NÚMERO CERO/ EXCELSIOR
La agitación está creciendo en la UNAM y otros institutos de educación superior sobre el pasto seco de diversos tipos de violencia que cruzan la comunidad estudiantil. En sus protestas se expresan antiguas demandas insatisfechas y también nuevos reclamos por conflictos sociales que los atraviesan a ellos y al país. El gran desafío para las autoridades universitarias es escuchar y gestionar las contradicciones internas sin contaminarse con debates de grupos políticos interesados en cooptar la agenda.
Lo que está a discusión es la inseguridad en los campus, la violencia de género, las condiciones para el trabajo educativo de maestros y alumnos; los conflictos culturales de las nuevas identidades sexuales y hasta la democracia interna. Pero lo que se quiere ver detrás de estos temas son conspiraciones y el intento de grupos internos o externos de capitalizar el descontento como botín político. Hay que escuchar a los estudiantes y abrir un amplio debate que ponga a la luz las corrientes de pensamiento a su interior, para conjurar el sospechosísmo y la violencia. No lo hay. Las olas de inestabilidad en esos centros tienen algo de cíclica coincidencia con coyunturas políticas, como se avecina con el relevo del rector Enrique Graue en otoño de 2023 y la elección presidencial en dos años. Los equilibrios institucionales de la UNAM no son ajenos a los rejuegos de la política nacional. Sin embargo, esos procesos son lejanos y no están maduros, a pesar de la sucesión adelantada hacia 2024. La inconformidad estudiantil es un mosaico de causas muy diversas que viene de antes del impasse por el confinamiento que agravó la pandemia. El regreso a la normalidad reactivó las tomas en una treintena de escuelas y facultades, paros y manifestaciones, como una que esta semana derivó en actos violentos en la Torre de Rectoría, donde fue vandalizado un mural de Siqueiros. Los estudiantes protestaban contra la violencia de género por el caso de una violación a una alumna dentro del baño en el CCH Sur. Las denuncias de acoso sexual contra maestros y autoridades y la exigencia de seguridad en el transporte público son constantes desde hace tres años bajo el impulso del malestar de los movimientos feministas. Las respuestas de las autoridades les parecen cosméticas. Así es que el descontento no se explica sólo por manipulación política, como dicen quienes no quieren ver los problemas internos. El malestar no sólo recorre a la UNAM y los CCH, también al IPN, Chapingo, la UAQ, y otras. En todas, la inconformidad se extiende anárquica, sin puentes de diálogo entre la comunidad universitaria. Las demandas desarticuladas no alcanzan a plasmarse en un pliego petitorio por falta de consensos sobre la agenda del debate. Ése es el mayor peligro. Sin diálogo el malestar se visibiliza en actos violentos, que la autoridad simplemente condena como un contrasentido: por manifestarse contra la violencia con violencia. Se desconecta de los problemas de fondo.
La dispersión de demandas permite hacer recaer la responsabilidad en los estudiantes. Sus denuncias están contenidas en un pronunciamiento de febrero de 2022 de una autodenominada Asamblea Interuniversitaria UNAM, en que reclama a las autoridades no haber garantizado a alumnos y profesores condiciones laborales y de infraestructura para el regreso presencial a clases. La vuelta a las aulas descubrió profundas contradicciones sociales que emergieron en la pandemia, por las condiciones de hacinamiento, precarización laboral y violencia intrafamiliar, que se expresan en deserción estudiantil. Y a todo esto hay que sumar nuevos choques de identidades sexuales que exigen reconocimiento. Todo ello hace un coctel explosivo, que además pasa por una crítica a las élites académicas por privilegios administrativos, desigualdad salarial entre maestros y falta de transparencia en el manejo de recursos, a tono con la crítica contra las élites del gobierno, aunque no por ello manejados por éste.
Las instituciones de educación superior necesitan debate y airear sus problemas. Poco ayuda ver en el descontento sólo la influencia de grupos políticos o de agitadores radicales internos que pretenden desestabilizarla, como suele concluirse apresuradamente cuando irrumpe la protesta. Los estudiantes tienen razones para estar molestos y lo más grave es que las autoridades no lo quieran ver o prefieran el silencio.