>> El investigador Miguel Jairzhinio López Ramírez y la reinterpretación del célebre grabado de José Guadalupe Posada, en la identidad nacional
El grabado “La Garbancera”, convertido luego en “La Catrina” de José Guadalupe Posada, trasciende su reconocimiento como símbolo del Día de Muertos para revelarse como un profundo reflejo de la identidad y la historia nacional. A 110 años de su publicación, el doctor Miguel Jairzhinio López Ramírez, profundiza en la desmitificación de esta figura emblemática, exponiendo su verdadera esencia más allá de los mitos populares. Surgida inicialmente como una crítica social aguda, la estampa se ha transformado en un fenómeno cultural multifacético. Su estudio invita a una comprensión más rica y matizada, resaltando su significativa influencia y su permanente relevancia en el tejido social contemporáneo.
El año que está por concluir marca el 110 aniversario de la publicación de “La Garbancera”, más conocida como “La Catrina”, creación emblemática del célebre grabador José Guadalupe Posada, la cual fue editada hasta después de su fallecimiento, lo que resalta su impacto póstumo. Desde entonces, en México, la icónica figura es mucho más que un símbolo del Día de Muertos.
De hecho, su origen no se encuentra en las tradiciones de los antiguos mexicas, sino en una sátira social del periodo del juarismo y el porfiriato. Inicialmente, Posada la diseñó como crítica a los “garbanceros”, aquellos que, elevándose en la escala social, adoptaban modas europeas, negando su herencia cultural. Esta sátira se reflejaba en la imagen de un esqueleto con sombrero francés, simbolizando el vacío detrás de las pretensiones de estatus.
Miguel Jairzhinio López Ramírez –cuya tesis doctoral en la Universidad de Guanajuato exploró la transformación de “La Garbancera” a “La Catrina”–, asegura que ella es más que una imagen; es un compendio de nuestras prácticas culturales y ofrece una nueva perspectiva sobre este personaje histórico y social, originalmente conocida como “garbancera”, “gata”, y “sandunguera”, la cual encarna la complejidad de nuestra identidad nacional.
En la penumbra suave de un estudio de la época, la fotografía de finales de 1898, nos descubre la presencia recia del grabador José Guadalupe Posada, figura central de la cultura mexicana y creador de la emblemática imagen de “La Catrina”. Acompañado de su hijo Sabino –quien moriría pocos meses después–, viste con formalidad un traje negro de tres piezas. La mirada directa y confiada del artista, transmite gran seguridad, la misma que plasmó en sus obras satíricas y folclóricas que retrataron con aguda crítica la sociedad de su tiempo.
En la conversación, el experto en la obra de José Guadalupe Posada –con un impresionante bagaje académico y una tesis doctoral en artes, lo cual lo ha convertido en una autoridad en la obra de Posada, especialmente en “La Garbancera”, su grabado más famoso–, desmitifica varias creencias sobre la figura, que ya es un ícono universal de la cultura mexicana en museos, plazas y calles.
El investigador –quien, durante el centenario luctuoso de Posada en 2011, fue invitado a contribuir a la celebración, lo que profundizó su conexión con el legado del artista–, comparte hallazgos sorprendentes de su minuciosa investigación, que incluyen desconocidos detalles sobre la vida y obra de Posada, que a menudo están rodeados de mitos.
Detalla cómo la investigación lo llevó a explorar la ruta de Posada, gracias a su conexión con Aguascalientes y la Universidad de Guanajuato y en colaboración con el lingüista Felipe San José, López Ramírez exploró el significado histórico de las garbanceras, revelando su origen social y cultural y desmitificó por ejemplo la creencia popular de que Posada nació en el estado de Aguascalientes, explicando su verdadera ciudadanía y origen.
El icónico artista vio la primera luz del día el 2 de febrero de 1852. Su lugar de nacimiento, la ciudad de Aguascalientes, en aquellos tiempos, no formaba parte del estado de Aguascalientes como lo conocemos ahora. Esta área geográfica estaba envuelta en una suerte de limbo territorial, siendo objeto de disputa entre Zacatecas y el gobierno federal.
