NÚMERO CERO/ EXCELSIOR
Actualmente, ocho países de la OCDE y Latinoamérica han adoptado impuestos para gravar la riqueza financiera, herencias y bienes de los más ricos. Avanza la corriente en favor de reformas fiscales progresivas y redistributivas ante los impactos devastadores para la desigualdad de pandemias o del cambio climático.
Carlos Slim, el dueño de América Móvil, dio una conferencia de prensa esta semana para rechazar ser el empresario consentido de López Obrador y beneficiario de contratos de obra pública y concesiones en un sexenio en el que casi ha doblado su riqueza; un señalamiento que no conviene pasar por alto cuando se acerca la época de deslindes y de fijar postura hacia el siguiente sexenio; y menos en un país con desgarradoras desigualdades, así sólo se tratara de la representación imaginaria de las fortunas del país. Pero no es así.
La reacción, como la del pirómano que apañan con el cerillo en la mano, surgió por un reciente estudio el Monopolio de la desigualdad de Oxfam. Esta organización, que aborda y combate la pobreza en el mundo, argumenta que si bien en México la desigualdad del ingreso se redujo en el sexenio por las políticas sociales y el aumento del salario mínimo, se elevó la brecha de la riqueza. Sostiene que las 14 mayores fortunas se duplicaron desde la pandemia debido a un mercado monopólico de bienes que se configuró con las privatizaciones de empresas públicas, de las que varios fueron beneficiarios y explican su fortuna. La concentración ofrece un poder de mercado para fijar precios en la economía nacional, además de un sistema “legal y tributario hecho a modo para incrementar desproporcionadamente sus fortunas” y que —sentencia— es “gasolina para el fuego de las desigualdades”.
Lejos de ser una sandez, la investigación es consistente con reportes de Forbes y Bloomberg sobre el crecimiento del empresario hasta el octavo lugar del ranking mundial, mientras 9 millones por debajo de la pobreza se topan en redes o en los medios con empresarios “ultrarricos” exhibiendo sus imperios, estatus y formas de vida que la gente admira. No es el caso de Slim, un perfil público más bien discreto y austero, aunque símbolo del hombre de negocios exitoso, de trabajo profesional y reivindicación de la meritocracia empresarial; y de influencia en el poder político hasta ser considerado prospecto presidencial hace unos años, según revelaciones de López Obrador.
A la elite empresarial le gusta demostrar su poder y hasta ridiculizar o desafiar al poder político, a pesar de ostentar su opulencia y suntuosidad con sus cuates o socios del Estado, a los que deben mucho de sus negocios y fortuna. Pero no les gusta que los exhiban, y menos aun cuando crece la inconformidad por el papel que juegan en la sociedad en momentos críticos como la pandemia, que no a todos empobrece por igual y menos enriquece de la misma forma; y sobre todo el creciente consenso en el mundo y América Latina por aplicar impuestos al patrimonio de los más ricos.
Actualmente, ocho países de la OCDE y Latinoamérica han adoptado impuestos para gravar la riqueza financiera, herencias y bienes de los más ricos. Avanza la corriente en favor de reformas fiscales progresivas y redistributivas ante los impactos devastadores para la desigualdad de pandemias o del cambio climático; el reciente anuncio del presidente de EU de aumentar impuestos a los ricos y sus empresas refuerzan esta idea, mientras en Europa hay otros gravámenes al capital y la riqueza. Allá entre los empresarios exigen pagar más impuestos visto el creciente malestar social y la mayor desigualdad de la riqueza en el mundo.
En México también suena esa discusión, aunque por décadas los gobiernos han declinado regular su poder e influencia, ni siquiera con vindicaciones como la “obradorista” de separar el poder político y económico o moderar sus ganancias en la pandemia que, según Oxfam, explican el enriquecimiento de los últimos cuatro años de los “ultrarricos”.