![]()
“SI EL GOBIERNO NO ESCUCHA, LA CALLE GRITA”; UN PAÍS QUE YA NO QUIERE CALLAR
Miles de personas marcharon en la Ciudad de México —y en decenas de ciudades del país—, para reclamar seguridad, justicia y respeto al carácter estrictamente ciudadano de la protesta. El asesinato del alcalde de Uruapan detonó un movimiento que desbordó por completo a la Generación Z y fue asumido masivamente por la clase media, harta de la violencia cotidiana. Sin embargo, la irrupción de grupos provocadores y el uso de gas lacrimógeno revelaron la fractura creciente entre sociedad y Estado, así como la incapacidad oficial para contener la crisis sin recurrir a descalificaciones. Las pancartas, los carteles y los testimonios en el Zócalo expresaron indignación, cansancio y la exigencia directa de que el gobierno deje de minimizar la gravedad del momento
La marcha de este sábado en la Ciudad de México arrancó a las 11:00 en punto de la mañana, sin demoras ni titubeos. A esa hora, el Ángel de la Independencia ya estaba rodeado por miles de personas que avanzaban con determinación, cada una con sus propias motivaciones, pero con un sentimiento común: la necesidad de hacerse escuchar.
Avenida Reforma comenzó a llenarse con un flujo constante de ciudadanos provenientes de distintas direcciones. Algunos llegaban desde la Diana; otros, desde la zona de Chapultepec, la Roma, Del valle, Iztapalapa, Coyoacán, Azcapotzalco, Aragón, Narvarte o Patriotismo; varios más se incorporaban en Insurgentes. Venían de otros estados de la República. Todo confluyó sin fricción.

Desde los primeros minutos quedó claro que no se trataba de una movilización convencional. El ambiente era profundamente ciudadano, plural y familiar. Había mujeres empujando carriolas, hombres acompañando a sus padres mayores, jóvenes que se incorporaban por primera vez a una protesta y personas en sillas de ruedas avanzando a pesar del suelo irregular.
Desde el inicio de la marcha un grupo de granaderos avanzó a paso veloz por los costados. Su formación cerrada y su movimiento rápido, generaron la sensación de que intentarían encapsular a los contingentes, aunque finalmente se limitaron a resguardar accesos.
La atmósfera no era festiva, pero tampoco sombría. Predominó una seriedad tranquila, casi reflexiva. No hubo templetes ni figuras políticas encabezando el contingente. La marcha se movió por inercia social, no por instrucciones.

Avanzando hacia el Centro Histórico, el contingente tomó Avenida Juárez. En ese punto surgió el primer obstáculo: el cierre completo de Avenida Madero, que impedía el paso directo hacia el Zócalo. La multitud tuvo que desviarse hacia la izquierda en Lázaro Cárdenas.
El giro los llevó a doblar hacia la derecha en 5 de Mayo, una cuadra más estrecha, y el contingente entró en un corredor reducido que obligó a caminar prácticamente hombro con hombro. A pesar de la estrechez, no hubo empujones ni molestias.
A la altura de Monte de Piedad, la ruta se comprimió todavía más. La multitud avanzó lentamente por pasajes reducidos. Al llegar al Zócalo, el cerco de vallas impedía el acceso directo a la explanada. La gente soportó el calor, la fatiga y la presión del espacio, sin perder la calma, y se concentró frente a las barreras, coreando mensajes breves y sosteniendo los carteles que ya habían acompañado todo el recorrido.
Desmintiendo la narrativa presidencial
Aunque la convocatoria inicial fue impulsada por jóvenes de la llamada Generación Z México, en la práctica la marcha fue adoptada por la sociedad civil adulta. Familias, profesionales, profesores, empleados, comerciantes y jubilados. Ese mosaico humano desmentía la idea de que solo los jóvenes habían respondido.

La narrativa oficial, desde la conferencia presidencial matutina, había intentado reducir la marcha a un acto “financiado por la derecha”, lo cual chocaba con la realidad visible en cada rostro. Nadie aparentaba haber sido movilizado por consigna política; todos parecían haber llegado por una decisión estrictamente personal.
En medio del recorrido se observaban pancartas que sintetizaban el sentir general. Una mujer sostenía un cartel blanco donde se leía: “¡Exigimos un gobierno que proteja, no que se esconda!”. La frase era comentada por quienes caminaban a su alrededor, pues articulaba el reclamo de muchos.

