones en general, pero todo seguiría más o menos igual; nada cambiaría como no fuera un mayor rezago de los estados más pobres. Así, podríamos estar intentando la manera de resolver este problema con sólo dar vuelta y vuelta a lo que ya se tiene para no llegar a ninguna parte. Hay que analizar posibles cosas nuevas.

La opción demagógica de los “insumisos” es abandonar de plano el pacto fiscal. Sin embargo, no informan a sus entidades que, al no contar con participaciones federales, tendrían que cobrar sus propios impuestos, por ejemplo, a la renta y al consumo, sin que la Federación dejara de recoger las contribuciones impuestas en todo el territorio nacional. Esto querría decir que los habitantes de esos estados pagarían impuestos dobles, los federales y los locales, por iguales conceptos.

La fiscalidad se puede reformar para incrementar los ingresos de todo el Estado mexicano y, consecuentemente, de las entidades federativas. Por ejemplo, si se recaudara por ingresos tributarios un 50% más de lo que hoy se logra (de 3.5 a 5.25 billones), para ubicar a México al nivel de otros países semejantes, las participaciones a estados y municipios podrían crecer en esa misma proporción, de 900 mil millones a 1.8 billón, aproximadamente.

El problema actual no consiste en la forma de repartir unos ingresos federales bajos, sino en aumentarlos. Este gran asunto deberá tocarse por parte de la 4T, tan pronto como la recesión lo permita. Si los “insumisos” estuvieran de acuerdo con esta idea, ya estarían empezando a hablar de una reforma fiscal progresiva, con lo que se inclinarían hacia la izquierda. El asunto es que son de derecha, son sumisos del conservadurismo y el neoliberalismo. Así no podría haber mejora.