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Ser un junior es cosa seria. Sobre todo si se es hijo de un prócer.

Para explicarlo, lo primero es conocer esa palabreja cuyo origen latino (iunior) significa simplemente “más joven”. De acuerdo con el todopoderoso lexicón de la RAE significa “…pospuesto a un nombre propio de persona para indicar que esta es más joven que otra emparentada con ella, generalmente su padre y del mismo nombre…” Tiene otras acepciones cuya atención no es ahora necesaria.

Los junior son –por extensión y en la noción popular generalizada–, hijos de hombres poderosos cuyo peso económico o político (a veces ambos) les otorga un manto de invulnerabilidad y les permite una vida caprichosa, opulenta, plena de exhibiciones y atención mediática, de lo cual dicen huir, pero cuyo esplendor persiguen con descarado afán, gracias a la influencia sobre colaboradores del poderoso cuyo nombre ostentan ufanos, porque actúan como verdaderos transmisores de la voluntad paterna.

A veces los padres toleran, pero ni se enteran.

En otras ocasiones el padre, públicamente, le entrega la representación al hijo. Casi como Roger Allers describe con Mufasa y Simba en el “Rey león” o como Andrés Manuel López Obrador hizo con su primogénito el junior Andrés Manuel López Beltrán, a quien –para diferenciarlo– la opinión pública y la publicada, conocen como “Andy” cuya herencia en vida ha sido ante los ojos de toda la gente, la organización electoral del Movimiento de Regeneración Nacional, conocido como Morena, fuerza muy mayoritaria en el espectro político nacional.

Pero no es reciente ese encargo.

Vienes desde aquel desventurado accidente vascular del año 2013 cuando una válvula traicionera le produjo un infarto de miocardio al fundador de la Cuarta Transformación de la Vida Nacional, quien a pesar de ese y otros males físicos, logró llevar su bandera hasta la cima, de donde ni él, ni sus hijos, ni sus correligionarios piensan arriarla por los siglos de los siglos.

Si bien ya el señor AM. II° había sido coordinador político de Morena en Tabasco, ha sido hasta ahora, con el padre hamacado en “La chingada” (desde donde transmite instrucciones y toca el acordeón), cuando se ha enfrentado a elecciones de relativa importancia. Las judiciales fueron teledirigidas con instructivos y movilización extrema por parte de la burocracia y la clientela morenista, pero en las de Durango y Veracruz, hubo algo parecido a la competencia.

Y ahí el junior obtuvo mediocres resultados. Frente a ellos su reacción fue de un total desvalimiento personal, una pataleta de muchacho ofendido, como si no tuviera edad suficiente para responder sin las invocaciones familiares. Su única actitud defensiva fue hablar de su papá y recordarle al mundo su condición de junior, persistente mientras se llame como se llama.

De acuerdo con su diagnóstico los medios lo motejan, peyorativamente como “Andy” (también le llaman así sus socios y amigos, sin desprecio u ofensa), porque les causa miedo repetir el nombre de su padre con todo y su significado y peso político.

De esa manera recalca, en contra de su propia imagen, la importancia de su padre ausente y la pequeñez de la suya aunque esté presente.

–¡No me digan Andy!, ha pedido.

Pues acatemos su voluntad y sus instrucciones quienes solemos escribir de asuntos públicos y personas conocidas o de importancia política y social. Se dice en “Las mil y una noches”: oír es obedecer.

Pues bien, no se le llamará así. Se le dirá Señor Andy, para darle más empaque y respeto o Andrés Manuel II°, como si habláramos de los Luises de Francia, los Felipes de España; los Enriques de Inglaterra o los Moctezuma del mundo mexica; Ilhuicamina el primero y Xocoyotzin, el segundo…