Más adelante, un hombre levantaba un cartel negro dirigido directamente a la presidenta Claudia Sheinbaum. Enumeraba preguntas puntuales sobre temas pendientes: seguridad, corrupción, el huachicol y la responsabilidad del Estado en el asesinato del alcalde Carlos Manzo. Cerraba con una advertencia: “Y te voy a preguntar diario”.
Una joven sostenía una cartulina que decía: “Si el gobierno no escucha, la calle grita”. Vestía con prendas que protegían su rostro del sol y del gas, pero su postura era firme, como si supiera que ese mensaje resumía la razón por la que todos estaban ahí.
Otro mensaje llamaba la atención por su tono directo: “Ni soy bot, ni prianista, ni acarreada. Soy una mexicana que quiere libertad, paz y justicia para México”. Ese letrero iba acompañado de otro que respondía a la misma narrativa oficial: “No somos acarreados”.
La marcha se mantuvo en orden hasta que aparecieron pequeños grupos de encapuchados que comenzaron a atacar las vallas metálicas que resguardaban Palacio Nacional y la Catedral. Portaban varillas, piedras y escombros que lanzaban contra los escudos policiales.
Esos grupos arrojaron bombas molotov contra las vallas. Las llamas se encendían por segundos y provocaban gritos de alerta entre los asistentes. La mayoría de la gente se retiró hacia atrás para evitar quedar atrapada en la confrontación.
Los ataques fueron persistentes. Golpeaban, pateaban y empujaban las estructuras metálicas, logrando derribar algunas secciones.

La respuesta policial fue inmediata: latas de gas lacrimógeno comenzaron a sobrevolar las vallas y cayeron directamente en la zona donde se encontraba la gente que nada tenía que ver con los encapuchados. La nube afectó a mujeres, niños, adultos mayores y manifestantes pacíficos, muchos de los cuales retrocedían con los ojos irritados, tosiendo y buscando aire limpio.
Personal del ERUM atendió a jóvenes golpeados y a ciudadanos con crisis respiratorias. Entre los asistentes, varias mujeres repartían botellas de agua para mitigar el ardor. Ese acto de solidaridad contrastó con la violencia de los provocadores.

En otro punto del Zócalo, una manta de la Colectiva Feminista Ehécatl reunía a madres y padres buscadores de varios estados. Caminaban en silencio, sosteniendo el estandarte que mencionaba Nayarit, Puebla, Michoacán, Jalisco e Hidalgo. Su presencia recordaba que la crisis de desapariciones antecede a cualquier gobierno y se ha convertido en una herida abierta que no cierra.
Entre los carteles más emotivos se encontraba uno que decía: “Vengo a la marcha para que ya no mueran los Carlos Manzo que hay todavía en México”. Era una síntesis del dolor y la indignación que detonaron esta movilización nacional.
Los manifestantes no respondieron a la provocación
La tensión que se vivió en esos minutos no borró la naturaleza pacífica del resto de la jornada que tuvo réplicas en varias ciudades. Monterrey, Guadalajara, Tijuana, Mérida, Toluca, Puebla, Chihuahua, Morelia, Querétaro y Veracruz registraron marchas simultáneas.
En la mayoría de estas ciudades, la tónica fue la misma: ciudadanos comunes, sin banderas partidistas, exigiendo seguridad y responsabilizando al Estado del deterioro de las condiciones de vida.
El detonante inmediato fue el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Su muerte, violenta y emblemática, puso de manifiesto la vulnerabilidad de cualquier autoridad local frente al crimen.

Aunque la presidenta Sheinbaum aseguró que la marcha era “organizada por la derecha”, la realidad visible en las calles contradijo esa afirmación.
En el recorrido, las críticas ácidas a ese discurso fueron frecuentes. Varias personas consideraron ofensivo que el gobierno redujera su participación a una conspiración, cuando el motivo principal era el hartazgo ante la violencia.
En su origen más amplio, esta marcha forma parte de una serie de movilizaciones ciudadanas que comenzaron en 2024. La primera gran marcha fue el 18 de febrero; la segunda, la “marea rosa”, el 19 de mayo. Sin embargo, esta tercera movilización tuvo un carácter distinto: más espontánea, menos estructurada y cargada de indignación ante lo que muchos perciben como un vacío de autoridad.
A diferencia de las dos anteriores, esta no contó con actos políticos ni figuras visibles encabezándola. Fue una demostración horizontal de ciudadanía. También la marcha se distinguió por su tono emocional. No hubo arengas, música ni celebraciones. Predominó la preocupación palpable por el rumbo del país.
En las conversaciones aparecían temas como la inseguridad, la falta de medicinas, los retrocesos institucionales y la sensación de que el gobierno se ha encerrado en su propia narrativa.
A pesar del gas y de los momentos de pánico, la marcha se mantuvo íntegra. Los contingentes comenzaron a dispersarse alrededor de las 14:00 horas, sin violencia adicional y en completo orden. Muchos se retiraron con los ojos irritados, la garganta seca y el cuerpo cansado, aunque con la certeza de haber cumplido un deber cívico.
Sin duda las autoridades federales y locales intentarán en las próximas horas reducir su significado a cifras o etiquetas políticas —y seguramente la presidenta Claudia Sheinbaum, en su conferencia matutina, intentará minimizar la asistencia y las demandas de los participantes—, pero en esencia lo que ocurrió fue que miles de ciudadanos, en todo el país, volvieron a ocupar el espacio público ante un clima de violencia que se ha vuelto insoportable.
Y esa es precisamente la lectura fundamental de la jornada: un país que ya no quiere callar, una sociedad que demanda seguridad y un gobierno que, por soberbia e insensibilidad, no puede seguir desestimando el mensaje.
Fotos: ALBERTO CARBOT y ESPECIALES
