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Una de las formas convencionales de medir la modernidad de los asentamientos humanos es la urbanización; es decir, las personas abandonan las labores agrícolas o el llamado sector primario y se desplazan a las ciudades con industrias y servicios.

El gran proceso de urbanización de esta ciudad se dio casi en paralelo a la construcción teratológica, del México postrevolucionario. Por desgracia, junto con la urbanización no llegó la civilidad del urbanismo de otros países. Dicho de otra manera, los habitantes de esta gran ciudad piensan como campesinos urbanos.

A ese desfasamiento en las líneas del tiempo, el avance y la aspiración, le llaman tradición. A su simpleza rastacuera le dicen “el México profundo”. En muchos vecindarios de la ciudad aprendieron a usar el Metro (como el de París) y el I.Phone, pero siguieron con un corralito de gallinas en la azotea y un chivo en la azotehuela.

Muchas de las administraciones quisieron modernizar la ciudad. Hasta López, quien jamás miró un paso elevado en su natal trópico subdesarrollado, construyó niveles superiores en parte del Viaducto y el Periférico. Ebrard lo emuló, pero con el negocio de peaje de por medio.

Todos, unos más, unos menos, siguieron los pasos de Gustavo Díaz Ordaz, quien con más de un siglo de retraso (el subterráneo de Londres se inauguró en 1863) introdujo en 1969 el Sistema de Transporte Colectivo.

Hoy vivimos en una utopía regresiva. Hacer de esta ciudad la Nueva Tenochtitlan, huehuenche sin buena obra pública, lo cual nos recuerda los grados de nuestro atraso: cuando Corona del Rosal inauguró la Línea 1, Neil Armstrong caminaba en la Luna.

Hoy estamos a punto de la hazaña tecnológica más grande de todos los tiempos: hacer autos eléctricos en miniatura (Olinia) cuando el dueño de Tesla ya hace viajes espaciales y los aviones no tripulados del Ejército de los Estados Unidos, nos revisan desde el cielo hasta las placas de los carritos de golf.

Pero está bien, con esos cochecitos se van a poder distribuir con eficacia los respiradores Ehéctal por todo el sistema hospitalario universal y gratuito (por su tamaño un Gran Danés) y obviamente –con una hielera del Bienestar bien acoplada– las vacunas Patria (¿Paria?), no vaya siendo y una nueva epidemia de Covid 19 nos pille otra vez con los dedos en la puerta.

Pero de vuelta. A la ciudad.

Las lluvias de estos últimos días han sido altamente benéficas: han desnudado la ramplona condición de nuestra autoridad urbana. Es un desastre.

La lluvia diluvial no causó problemas. Los problemas ya estaban, pero el agua los dejó al descubierto.

Así vimos cómo se agudizaron las constantes crisis del transporte; las cataratas dentro del Metro, los circuitos en corto, la descompostura de los semáforos, los anegamientos, los encharcamientos (¿en charca mientes?) y las inundaciones. Hay más cosas, pero poco espacio.

Bueno, hasta en la casa de la señora presidenta (con A), se reventaron los sanitarios y se desbordaron los retretes. ¿Dónde?

En los baños cercanos al pequeño museo juarista junto a la Puerta Mariana, por cierto, sin relación con alguna imagen sacra en la Catedral, sino por Don Mariano Arista, quien al salir del encargo presidencial fue tan honesto y austero como para ir a empeñar el reloj.

La ciudad, gobernada bajo la idea mágica de una utopía (alusión mitológica para los centros de reclutamiento de Morena en Iztapalapa), no atiende, quizá porque no entiende, ninguno de los verdaderos problemas de un futuro tan cercano como ayer.

El agua es un desastre cuando falta donde se necesita y cuando sobra donde no sirve para nada. Y en ambos casos no se hace nada importante. Si ante la pandemia el Gran Poder se exhibía un Sagrado Corazón de Jesús (no Jesús Ernesto; otro), hoy nos atenemos al régimen de lluvias.

–Es que llovió mucho, ¿sabe?

Pues señora, para eso son los drenajes, para cuando se debe conducir el agua mucha o poca. No para cuando hay sequía.