NÚMERO CERO/ EXCELSIOR
La discordia política se conoce cuando comienza con el enfrentamiento, pero nunca hasta dónde llevará cuando se rompe la posibilidad del acuerdo en un República. La (casi) aprobación de una reforma electoral por imposición de la mayoría y sin consensos con la oposición conduce a la nación por un tobogán de desunión sin horizonte común. México es hoy un país dividido con las costuras de su democracia rasgada.
Tras un año de negociaciones entre los partidos para una reforma electoral, el Congreso, en fast track, sin respeto a los procedimientos parlamentarios, demostró que puede legislarse sin fundamentar, motivar y debatir adecuadamente un dictamen cuando se impone la exigencia política de cumplir con una consigna: “el INE sí se toca”. La aplanadora legislativa del Presidente, como él reconoce, sirvió al propósito político de probar que, dentro de la lógica de la confrontación, no sólo ninguna institución es intocable, sino que tampoco escapa a sus designios.
La decisión política de sacarla sólo con la mayoría de Morena y aliados cayó en el terreno de lo irreversible cuando la protesta lo desafió en su propio terreno, la calle. Se ha interpretado la discordia por la reforma como sed de venganza contra el INE, pero es insuficiente para explicar el riesgo de desestabilizar el sistema electoral con todas las encuestas a favor del Presidente y su partido hacia 2024. ¿Por qué ahondar en la desavenencia e incertidumbre con una victoria a la vista? La movilización social contra la reforma fue para el Presidente algo más que un rechazo a su propuesta, porque descubrió que ni él, ni nadie, tiene el monopolio permanente de la voluntad popular. Esa constatación es su mayor temor.
Paradójicamente, el acto de fuerza que dio por respuesta deja a la oposición una causa política que no había construido a lo largo del sexenio: defender la democracia desde una oposición desdibujada y sin otra identidad que una especie de nostalgia por un viejo arreglo político que colapsó en 2018 con su triunfo aplastante. Lo que viene es la guerra en tribunales por el INE, la tentativa de una nueva propuesta que retome aspectos que quedaron fuera del plan B de la reforma (casi) aprobada, la amenaza de desacreditar las instituciones democráticas en el exterior y profundizar la incertidumbre sobre las condiciones para elecciones limpias, como sugiere la petición del Congreso de EU a Biden de presentar una valoración sobre la reforma electoral en México.
El código de la discordia es ciego como la serie alemana de Netflix del mismo nombre en la que un artista y un hacker crean una nueva forma de ver el mundo y años después se reúnen para demandar a Google por robarles la patente. La promesa de transformar las instituciones de la 4T se precipita en el desacuerdo como invitación al litigio y la disolución. No son tiempos de “entierro”, dice Lorenzo Córdova, vendrá la batalla por el INE como si hablara igual que la oposición de un derecho exclusivo para la protección de la democracia. El INE, como cualquier institución, es reformable, como ha ocurrido una decena de veces en los últimos 30 años, con reformas buenas y malas.
La diferencia capital con ésta es que ninguna se aprobó sin consenso. La reforma del Presidente fue rehén de la discordia política, incluso de sus aliados, lo que la detuvo. Nunca un gobierno se atrevió a cambiar las reglas de juego solo y tampoco ninguno enfrentó una oposición en contra de todo. La oposición ha adelantado que acudirá a la Corte para inconformarse contra la reforma en las narices de la sucesión presidencial. La restructuración del INE como su objetivo central y el litigio en los prolegómenos de la elección de 2024 auguran su judicialización y despierta dudas sobre la voluntad de acatar los resultados de los derrotados. Es el peor escenario para la oferta de transformar las instituciones y asegurar la gobernabilidad porque, como enseña la discordia, nunca se sabe a dónde pueden llevar sus impulsos.
El zafarrancho maximalista es una pulsión tan fuerte que todos pierden de vista que la discordia política es la mayor amenaza para la democracia, porque diluye la lealtad hacia las instituciones y debilita la gobernanza. El parón de la reforma hasta febrero podría abrir un espacio para volver al dialogo y la mesa de negociación como unas vías para resolver los conflictos.