En aquellos días, la definición de los límites estatales y territoriales en México era un asunto aún en evolución, marcado por disputas políticas y reajustes administrativos. Aguascalientes, como ciudad, se encontraba en el centro de este debate territorial. No fue sino hasta 1868, dieciséis años después del nacimiento de Posada, que Aguascalientes fue declarado oficialmente como un estado independiente.
Esta particularidad histórica es esencial para comprender la identidad de Posada. Aunque nacido en la región que hoy es reconocida como el estado de Aguascalientes, en aquel entonces, él habría sido considerado como nacido en un territorio en disputa. Con el reconocimiento de Aguascalientes como estado, Posada se convirtió, retrospectivamente, en ciudadano de una nueva entidad mexicana, no por nacimiento, sino por adopción y residencia.
Este contexto de su nacimiento no solo ilustra la cambiante naturaleza política de México durante el siglo XIX, sino que también añade una dimensión especial a la historia personal y la identidad cultural de uno de los artistas más significativos del país.
“El barrio de San Marcos, donde nació Posada, se destacó como un crisol de influencias indígenas y artísticas, moldeando su futuro como artista” –dice López Ramírez y subraya la influencia de su educación artística temprana, incluyendo su formación bajo Antonio Varela y el impulso y promoción de su hermano Cirilo.
El investigador comenta que rastreó el viaje de Posada a León, Guanajuato, destacando su fase académica y comercial, así como su contribución a la educación y la prensa, y abordó asimismo la etapa de madurez de Posada en la Ciudad de México, donde su estilo artístico alcanzó su plenitud. “Las garbanceras del Bajío” fueron un descubrimiento clave en León, donde Posada se encontró con estos personajes por primera vez” enfatiza.
López Ramírez exploró el simbolismo y empoderamiento de “la garbancera”, destacando su representación de las clases bajas y su lucha por el reconocimiento social y desentrañó la complejidad de la vida final de Posada, alejándose de los estereotipos tradicionales del artista.
Menciona la influencia de personalidades como Agustín Casasola y Antonio Vanegas Arroyo en la vida del grabador y subraya que la muerte y el legado final de Posada en la Ciudad de México fueron discutidos, incluyendo su declive personal y profesional.
El historiador menciona que Posada era una figura conocida en el Centro Histórico, donde solía visitar personalmente las imprentas. “Posada llegaba y preguntaba qué necesitaban; en cuestión de minutos, creaba sus obras allí mismo. Esto demuestra su extraordinaria capacidad, rapidez y talento”, explica. En un documental en ciernes realizado sobre la vida y obra del grabador se incluye una entrevista con Maritere Espinosa, curadora y directora del Acervo de los Vanegas Arroyo, quien revela que Posada tenía una remuneración considerable, muy comparable a la de un general de su tiempo, debido a sus numerosos y distinguidos clientes, incluyendo a Irineo Paz, abuelo de Octavio Paz, el premio Nobel mexicano.
En el corazón del centro de la Ciudad de México, la fachada del antiguo “Taller de grabado y litografía” de José Guadalupe Posada, de la calle de Moneda 5 (hoy 22), proclama su legado entre carteles que evocan un pasado de efervescencia literaria y artística. Allí, el grabador, junto a dos colaboradores –uno de ellos su hijo Sabino–, posan con la solemnidad y elegancia de la época, ante la cámara que captura la esencia de su taller, símbolo de la gráfica y la crítica social de su tiempo.
Añade que, en la Ciudad de México, Posada enfrentó tiempos difíciles: “Era viudo y sin familia, ya que Sabino, su único hijo –estudiante de la Escuela Nacional de Artes y Oficios para Varones (ENAO)–, falleció el 18 de enero de 1900, a los 17 años, a consecuencia del tifo exantemático, una enfermedad transmitida por los piojos. Pero su afición al alcohol, junto con la depresión y la soledad, llevaron al grabador a una progresiva reclusión. Su taller se redujo en tamaño, perdió contactos y, finalmente, debido a problemas económicos, se mudó a una vecindad en Tepito, en la calle Jesús Carranza número 6, donde murió”.
