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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

La reelección de Rosario Piedra en la CNDH es un revés para el gobierno de Sheinbaum, al que de nada le sirve el mensaje de imposición del Senado. Su ratificación como decisión de Estado es un exceso de veneno puro para la legitimidad democrática por la lectura indiferente con los derechos humanos, relegados por intereses políticos u oscuras razones del poder.

Algo anda mal cuando la desproporción y soberbia se imponen como razón de Estado en una decisión que, simplemente, desdeña la protección de las víctimas en un país que atraviesa una grave crisis de derechos humanos. Pero no se puede negar que de eso se trató el juego; tampoco que el problema de la proporcionalidad en los medios empleados y el resultado obtenido deja una factura impagable para la legitimidad institucional. A Sheinbaum no le conviene en nada la forma como se jugó esta partida, de la que aparece marginada.

El papel de Piedra en la CNDH ha sido ampliamente cuestionado por sus intereses políticos en un ejercicio cercano y obsecuente con el expresidente López Obrador. Por la forma como se operó la reelección, su sombra se proyecta como la razón de facto que evidencia falta de límites institucionales si el exmandatario se abrogó un derecho que no le corresponde más allá, si acaso, de expresar desacuerdos con un nombramiento público de otro gobierno y, a pesar del compromiso de mantenerse políticamente al margen en el sexenio, algo que no parece cumplir. Las explicaciones más indulgentes atribuyen a la bancada de Morena y aliados una actitud obsequiosa con López Obrador, pero si así fuera, no habrían tenido que someter con presiones la división del voto de los inconformes internos, comenzando por el presidente de la Comisión de Justicia, Javier Corral, responsable de su curso. Pero la cuestión va más allá de los medios en el proceso legislativo si lo que se pone en duda es la obligación de fijar la soberanía estatal del Congreso y del gobierno de Sheinbaum, a pesar de su arrollador triunfo en las urnas. La forma como se reeligió a Piedra mina su soberanía.

Es una decisión equivocada. En primer lugar, porque tiene el efecto cancerígeno del arsénico que corroe las libertades en que descansa el sentido de los derechos políticos. La idea de que una mayoría puede mermar la capacidad jurídica e institucional para defender y proteger los derechos humanos es grave error ante el temor que genera el inmenso poder que Morena recibió de las urnas; la defensa de un nombramiento más allá de lo factible en el haiga sido como haiga sido socava al ombudsperson para cumplir su tarea.

En segundo lugar, la decisión contra viento y marea, con la fracción mayoritaria dividida y el rechazo de casi todas las organizaciones de derechos humanos, acendra el temor al dominio de la mayoría sobre la necesidad de resolver de manera racional y juiciosa para elegir entre distintas opciones mucho mejor valoradas que Piedra. Resultó la peor evaluada y su nombre se incluyó en la terna final por un acuerdo político que implicó dejar fuera a la segunda mejor calificada e imponerse a otros dos perfiles con mayores competencias y atributos, Nashieli Ramírez y Paulina Hernández.

Desde un principio, su independencia fue cuestionada con la renuncia de la mitad de su Consejo Consultivo por una elección poco transparente; y de la otra mitad por omisiones en las denuncias de violaciones a derechos humanos que implicaran a militares en tareas de seguridad pública. La crítica sobre la falta de autonomía dominó su paso deslucido por la CNDH, en medio de acusaciones de corrupción y renuncias masivas. Para cerrar su gestión, llegó a proponer disolverla porque “ya no respondía a las necesidades del pueblo”, con igual retórica que el exmandatario defendía la desaparición de otros órganos autónomos.

Pero nada contó para los senadores de Morena, que con su voto demostraron que la autonomía de la CNDH no vale para confrontarse políticamente con la línea del liderazgo de facto de su movimiento. En todo caso, el mensaje de falta de contención es fatal. El debilitamiento de la institución hasta convertirla en instrumento político es cicuta para los derechos humanos como fue para la verdad en el caso de Sócrates; su deterioro degrada la política y la imposición resta al Estado canales que han servido para disuadir de cambios violentos en la lucha por el poder.