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La ceremonia de ayer, rito tradicional y cada vez menos apegadoaa sus orígenes conmemorativos del modo como ahora lo conocemos, (nada en relación con el 16 de septiembre de 1810, ni el horario, ni el escenario), resulta desde hace mucho tiempo una buena oportunidad para la autocelebración presidencial. Ni un juicio ni un plebiscito.
Más allá del previsible y reiterativo episodio de anoche –el presidente y sus obsesiones como tema y protagonista–, todos los Ejecutivos, siempre imbuidos en mayor o menor grado por la megalomanía, quieren ingresar a la posteridad (en la enfermedad mental también hay niveles) por la puerta falsa del festejo nacional.
Si bien la fecha formal es el día 16 –hoy–, lo conmemorativo del campanazo y la arenga, lo vistoso y participativo con el pueblo, la gleba o el populacho (como se quiera), les permite a los presidentes, desde Porfirio Díaz –quien sometió la fiesta nacional a su cumpleaños–, una patente desmesurada para incluirse con poca originalidad en el catálogo de los héroes “que nos dieron patria”, aunque ninguno de ellos nos haya legado patria alguna, pues cuando el movimiento se consumó once años después, muchos iniciadores estaban suficientemente difuntos.
Quien arenga junto a los nombres de Hidalgo, Morelos y demás (hasta doña Josefa, quien no hizo nada de nada), “Viva la Cuarta transformación”, traduce desde el lenguaje de su incurable soberbia: “Viva yo” (ya cuando grita, “Viva el amor” es para salir de carrera) como nos advirtió en memorables versos el poeta Jorge Hernández Campos, a pesar de no haber conocido estos excesos:
“Yo soy el Excelentísimo Señor Presidente de la República General y Licenciado Don Fulano de Tal.
“Y cuando la tierra trepida
y la muchedumbre muge
agolpada en el Zócalo
y grito ¡Viva México!
por gritar ¡Viva Yo!
y pongo la mano
sobre mis testículos
siento que un torrente beodo
de vida
inunda montañas y selvas y bocas
rugen los cañones
en el horizonte
y hasta la misma muerte
sube al cielo y estalla
como un Sol de cañas
sobre el viento pasivo
y rencoroso
de la patria”.
Pero la poesía a veces llama y explica. A veces solamente explica. Basten estas líneas también de JHC:
“…Porque el poder es ese pétreo mascarón
que resurge
cada seis años
siempre igual a sí mismo, siempre
reiterativo, ambiguo, obtuso, laberíntico,
siempre equivocado
e incapaz, que para eso es el poder, de enmendar
y aprender…”
Quizá esos dos verbos imposibles (enmendar y aprender), sean en sentido contrario a la inteligencia, la explicación del ilimitado sentido natural del poder cuya característica personalista y eternamente arbitraria permite la posesión de todos los estamentos del país, sobre todo en un país sometido secularmente al verticalismo político de orígenes “tlatoánicos” (¿cuál será el femenino de Tlatoani?).
Hasta la fecha nunca he visto a un presidente enmendar.
Los he visto corregir superficialmente algunas cosas, buscar nuevos rumbos para aumentar sus anhelos de apropiación, y solamente como una excepción de golondrinas sin verano.
Pero cuando un hombre hace de su terquedad, su obsesión, su perseverancia, el mayor timbre de su orgullo, como sucede ahora (y vaya si es orgulloso), no se pueden esperar cambios mayores, especialmente si se anuncia la continuidad dominada.
Sin zigzagueos ni cambios de ruta, ha advertido en tono admonitorio.
A pocos días de perder un importante debate contra Kamala Harris quien lo hizo ver débil, descuadrado, fuera de balance y sin recursos novedosos –excepto por la famélica gastronomía de las mascotas– , un increíble atentado sin atentado, un lejano tiroteo (de la policía), le viene milagrosamente bien a Donald Trump.
“…Trump, que se encontraba en su club de golf en Florida, según informes de prensa, está “a salvo después de que se escucharan disparos en sus inmediaciones”, afirmó Steven Cheung, director de comunicaciones de su campaña”.
En julio pasado hubo sangre (poquita), pero hoy todo esto parece una obvia sangronada.