![]()
La realidad de los hechos contradice la versión oficial que intentó etiquetar como “de derecha” una marcha ciudadana que fue infiltrada y violentada por un bloque preparado para el vandalismo
La marcha del 15 de noviembre fue una movilización ciudadana pacífica, no un acto partidista ni una provocación “de derecha”, como aseguró el gobierno capitalino en su boletín. Los actos violentos se originaron en un grupo reducido de encapuchados que llegó con herramientas, explosivos y una agenda premeditada de confrontación. La policía reaccionó sólo después de que ese bloque derribó vallas y lanzó artefactos contra los granaderos. La ciudadanía no participó ni alentó el vandalismo; fue víctima de él. La distancia entre la versión oficial y lo ocurrido en las calles vuelve a exponer la manipulación política de la protesta social
El Gobierno de la Ciudad de México difundió este sábado por la tarde un boletín donde asegura que “contuvo expresiones de violencia en el Zócalo capitalino” durante la marcha del 15 de noviembre y que los actos vandálicos fueron obra de “grupos de la derecha”. La autoridad presenta los hechos como si la protesta hubiera sido provocada, organizada y ejecutada por actores políticos opositores.
Nada más alejado de la realidad.
Como periodista estuve ahí, desde el inicio mismo de la marcha en el Ángel de la Independencia hasta los últimos minutos dentro del Zócalo, e incluso realicé varias transmisiones en vivo de lo acontecido. No me lo contaron. Lo que vi, paso por paso, contradice punto por punto esa versión gubernamental.
El comunicado oficial acierta cuando reconoce la existencia de grupos violentos. Lo que distorsiona —con absoluta intención política—, es atribuirles una filiación ideológica para tratar de contaminar a toda la marcha. El boletín mezcla hechos ciertos con acusaciones sin sustento, y termina construyendo una narrativa que pretende borrar la esencia ciudadana de la movilización.
La marcha no fue de partidos. No fue organizada por “la derecha”. No fue financiada por nadie. Fue una expresión genuina de la sociedad civil. Fueron familias, trabajadores, jóvenes, adultos mayores, profesionistas, mujeres con carriolas, jubilados, estudiantes sin organización partidista. Fue gente común con una exigencia elemental: vivir sin miedo.
El boletín oficial afirma que ingresaron al Zócalo “alrededor de mil personas embozadas” que derribaron vallas “con martillos, cadenas, alicates y explosivos”. Es una cifra inflada, porque tal vez estas no superaron las 150, pero el hecho central es cierto: los encapuchados sí existieron, pero no eran la marcha, sino un grupo infiltrado que llegó con una agenda premeditada de violencia.
Lo que el boletín no dice —porque no le conviene—, es cómo operaron y quiénes fueron sus víctimas. Aquí van los hechos, tal como los viví y reseñé:
La agresión comenzó con los embozados, no con la policía
Estuve presente desde el inicio mismo de la marcha —del Ángel al Zócalo— y puedo afirmar sin titubeos: la agresión no provino de la policía, ni de la llamada “derecha”, ni de ciudadanos inconformes. La violencia comenzó única y exclusivamente en el grupo de embozados vestidos de negro.
Al inicio del recorrido, estos individuos se incorporaron en pequeños grupos. Caminaban discretos, sin mostrar herramientas ni actitudes hostiles. Pasaban desapercibidos entre la multitud, integrada por familias, trabajadores, adultos mayores y jóvenes sin intención violenta.
El despliegue real de estos grupos ocurrió en el Zócalo, donde el resto de sus cómplices los esperaba colocados estratégicamente en la primera línea frente a las vallas de Palacio Nacional.
Ahí se reunieron —a juzgar por lo que vi—, entre 100 y 150 encapuchados, que llegaron simulando ser marchistas, pero al reagrupase abrieron sus mochilas y sacaron herramientas preparadas para el vandalismo y el caos.
Entre esos objetos había martillos, piedras, varillas, cadenas, cohetones, explosivos caseros, latas de gas, sopletes y bombas molotov. Nada de eso lo porta una persona que acude a una manifestación pacífica. Era evidente su propósito.
Desde ese momento, la primera agresión contra los policías situados al otro lado de las vallas, fue de ellos, los vándalos. Golpearon las protecciones con martillos, arrojaron explosivos, lanzaron piedras, encendieron sopletes e incluso aventaron latas de gas lacrimógeno hacia los policías.
La policía respondió devolviendo esos mismos objetos —que literalmente les caían encima—, incluso usaron polvo de extinguidores, pero no hubo un ataque inicial por parte de ellos. La reacción de los granaderos vino después del incremento de la violencia por parte de los encapuchados.