Posada falleció el 20 de enero de 1912, según se deduce por el estado en que fue encontrado por Vanegas Arroyo. La causa de su muerte fue su alcoholismo. “Tenía la costumbre de beber mezcal, que le traían en toneles desde Pino Zacatecas, que él ingería desde el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, hasta el 2 de febrero, su cumpleaños”, asegura López Ramírez.
Sus amigos descubrieron su cuerpo, varios días después de su muerte. Antonio Vanegas Arroyo se encargó de los gastos del sepelio y de una sepultura de sexta clase. Sin embargo, “cuando él murió cuatro años después, se dejaron de pagar los derechos de la tumba de Posada en el Panteón de Dolores y sus restos fueron trasladados a la fosa común”.
En la conversación resalta el papel crucial del destacado pintor y escritor jalisciense Gerardo Murillo, más conocido por su pseudónimo de “Dr. Atl”, quien falleció el 15 de agosto de 1964 en la Ciudad de México y fue una figura importante en el mundo del arte y la cultura mexicana del siglo XX y rescatando de la obra del grabador, cuyo legado estaba en riesgo de ser olvidado tras su muerte.
En 1922, el “Dr. Atl”, escribió un artículo influyente que reivindicaba la importancia del trabajo de Posada, describiéndolo como verdadero arte popular mexicano. Este artículo fue fundamental para rescatar la obra de Posada del olvido y situarla en un lugar destacado dentro del arte mexicano. Y no solo reconoció su habilidad artística, sino que también enfatizó la relevancia cultural y social de sus grabados, que a menudo comentaban sobre la política y la sociedad mexicanas de una manera satírica y accesible. Su defensa del trabajo de Posada ayudó a cimentar la reputación de este último como uno de los grandes artistas gráficos de México y un precursor clave del arte moderno mexicano.
Explica también que la historia de José Guadalupe Posada, se ha visto rodeada de narrativas distorsionadas, en parte debido a la influencia de figuras como Paul O´Higgins y Francis La Paca Toor, notable escritora y antropóloga estadounidense, fundadora y editora de la revista Mexican Folkways –publicada desde 1925 hasta 1937–, influyente publicación dedicada a la vida y el arte de México, que jugó un papel crucial en la preservación, promoción y difusión del trabajo de muchos artistas y escritores.
Los equívocos surgieron por diversas razones, entre ellas el contexto cultural, las propias interpretaciones personales de los analistas y el paso del tiempo, que a menudo cambia la forma en que se ve y se comprende el arte. La revista también contribuyó a la narrativa alrededor de Posada. A través de sus páginas, buscaba proyectar una imagen particular del arte mexicano a un público más amplio, principalmente estadounidense. En este proceso de promoción y difusión, ciertos elementos de la obra del artista pudieron haber sido realzados o minimizados para encajar en una narrativa más atractiva o comprensible para un público internacional.
Una de las distorsiones más notables fue la transformación de “La Garbancera” en “La Catrina”. Y aunque esta evolución se ha atribuido a menudo a Diego Rivera, investigaciones más recientes sugieren que más que resultado de una decisión directa del famoso muralista mexicano, fue un cambio que ocurrió dentro de la esfera editorial de Mexican Folkways. Esta reinterpretación cambió la forma en que se veía y entendía la obra de Posada, convirtiendo a “La Catrina” en un ícono cultural, pero alejándola de su contexto y significado original.
Sin embargo, fue Jean Charlot, un artista y crítico de arte, franco-mexicano, quien desempeñó el más relevante papel en la reinterpretación de la obra de Posada. Con su perspectiva única, influenciada tanto por su herencia europea como por su experiencia en México, vio en él a un artista de relevancia internacional. Sin embargo, su interpretación tendió a enfatizar ciertos aspectos de la obra del grabador, posiblemente desviándose del contexto original y de las intenciones del artista.
