En innumerables ocasiones nos preguntamos el por qué México habiendo llevado una enorme delantera en desarrollo cultural, en infraestructura urbana, en orden institucional y en universidades, no logró destacar en el Continente Americano como sí lo hizo los Estados Unidos. En efecto, múltiples son las causas, así como las interpretaciones de ello, que van desde la religión, el mestizaje, la influencia de la Iglesia Católica, la herencia española o indígena o ambas; pero algún estadounidense dijo una vez, en palabras más o menos: “México no ha podido liberarse de sus dueños”.
En efecto, múltiples y complejas son las causas de esa discrepancia en la velocidad y tamaño del crecimiento de nuestros vecinos del norte, con lo que hemos logrado en México, pero esa razón de que nosotros no hemos logrado liberarnos de “nuestros dueños”, considero que tiene una gran profundidad.
Desde la independencia hasta la consolidación de la República con Juárez, en realidad, no tuvimos una nación consolidada, porque los “dueños” del país se la pasaron peleando por el modelo de desarrollo socio-económico-y-político que discrepaban grandemente.
Una vez consolidado el triunfo de los liberales que se impusieron hacia un Estado estructurado como una República Democrática Federal Laica, habiendo despojado a la Iglesia Católica mexicana de todo su patrimonio, lo liberales triunfadores, se convirtieron en grandes oligarcas con los bienes que le despojaron a la Iglesia, misma que generalmente los destinaba a lo que ahora conocemos como “desarrollo social” y en ese entonces eran para la “caridad cristiana”. De esos bienes se derivaron hospicios, hospitales, universidades y toda clase de escuelas, y las comunidades indígenas con las tierras “concedidas” por la Corona de España, en donde generalmente circundaban a esos bienes de la Iglesia, desarrollándose las comunidades en torno a ellas. Obviamente, con esto, la Iglesia obtuvo un gran poder político y una enorme influencia social. Esta situación entraba en gran conflicto con las ideas liberales derivadas de la Revolución americana en contra de la Corona inglesa y con la Revolución en Francia, cuya ideología se importó a México desde Estados Unidos y España, como consecuencia de la invasión napoleónica.
Porfirio Diaz consolidó a esa casta de liberales privilegiados en su dictadura imponiendo orden con una visión de Estado enfocada hacia el progreso de la Nación.
Todo lo anterior fue destruido por la Revolución de 1910, y después de que, literalmente, se mataron entre sí, los líderes de las diferentes facciones revolucionarias, Plutarco Elías Calles puso en orden a la llamada “Familia Revolucionaria”, integrada por los herederos sobrevivientes de dichas facciones, para que se repartieran el poder en México de una forma ordenada pero dirigida por un caudillo que era el Jefe Máximo de la Revolución, siendo dicho caudillo el mismo Calles.
Lázaro Cárdenas impuso un sistema estructurado de forma fascista, pero con ideología bolchevique, que duró hasta finales del siglo, habiéndole quitado lo comunistoide el General Ávila Camacho, revivido hacia el socialismo con López Mateos y Luis Echeverría, pero dentro de los “causes de la constitución”, para romper por completo con ese sistema con Salinas de Gortari y Zedillo.
La conclusión de este breve y simplificado repaso histórico, es que esos “dueños de México”, han venido cambiando, pero su influencia en la vida política, económica y bienestar de los mexicanos ha continuado activa y boyante; inclusive en el actual gobierno.
Con los gobiernos del PAN se tuvo la esperanza de quitarles la titularidad de la nación a dichos dueños. Las promesas de campaña del ahora presidente López fueron esas, pero ya nos ha quedado claro que López lo único que quiere es revivir el Callismo para convertirse en el nuevo Jefe Máximo de México.
Lo que realmente necesitamos en México para tener una ruta clara hacia el bien común, es no eliminar a esas élites, sino quitarles la titularidad de dueños del país, sometiéndolos al cumplimiento de la ley, excluirlos de sus privilegios quitándoles su influencia sobre jueces, partidos políticos, legisladores e instituciones del Estado, aplicándoles la ley a rajatabla, estableciendo un verdadero combate a la corrupción, haciendo un gobierno transparente, con Gobierno Abierto, con rendición de cuentas y sin impunidad.