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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

El INE está emproblemado hasta la coronilla con las elecciones presidenciales de 2024, y el año electoral todavía no empieza hasta septiembre. La institución a la que la ciudadanía defendiera con la “marcha rosa”, ahora se debate entre la omisión y el temor ante las precampañas anticipadas de Morena y el frente opositor. El árbitro no quiere pitar el partido y prefiere que sean los tribunales los que resuelvan la legalidad de las contiendas.

Los enredos de su conformación en su nueva etapa pueden resumirse en el paso de la consigna “el INE no se toca” a otra menos épica “el INE no quiere tocar a nadie”. Una trasmutación de la conducta de la pasada confrontación con López Obrador, a otra de decisiones dominadas por la laxitud y la prudencia de un arbitraje que quiere presentarse como menos rigorista frente a los partidos. Pero sin capacidad de atreverse ponderar los riesgos que conlleva su nueva actitud para sostener su autoridad, autonomía e imparcialidad.

El dilema del árbitro es complejo, porque está ante un partido de “futbol llanero” en que los jugadores no hacen caso de sus “tarjetas”. En esa condición, la opción de detener las faltas a las reglas de juego sobre gastos de las campañas o la propaganda disfrazada, parecería temeraria. Pero no hacerlo conducirá a la anulación del árbitro y eso supondría el mayor riesgo para la certidumbre de la elección de 2024.

Las violaciones son evidentes: los jugadores de las dos coaliciones reclaman piso parejo y los partidos se impugnan unos a otros por la promoción de imagen de aspirantes y de sus plataformas, pedir el voto, hacer propaganda con miles de espectaculares a la vista de todos. La ley prohíbe estas conductas hasta la etapa de precampañas, en noviembre, pero los delitos parecen no tener sanción. Tampoco para el Presidente, aunque es ilegal intervenir en la campaña con recursos públicos contra Xóchitl Gálvez.

Las precampañas desafían a un INE dividido y atrapado, en el fondo, por el desacuerdo interno sobre su responsabilidad de cuidar la equidad en la competencia de las contiendas. Trata de frenarlas, pero dan vía a libre a todos en la carrera por la popularidad de las encuestas. Sus problemas comenzaron al aceptar un estándar legal distinto para las precampañas como si fuera un asunto interno de los partidos para elegir al coordinador de la defensa de la 4T o al responsable del frente opositor, cuando todos sabemos que se trata de los candidatos presidenciales. El doble rasero de la simulación implica querer regular un partido como si fuera un juego de mesa, en que las conductas no están tipificadas y son difíciles de sancionar.

Sus decisiones abren a un limbo legal y conducen a mayores predicamentos. Aunque ha advertido que puede sancionar con el registro al precandidato que viole sus lineamientos, nadie cree posible que bajara al vencedor del Frente Amplio por México o de Morena. A la vez que dejar pasar las impugnaciones de partidos y candidatos, terminará por anular su autoridad.

Un ejemplo reciente es el hecho de desistirse a entrar a resolver el fondo de los reclamos sobre la legalidad de las campañas adelantadas en su Comité de Quejas, que evitó pronunciarse y trasladó la cuestión el Tribunal Electoral. A pesar de ser una de sus principales atribuciones cuidar la equidad de la competencia, aplicar distintos estándares vulnera esa garantía electoral.

El propio Comité es una muestra del cambio de actitud del INE con su nueva conformación tras el relevo del anterior presidente, Lorenzo Córdova, y de otros tres consejeros. Dos de sus tres integrantes, Rita Bell López Vences y Jorge Montaño Ventura, llegaron con el último cambio y en sus posiciones han coincidido con Morena a favor de la prudencia y evitar el rigorismo, y no prejuzgar las denuncias y quejas. Pero, sobre todo, su actitud se refleja en la distensión con López Obrador y el nuevo dialogo fluido con la presidencia, que se ha traducido en un cese de la larga etapa de hostilidades con el anterior consejo.

Pero lo que se está jugando el INE no es sólo como salir bien librado de la confrontación con el ejecutivo o los partidos, ni de modificar la conducta para no producir perjuicios o evitar riesgos innecesarios, como aconseja la prudencia, sino de no perder el valor de enfrentarlos.