Los vándalos derribaron primero una valla jalándola con un cable plástico muy resistente. Después bajaron dos vallas más, creando un boquete que puso en riesgo a los propios policías, expuestos a explosivos y objetos incendiarios. Tras ese momento crítico, los granaderos salieron en tropel para cerrar el boquete y evitar un ingreso violento al Zócalo. Golpearon indiscriminadamente, sí; pero fue reacción a una agresión en curso, no detonante de ella.
Todo esto confirma que la agresión no surgió de la marcha, ni de la ciudadanía común, ni de actores políticos opositores. Surgió de un bloque perfectamente identificable por el gobierno, que, supuestamente, siempre ha sabido quienes son, por su vestimenta, su organización y su modus operandi.
La gente común —la sociedad civil que marchó con niños, adultos mayores y carteles pacíficos—, no participó en ningún acto violento. Fue víctima colateral de explosivos, gas lacrimógeno e incluso de la estampida generada por los encapuchados.
Lo que yo vi, del inicio al final, es simple:
—La marcha fue ciudadana.
—Los encapuchados llegaron a violentarla.
—La policía respondió hasta que la agresión fue insostenible.
— La sociedad civil pagó los platos rotos sin deberla ni temerla.
Esa es la realidad que ningún boletín puede borrar.
Lo que sí fue la marcha, y lo que no fue
La marcha fue nacional, transversal y plural. Hubo movilizaciones en Monterrey, Guadalajara, Puebla, Mérida, Querétaro, Chihuahua, Tijuana, Toluca y Veracruz. En todas predominó el carácter civil y pacífico.
Nada de eso aparece en el boletín.
El comunicado también sostiene que la marcha “confirmó su carácter provocador” y que “dirigentes de la derecha” la encabezaron. Esa afirmación no coincide con la realidad visible durante horas: no hubo liderazgos políticos, no hubo banderas partidistas, no hubo organizaciones moviendo gente. Lo que hubo fue hartazgo genuino.
Lo que sí quedó evidente —y cualquiera que estuvo en el Zócalo puede confirmarlo—, fueron los textos de las pancartas que expresaban inseguridad, miedo, enojo, frustración y una demanda compartida: vivir sin violencia.
La gente no consintió ni celebró el vandalismo
Otro punto que el boletín deliberadamente evade es que ningún ciudadano común respaldó las acciones de los encapuchados.
Nadie les aplaudió.
Nadie los acompañó.
Nadie los defendió.
La gente se replegó, se cubrió la cara, corrió con niños, se protegió como pudo. Fueron víctimas, no protagonistas.
Decir que “la marcha recurrió a la violencia” no sólo es falso: es un insulto para quienes estuvimos y estuvieron ahí y sufrieron las consecuencias sin tener nada que ver.
La narrativa oficial no resiste los hechos
La distancia entre el boletín oficial y la realidad vivida en las calles es desproporcionada.
El comunicado busca simplificar, contaminar y deslegitimar una movilización ciudadana presentándola como un acto opositor violento. Pero la evidencia es clara: la marcha fue de la gente; la violencia fue de un bloque infiltrado; la policía reaccionó tarde y mal y la ciudadanía —la verdadera—, terminó pagando el precio.
Yo estuve ahí, y por eso puedo decirlo con absoluta claridad, que la marcha fue ciudadana; la violencia no. Y ningún boletín, por muy oficial que sea, puede convertir en mentira lo que todos vimos con nuestros propios ojos.
En casi todas las grandes movilizaciones ciudadanas de los últimos años en la Ciudad de México se repite el mismo libreto: aparecen grupos encapuchados, actúan con violencia muy bien estudiada contra vallas e inmuebles simbólicos y terminan convirtiéndose en la imagen dominante de la jornada. No representan al grueso de los manifestantes, pero sus acciones son las que se proyectan en la televisión, en los portales y en los boletines oficiales. El resultado es siempre el mismo: la marcha ciudadana queda manchada y el poder encuentra pretexto para descalificarla.
La lista de episodios recientes es larga: las marchas del 8M de 2024 y 2025, con destrozos del llamado “bloque negro” contra vallas de Palacio Nacional, estaciones del Metrobús e inmuebles empresariales; la protesta contra la gentrificación en zonas universitarias, donde se vandalizaron incluso instalaciones de la UNAM; las marchas del 2 de octubre y las de Ayotzinapa, donde los encapuchados volvieron a protagonizar los choques más graves. En todos los casos, la constante es la misma: una marcha mayoritariamente pacífica y un núcleo reducido que llega con herramientas, explosivos caseros y una agenda de confrontación.
La historia de la participación de los vándalos del denominado “bloque negro”
Con lo que se puede documentar en fuentes abiertas recientes, se puede hablar de un patrón muy claro de actuación de estos grupos en marchas ciudadanas. A nivel periodístico —quizá gubernamental sí—, no existe realmente un registro oficial ni una base de datos completa.