–En algún momento se ha dicho que el cambio de nombre del grabado de “La Garbancera” a “La Catrina” –atribuible supuestamente a Diego Rivera–, partió de un señalamiento del investigador Agustín Sánchez González.
–La afirmación de Sánchez González. no tiene sustento, y –como se documenta en mi trabajo doctoral–, corregirla es crucial para la historia del arte nacional. Está comprobado que Rivera no se encontraba en México en el momento del supuesto cambio de nombre. Lamentablemente, esta inexactitud se sigue propagando en los distintos micro informativos actuales, como TikTok, Facebook o YouTube, insistiendo en que fue él quien le cambió de nombre al grabado. Reitero, esto es incorrecto; no fue él. Rivera, con su conocimiento profundo y su enfoque marxista, sabía distinguir entre los sujetos sociales de su época. En mi investigación señalo que es vital reparar estas inexactitudes, para comprender correctamente la historia del arte mexicano.
López Ramírez advierte sobre la evolución de esta figura en los medios digitales y las industrias culturales, cuyas transformaciones la han convertido en un objeto de consumo, distorsionando su significado original. Y cita a Rivera en el prólogo de la revista Mexican Folkways de 1930:
“Todos son calaveras, desde los gatos y garbanceras, hasta Don Porfirio y Zapata, pasando por los rancheros, artesanos y catrines, sin olvidar a los obreros campesinos y hasta los gachupines”.
En las calles de Moneda 22, donde una vez resonó el chasquido de las placas de impresión y las hojas de papel al ser ajustadas por las prensas del taller de José Guadalupe Posada, hoy se extiende un mercado efervescente. Entre el bullicio de las compras y el arcoíris de sombrillas que resguardan un sinfín de mercancías, se erige una placa conmemorativa, testimonio del origen artístico del lugar y del nacimiento de “La Catrina”. Esta imagen captura la ironía del olvido en un sitio que, a pesar de su papel como custodio de la memoria y la identidad artística de una nación, ha cedido espacio ante el avance implacable del comercio, desafiando nuestra voluntad colectiva de preservar y honrar los espacios que dieron forma a nuestra herencia cultural.
Incluso, menciona que la reinterpretación que Rivera hizo del personaje de Posada en sus murales es una obra original, y, según palabras del propio Rivera, es simplemente un esqueleto vestido de mujer, no una garbancera, y mucho menos una catrina. Este detalle subraya la diferencia entre la visión de Rivera y la evolución histórica del personaje de Posada, evidenciando una distinción clara en la representación y significado de este icónico grabado en la cultura mexicana. Y esta revelación es significativa porque “La Catrina” se ha convertido en una imagen icónica y masivamente venerada en México.
“Comprender correctamente cómo y por qué se produjo este cambio de nombre es esencial para apreciar la evolución cultural y la importancia de esta figura en la identidad mexicana”, señala el estudioso, quien no sólo corrigió un error histórico, sino que también proporcionó una perspectiva más clara sobre cómo “La Catrina” se ha integrado y transformado en la cultura y las tradiciones mexicanas a lo largo del tiempo.
“La Catrina” refleja el mestizaje cultural de México, un crisol que amalgama lo europeo, lo criollo y lo indígena cuya figura es un testamento de cómo las máscaras culturales ocultan nuestra verdadera identidad colectiva. Y aunque puede parecer una figura festiva, su significado es más profundo –menciona López Ramírez–, y muchas personas consumen la imagen superficialmente, sin entender su contexto original.
–¿De qué manera podemos explicarnos el origen y la pérdida de la esencia de la original “Garbancera”?
–”La Garbancera” tiene un pasado despectivo que se remonta a la época de la conquista española. Su nombre proviene de los garbanzos que se daban a los indígenas trabajadores, lo que los colocaba en un limbo cultural y racial –comenta, y compara esta situación con la experiencia contemporánea de los inmigrantes, que a menudo se encuentran atrapados entre culturas, y al abordar la evolución del nombre de la obra, aclara una confusión histórica común. Contrariamente a la creencia popular, no fue Diego Rivera quien renombró la obra, subraya.
