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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

La Iglesia católica ha optado por estar en modo activo en esta elección presidencial. Se abre paso en medio de la campaña para llamar la atención de la inseguridad y violencia que golpea al país, como oportunidad de hacerse escuchar y proyectarse en un rol de intermediador en la pacificación ante la escasez de puentes de diálogo por la polarización política.

También otras iglesias intentan abrirse un espacio de interlocución entre polos confrontados para incidir en las políticas públicas con la mirada en el próximo gobierno. Por lo pronto, la Conferencia del Episcopado Mexicano dará un campanazo el próximo 11 de marzo cuando sienten en la mesa a los candidatos presidenciales para entregarles una Agenda Nacional de Paz, que construye desde hace meses con líderes y ministros religiosos, especialistas, ONG y víctimas. No consiguió la pasarela de los tres juntos, pero sí que Xóchitl, Sheinbaum y Máynez suscriban un compromiso contra el crimen y la violencia en estas elecciones.

Para las autoridades religiosas, su respuesta es un primer paso, pero significativo, y que cobra realce por sentirse poco tomadas en cuenta en este sexenio, a pesar de que –como dice López Obrador– las relaciones son buenas, pero poco audibles. Y, sobre todo, ensombrecidas por el asesinato de dos sacerdotes jesuitas en la Tarahumara, cuyo crimen detonó un cambio de dinámica en su implicación por la paz. Aquel acontecimiento tiró el mito de la Iglesia como lugar seguro, aunque no era la primera vez que se cobraba la vida de un religioso. No ha sido su único choque con la inseguridad, pero su mayor reclamo es la zona de silencio en que se envuelve la violencia.

La relación gobierno e iglesias siempre transcurre en una línea delgada por el riesgo de trasgredir la separación con el Estado y sus límites difusos. Si, por un lado, las candidatas visitan al Papa para enmarcar la campaña, por otro miran con cuidado su intermediación frente al narco, por ejemplo, en Guerrero; o sirve a las críticas de la oposición contra el gobierno. Si se exaltan las buenas relaciones con ellas, también se escuchan descalificaciones a universidades jesuitas o a defensores de derechos humanos cercanos a esa congregación, que es una de las precursoras de la agenda.

En el mundo de la política prefieren no polemizar con la Iglesia. Pero donde se aprecia un giro es en su postura contra la violencia, que ahora parte de considerar que todo llamado a sumar voluntades contra ella es un asunto político. La idea da lugar a pronunciamientos fuertes como advertir del riesgo de la violencia criminal para la “estabilidad democrática” y la libertad del voto. Evidentemente, la declaración eriza al gobierno, dado que la inseguridad es el eje central de la disputa electoral y se lee dentro de la coyuntura de campaña. Aun así, confían en aprovechar el momento para buscar el diálogo con una hoja de ruta y un horizonte distinto a anteriores, por ejemplo, de la agenda de víctimas que naufragó al principio del sexenio; y poder abrirse paso entre la polarización, o incluso consolidar su interlocución si se profundiza en el cierre de las campañas.

Aunque la intención de dialogar no está desprovista de recelo que, en clave electoral, se nutre del temor por el uso de la violencia para desacreditar la elección. Frente a la desconfianza, los organizadores defienden que desde hace meses desarrollan un Dialogo Nacional por la Paz en las comunidades y municipios para elaborar un diagnóstico sobre las causas multidimensionales de la violencia, que trasciende los comicios. Por eso entregarán a los candidatos un paquete de estrategias de política pública para la paz, con propuestas de 50 expertos sobre la reconstrucción del tejido social, los jóvenes frente al crimen organizado, seguridad, justicia y sistema penitenciario.

Quien quiere poner agenda sobre la mesa, quiere convertirse en interlocutor, en este caso, del próximo gobierno. Su expectativa es que incorporen sus propuestas a las políticas públicas, aunque antes que nada su reclamo es ser escuchados. Algo que es normal en el juego democrático, pero complicado de practicar cuando la desconfianza mina puentes de comunicación por el abandono a las víctimas y la prevalencia de la impunidad en casos como Ayotzinapa. De todas formas, es una apuesta por el diálogo que los candidatos hacen bien en escuchar.