Estos son los episodios más relevantes y mediáticos de los últimos dos años:
La más reciente fue la del sábado pasado, cuando los encapuchados del “bloque negro” se desplegaron en la parte frontal ya en el Zócalo, provocando el derribo de algunas vallas metálicas en Palacio Nacional con martillos, cadenas, esmeriles y explosivos caseros.
Luego, procedieron al lanzamiento de proyectiles explosivos, cohetones y bombas molotov contra la policía; los enfrentamientos duraron aproximadamente dos horas frente a Palacio Nacional y la Catedral metropolitana, lo que ocasionó varias decenas de heridos entre manifestantes y granaderos por el uso de gas lacrimógeno y cargas policiales que afectaron a manifestantes pacíficos. El episodio se utilizó inmediatamente en el discurso oficial para intentar deslegitimar toda la marcha presentándola como violenta y “de derecha”.
El 8 de marzo, durante la Movilización feminista denominada Marcha del 8M —en la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, en la Ciudad de México—, grupos de encapuchadas realizaron destrozos durante el recorrido, con pintas y daños a mobiliario urbano. Sobre Paseo de la Reforma, las integrantes del “Bloque Negro” y algunos hombres de la misma organización, rompieron las maderas que protegían ventanas y causaron destrozos en la sede de la Cámara Nacional de Comercio (CONCANACO) y otros inmuebles.
Así también causaron daños en la estación Reforma del Metrobús, como rotura de cristales y daños a instalaciones del transporte público, afectando directamente su infraestructura y algunos espacios urbanos. La cobertura mediática se centró en los destrozos, que el gobierno y algunos medios afines utilizaron para opacar el contenido político de la marcha feminista, lo cual reforzó la asociación automática en la opinión pública entre “marcha feminista” y “vandalismo”, aun cuando el grueso del contingente fue pacífico.
El 20 de julio de este mismo año, el “Bloque Negro” irrumpió en Ciudad Universitaria, aprovechando una marcha contra la gentrificación y el encarecimiento de la vivienda en zonas universitarias. Fue utilizada por “encapsulados”, vestidos de negro, sin líderes visibles y con tácticas de confrontación, que vandalizaron el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) e incluso una librería de la UNAM, pese a que los organizadores habían convocado una marcha pacífica. Dañaron la legitimidad de una protesta originalmente centrada en un problema social real como la gentrificación, desplazando el foco hacia la violencia.
En años recientes hubo episodios documentados, quizá no con el mismo nivel de detalle, pero hay registros en prensa, TV y redes de patrones similares en distintas movilizaciones. Crónicas audiovisuales muestran grupos de encapuchadas realizando destrozos, pintas y quemas focalizadas en mobiliario urbano, monumentos y algunos edificios gubernamentales, mientras el resto del contingente se mantuvo pacífico. En medios electrónicos y redes suelen aparecer como “encapuchados generan destrozos”, “bloque negro provoca caos” frente a Palacio Nacional o la Suprema Corte, replicando el mismo esquema: se colocan en primera línea, atacan vallas o inmuebles, detonan el choque con la policía y luego se diluyen entre la multitud.
No existe un inventario oficial ni un conteo único, pero al menos estos cuatro grandes bloques de casos, como el 8M 2024, 8M 2025, marcha contra gentrificación 2025 y la reciente marcha Generación Z 2025, son perfectamente documentables y coinciden en modus operandi.
Patrones comunes en el accionar de estos grupos
A partir de estos casos, se pueden trazar varios rasgos constantes en su proceso de infiltración en marchas mayoritariamente pacíficas y aparición al final del recorrido. Por ejemplo:
De forma premeditada, se suman a movilizaciones con causas legítimas como feminismo, inseguridad, gentrificación, violencia de Estado, pero no las convocan ni representan a la mayoría de los asistentes. Se reúnen ya cerca del punto de culminación en el Zócalo, Palacio Nacional y zona de edificios emblemáticos, no durante todo el trayecto
Su vestimenta consiste en ir “encapsulados”, ropa negra, mochilas, sin líderes visibles, comunicación por señas o teléfonos, herramientas ocultas que sacan sólo en el tramo final: martillos, cadenas, esmeriles, bombas molotov, cohetones, sopletes, etcétera, y sus blancos preferidos mediáticamente son las vallas de contención y barreras metálicas en Palacio Nacional o la Suprema Corte. Inmuebles simbólicos: Cámara Nacional de Comercio, museo universitario, estaciones de Metrobús.
Sus acciones suelen ser usadas por las autoridades y sus medios de comunicación afines, para presentar toda la marcha como “violenta” o “golpista”, borrando el carácter ciudadano del resto del contingente. La respuesta policial utilizando gases, cargas y “encapsulamientos”, termina golpeando sobre todo a la gente común, no a quienes iniciaron las agresiones, lo que agrava la sensación de indefensión de la ciudadanía.