–¿Cuál es o ha sido el impacto de “La Catrina” en la cultura nacional y global?
–”La Catrina” se ha convertido en el símbolo de México ante el mundo. El ejemplo más inmediato es su influencia extendida a Estados Unidos y Canadá, donde se mezcla con celebraciones como Halloween, pero actualmente es el más importante objeto de la cultura mexicana en el extranjero.
Sin embargo, al margen de esta realidad, un aspecto preocupante es cómo “La Catrina” urbana amenaza con sobrepasar la tradicional celebración del Día de Muertos en las comunidades indígenas, especialmente en Michoacán, ante lo cual López Ramírez expresa que esta transformación cultural podría llevar a la pérdida del sentido original de estas tradiciones. También puede advertirse la influencia global de Posada, especialmente a través de las colecciones de la Universidad de Hawái y de Austin, Texas. Nuestra “Catrina” –por su omnipresencia y significado en la cultura contemporánea–, también podríamos decir que es el nuestro equivalente de “La Monalisa”.
–¿Cree que esta evolución cultural es inevitable? Finalmente se trata de un ícono etnográfico mexicano, que ha capturado la imaginación de generaciones.
–La evolución cultural es constante. Sin embargo, debemos ser conscientes de cómo las nuevas interpretaciones pueden alejarse de los significados originales, y en este contexto, “La Catrina” representa un fenómeno dinámico que refleja los cambios continuos en nuestra sociedad.
–Entonces ¿cómo hacer para mantener el equilibrio entre preservar la tradición y aceptar la evolución cultural?
–Yo considero que el equilibrio radica en la educación y en la comprensión profunda de nuestras raíces culturales, al tiempo de reconocer honestamente las influencias externas.
Para el experto, “La Catrina” –más que un símbolo–, es un espejo de la sociedad mexicana y en su visión, ésta seguirá evolucionando, llevando consigo los ecos de su origen y las huellas de su viaje cultural; de ahí la importancia de documentar y difundir la historia y el significado de iconos como el popular personaje de Posada para las futuras generaciones. Y estas necesariamente deberán verla no sólo como una imagen, sino como un reflejo de nuestra propia historia, identidad y evolución como país.
A pesar de la creciente influencia de figuras y tradiciones del Halloween anglosajón –como las emblemáticas calabazas talladas y los etéreos fantasmas, y de la transculturización de estos símbolos–, “La Catrina” se mantiene firme y distintiva en su rol como ícono del patrimonio nacional. Esta figura, en su constante evolución, no solo resiste la homogeneización cultural, sino que también se destaca como un símbolo de resistencia y orgullo nacional.
Y en un mundo donde los personajes de Hollywood y las festividades estadounidenses parecen ganar cada vez más presencia global, el personaje de Posada sigue siendo un testimonio vívido de la riqueza y la complejidad de la herencia mexicana. Su imagen, que encapsula la historia, el arte, y las tradiciones profundas de México, continúa evolucionando y adaptándose, pero sin perder su esencia y significado intrínsecos.
En su metamorfosis constante, “La Garbancera-Catrina” no solo sobrevive, sino que prospera, manteniéndose como un poderoso recordatorio de la identidad cultural única y la diversidad del país, desafiando así la marea de la globalización y preservando su lugar especial en el corazón de la cultura nacional.
Foto principal: Creado entre julio y septiembre de 1947 por Diego Rivera –con el apoyo de la joven pintora Rina Lazo–, el mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda”, constituye una contemplación profunda de la identidad cultural y la travesía histórica de México. Al centro, como si brotaran de la misma raíz, destacan figuras emblemáticas: “La Catrina”, sonriente y majestuosa en su sombrero florido, simboliza la muerte democratizadora, al lado del joven Rivera, cuya mirada infantil y atónita representa la pureza de la visión artística. José Guadalupe Posada, creador de la famosa calavera, se presenta como un espectador silencioso y reflexivo, en compañía de Frida Kahlo.