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Para fortuna de quienes admiramos el talento y la erudición (esa forma aspiracionista de la inteligencia), circula en estos días la sorprendente obra de Henry Kissinger; “Liderazgo”. Lo extraño de este volumen no es tanto su contenido ni sus profundas reflexiones sobre la política, la historia y la oportunidad cuyo rostro solo advierten y aprovechan los superdotados, sino la edad de su autor: 99 años cuando lo terminó.
Pero más allá de la anécdota, la obra de Kissinger, quien retrata vívidamente las circunstancias y estrategias de seis grandes estadistas, consiste precisamente en su noción del Estado y el estadista, por encima de la circunstancia personal del profeta, quien vendría a ser en el lenguaje weberiano, el líder carismático, pero de escasa profundidad.
Kissinger presenta sus retratos de estos hombres y mujeres, a partir de una idea: el líder lleva a su pueblo de dónde está a donde no ha estado, ni podría llegar sin esta comprensión y sin esta actividad.
Así analiza a Konrad Adenauer, Charles De Gaulle, Margaret Thatcher , Richard Nixon, Lee Kuan Yew, el fundador del Singapur moderno y el egipcio Anwar el Sadat.
En la clasificación de las aptitudes y las actitudes, el doctor K., discierne entre los estadistas (gestores de los conflictos cotidianos, gente realista y pragmática que siente que su principal deber es conservar las instituciones y alentar el progreso cauteloso de sus países) y los “profetas políticos” quienes pueden arrastrar a sus pueblos en torno de una idea personal, con frecuentes actitudes mesiánicas, y que no se conforman con nada que no sean avances “revolucionarios”. En el caso del libro, los seis combinan rasgos de ambos tipos: el avance institucional, así sea transformando las cosas de fondo, como en el caso de De Gaulle y su Quinta República o partiendo casi del cero, como Lee Kuan Yeu.
En un análisis sobre las tesis de Kissinger, el analista Ramón González explica:
“…estos líderes triunfaron porque, siguiendo la idea de Maquiavelo, emergieron en tiempos de dificultades y supieron aprovecharlos en su favor y el de sus naciones.
“Adenauer y De Gaulle levantaron sus países tras una guerra devastadora; Yew y Sadat reinventaron sociedades que habían estado sometidas a décadas de colonialismo, Nixon y Thatcher entendieron las nuevas realidades de un mundo al borde de una nueva guerra mundial y lastrado por viejas ideas económicas.
“Nuestros tiempos no enfrentan retos menores —de la inteligencia artificial a las pandemias; de la inflación al auge de Asia frente al dominio occidental—, pero Kissinger, pese a no mostrarse pesimista, desconfía sobre la posibilidad de que en el futuro próximo podamos contar con líderes comparables a estos seis.
“Quizás ha terminado, por razones que no alcanzamos a entender, el tiempo de los grandes líderes”.
Obviamente esta idea de los grandes hombres, tan recurrente en Emerson, es absolutamente incompatible con el adocenamiento del hombre contemporáneo, ajeno a la individualidad y arrastrado por la manipulación cibernética a través de tabletas, celulares “inteligentes” y modas de plataforma televisada.
Los “profetas” son manipuladores de los pueblos. Los estadistas, transformadores de los Estados.
En México hace mucho tiempo no se presentaba, en tales condiciones de éxito un líder de corte “profético”, como Andrés Manuel López Obrador, pero su éxito electoral y su arrastre popular, no le confieren categoría de estadista. Ni siquiera se adivina en sus discursos una percepción comprensible del Estado. Es un demagogo.
En sus mejores momentos lo confunde con el gobierno. Y en los peores, consigo mismo, porque la legitimidad de sus ideas (para él), justificado todo. Atropellos, abusos y desprecio por leyes y reglamentos, innobles e inmorales porque proviene la fuente corrupta del pasado. Como su propia historia, en ese caso.
A fin de cuentas, el flautista de Hamelin también era –a su modo—un líder. O una alegoría del liderazgo peligroso. Como este.
PATA
Escribí ayer “cartonismo verbal”. Se publicó “catonismo”. Perdón, AFA.