La paradoja es que el propio gobierno capitalino reconoce, en cada marcha, la presencia de “bloques negros” y los incluye discursivamente dentro de la ciudadanía pacífica, pero, al mismo tiempo, no ofrece explicaciones convincentes sobre quiénes son, cómo se organizan, quién los financia y por qué siempre logran colocarse en la primera línea de los eventos más sensibles. Esa falta de claridad alimenta la sospecha y da terreno fértil a las versiones que señalan posibles vínculos políticos detrás de su actuación.
Frente a ese patrón, en las redes sociales comenzó a imponerse otra lectura, muy distinta a la versión oficial. No pocos ciudadanos han señalado que estos grupos violentos no actúan por generación espontánea, sino que contarían con “padrinos políticos” que los usan como instrumentos para reventar marchas o para justificar operativos y narrativas posteriores. En ese contexto, el nombre de Martí Batres —ex jefe de Gobierno capitalino y hoy director del ISSSTE—, aparece de forma recurrente en comentarios y publicaciones que lo acusan, sin aportar pruebas concretas, de tener injerencia o tutelaje hacia estos grupos.
Recientemente, en redes y foros digitales, resurgieron señalamientos que vinculan a Martí Batres con prácticas clientelares pretéritas, entre ellas el polémico reparto de “Leche Betty” cuando era diputado de la entonces ALDF, producto que fue declarado formalmente como contaminado con bacterias coliformes —es decir, restos de heces fecales—, por la Procuraduría Federal del Consumidor, que no le fincó responsabilidades.
Es importante subrayarlo con toda claridad: que en redes se mencione al repartidor de leche contaminada como posible “padrino” político de estos grupos, no convierte esas acusaciones en hechos probados; pero tampoco las hace irrelevantes. Son el síntoma de una desconfianza profunda hacia la manera en que se gestionan las protestas en la capital y hacia la relación, cada vez más opaca, entre poder político, fuerza pública y grupos de choque.
Mientras esa sombra no se disipe con información verificable, investigaciones serias y transparencia real, la duda seguirá creciendo y la ciudadanía tendrá razones de sobra para sospechar que la violencia en las marchas no es sólo obra de unos cuantos encapuchados anónimos, cuyo modus operandi es no participan del recorrido completo, no dialogar con nadie y obviamente, no representan a los miles de personas que marchan pacíficamente. Se mantienen al margen hasta llegar al punto crítico del trayecto. Su fórmula es siempre la misma: infiltrar, provocar y reventar. Y a conveniencia, el gobierno federal y local, se desentiende y acusa a los manifestantes de formar parte de la espiral violenta de estos grupos.
Carteles, consignas y un reclamo legítimo de seguridad
En la marcha nacional del sábado, esta distorsión quedó nuevamente clara. Mientras la ciudadanía protestaba con carteles, consignas y un reclamo legítimo de seguridad, los encapuchados iniciaron la confrontación y dieron el pretexto perfecto para que las voces afines al poder acusaran a toda la marcha de “provocadora” o “golpista”. Es el mismo guion que se ha utilizado en cada protesta importante de los últimos tiempos.
Significativamente el daño es doble. Por un lado, estos grupos violentos arruinan el sentido de las marchas y colocan en riesgo a la población que acude de buena fe. Por otro, sus acciones se convierten en munición para el discurso oficial: bastan unos minutos de caos para que se etiquete a toda la movilización como “provocadora”, “derechista”, “radical” o “golpista”. Así, la inconformidad genuina de miles de personas queda subordinada a la estrategia de unos cuantos encapuchados.
La marcha del 15 de noviembre encaja en ese esquema. La ciudadanía marchó durante horas de manera ordenada y pacífica hasta el Zócalo, hasta que el grupo de siempre entró en escena: vándalos embozados, con herramientas y explosivos caseros, vallas derribadas, enfrentamiento con la policía y gas lacrimógeno, alcanzando a quienes no habían roto ni un vidrio.
Luego vino el boletín del gobierno y, casi de inmediato, el coro de seguidores que repitió la versión oficial como si se tratara de verdad absoluta, ignorando por completo el testimonio real de quienes sí estuvimos en la calle y no de la franja menos pensante, los comentócratas del oficialismo y repetidores disciplinados de la narrativa oficial, convenientemente alineados a la nómina del gobierno actual.
Hoy, lo que está en juego no es sólo el registro de los hechos, sino la verdad pública. Mientras no se deslinde con claridad quién organiza, financia o moviliza sistemáticamente a estos grupos, las marchas ciudadanas seguirán siendo vulnerables a la manipulación. Y mientras esa manipulación exista, la ciudadanía tendrá que repetirlo una y otra vez: los violentos no son parte de la marcha, como intenta imponer la narrativa gubernamental y sus adláteres.
