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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

Con las protestas de mujeres del #8M, el presidente López Obrador ha alcanzado el máximo momento de soledad en lo que va del sexenio, aunque mantenga alta popularidad, pese a la crisis económica y sanitaria. Es una aparente paradoja, pero se trata de lógicas distintas o, al menos, así lo quiere creer su gobierno. Ven el hecho de “gobernar en solitario” casi como destino manifiesto por combatir la corrupción y tocar privilegios, pero un mal menor al verdadero peligro de “estar solo” si pierde el favor de las encuestas. Eso es lo que se interpreta de su decisión de pagar los costos políticos de la sordera a los reclamos de movimientos sociales como los feministas, indígenas o el de víctimas y de los desaparecidos hasta que se cobren en los sondeos.

El Presidente llegó con el voto de esos movimientos. El mando fuerte que le dieron en las urnas, sin embargo, puede descomponerse a medida que cada colectivo viva un agravio por la distancia entre sus palabras y la realidad. El costo es quedarse solo si desde un movimiento de izquierda no está plenamente comprometido con el derecho a la justicia de las víctimas, por más que crea que no amenazan la gobernabilidad o impactan las urnas; o pretender justificar su desdén a ellas por su necesidad de acallar a las facciosas en su gobierno.

Las protestas feministas que persigue su sexenio, como la del #8M, no han logrado que el Presidente las escuche ni abrir un diálogo para sus demandas, apenas algún atisbo de rectificación extemporánea en el discurso con la recomendación de investigar candidatos vinculadas a delitos sexuales. También ha tomado distancia con reclamos de otros movimientos sociales, como los indígenas afectados por el Tren Maya o víctimas de la violencia y desaparición forzada. Y, peor, en sus respuestas descalifica a esas minorías activas u opone a sus demandas el aplauso de las mayorías silenciosas de los sondeos a las que sí presta oídos para conducir el poder público.

En efecto, parece creer que puede gobernar en solitario y perder el acompañamiento de los movimientos sociales, mientras conserve la voluntad de los muestreos anónimos de acuerdo o rechazo a sus políticas, sin demandas legítimas a diferencia de los que se movilizan por ellas. A estos grupos suele acusar de estar manipulados y vinculados a sus adversarios políticos conservadores para debilitar su presidencia. Parece olvidar la lógica de la oposición social que sus críticos les reclamaban confundir con el poder público, a pesar de que la soledad sorda llevó a la autodestrucción de gobiernos anteriores por separarse de la sociedad.

Precisamente, las murallas de Palacio Nacional el pasado #8M han sido vistas como imagen de un mandatario que se atrinchera con el temor de perder fuerza si se abre al diálogo. La soledad del Presidente ha sido perceptible en su defensa de la candidatura de Salgado Macedonio al gobierno de Guerrero, con el argumento de la preferencia en encuestas, aunque sea el emblema del agravio de la violencia de género para las mujeres. Es un ejemplo, otra vez, de creer que no está realmente solo quien tenga a esas mayorías silenciosas y su reflejo en votos, y para conservarlas basta lanzar expedientes contra corruptos que las mantengan indignadas.

En contraste, su soledad también es visible en los reclamos de indígenas y su oposición al Tren Maya, así como el abandono a los colectivos de desaparecidos y la falta de apoyo a la Comisión Nacional de Búsqueda de Desaparecidos o al movimiento de víctimas, a pesar de que desde ahí han venido también los cuestionamientos a las políticas neoliberales y la corrupción de gobiernos anteriores.

La falta de apertura al diálogo es una mala señal de su gobierno, porque encapsular los conflictos y la indignación no hace sino crecer la tensión social, como se ve en los incidentes de violencia en el #8M o en las protestas de las víctimas en sus giras por los estados. Con estos colectivos, salvo con los familiares de los desaparecidos de Ayotzinapa, no ha vuelto a reunirse a pesar de que serían prioridad “número uno” de su gobierno. Si realmente está comprometido con los movimientos sociales, el Presidente debe retomar la lógica de oposición social para usar el poder gubernamental a favor del diálogo.