El legendario púgil aseguraba que ya no esperaba nada “pero tampoco me quejo; he vivido, he vivido…”, decía. Después de haber disfrutado las mieles de la fama y una fortuna que se le esfumó de las manos, el pugilista se enfrentaba desde 2014 a las secuelas de su actividad en el boxeo y a los excesos, pero más que nada a las dolencias propias de su edad. Sin embargo, en lo que de hecho fue su última entrevista, aseguraba que estaba listo para librar los rounds finales en el cuadrilátero de la vida, la cual se apagó la tarde de este viernes en la Ciudad de México.
—¿Cómo podemos llamarle? ¿Don José Ángel? ¿Señor Nápoles? ¿Mantequilla? ¿Cómo le gusta que se dirijan a usted?
Su contundente respuesta, que no es igual de veloz como antaño lo fueron sus centellantes golpes arriba del ring, pone nocaut a la formalidad; la envían a la lona sin intervención del conteo del réferi.
—¡Mantequilla!, ¡Mantequilla!, hombre; así me siento mejor, así me gusta, dice risueño, recostado todavía sobre la cama de la pequeña alcoba del modesto departamento capitalino en que se halla alojado de forma provisional.
Presentes en la charla, los periodistas Rafael Huidobro y Antonio Caballero, autor de la mayoría de las gráficas publicadas en la revista Gentesur/La revista de México, bajo mi dirección, las cuales se complementaron con el archivo de la familia Nápoles Palencia.
—Él mismo asegura que es en forma temporal, pero mi papá sabe muy bien que se puede quedar con nosotros el tiempo que lo desee, puntualizaba Ana, una de las hijas procreadas con la entonces jovencísima Ana María Palencia, con la que tuvo 5 descendientes: Rosalía, Caridad, Ana María, Pedro y José Ángel.
Con los brazos flexionados, que sostenían su cabeza por detrás del cuello, no se resistía en asentir que lo que expresaba su hija, a ella le venía desde el fondo del corazón. Con su ya muy leve acento cubano, argumentaba:
—Sí, me han dicho que quieren que me esté con ellos y yo estoy contento, pero vamos a ver…
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Esa tarde de julio de 2014, luego de las alarmantes reseñas publicadas en la mayoría de los medios informativos nacionales y extranjeros, que lo han presentado prácticamente en agonía, el hombre moreno, de pelo y bigote cano —que por momentos me recuerda invariablemente la imagen del estoico personaje de La Cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe—, no dejaba de sorprender a sus entrevistadores, cuando, aunque con cierta parsimonia, hizo a un lado las almohadas, se incorporó y del brazo de su hija, traspuso la corta distancia que lo separaba de la sala comedor.
Aunque de hecho radicaba en Ciudad Juárez, Chihuahua, su vuelta a la capital del país obedecía al cumplimiento de las citas médicas, que desde el 2013 debía realizar de forma cíclica al menos 3 veces por año.
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Mantequilla viste pants azules de felpa; la sudadera tiene caperuza del mismo color, un modelo clásico del entrenamiento de los boxeadores, utilizado por ellos en sus sesiones en el gimnasio. El calor parece no inquietarlo a pesar de la engañosa indumentaria. Es un mediodía muy cálido y el sol es tan intenso, que se cuela impío por entre las cortinas de casi todos los ventanales de este pequeño edificio de 3 niveles, de interés social, ubicado en el Callejón de Tizapán, en el centro de la ciudad de México.
Se trata de una zona popular, cuyos habitantes han conocido desde hace casi medio siglo, los buenos y malos momentos; las sucesivas etapas de gloria e infierno de su ilustre vecino, que abandonó el barrio hace más de dos décadas para radicar en Ciudad Juárez, desde donde retornó el año pasado en busca de cobijo entre el calor filial de sus hijos, nietos, bisnietos y el apoyo realmente desinteresado y solidario de contados amigos, y la sapiencia de los médicos que gentilmente lo atienden de sus principales dolencias.
—¿Cómo se ha sentido? Se le ve muy bien para todo lo que se ha dicho de usted; que no podía ni caminar, ni hablar, inquiere con tacto y cortesía Rafael Huidobro, quien a lo largo de la conversación con esta leyenda del boxeo mundial, aportará sus conocimientos periodísticos sobre el tema.
Mantequilla Nápoles lo mira y colocando la mano derecha primero sobre su pecho y luego en la sien, responde:
—Me duele el corazón y la cabeza, pero por las cosas que he dejado de hacer, que tengo pendientes…
—¿Aquí en la ciudad de México o allá en el Norte? —indaga nuevamente Huidobro.
—Por todas partes, responde resignado Mantequilla, en tono bajito.
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Ha sido del conocimiento público que el boxeador —quien entrenaba a jóvenes valores en Ciudad Juárez, en el hoy reacondicionado gimnasio Baños Roma—, fue ingresado el año pasado a la clínica 6 del Instituto Mexicano del Seguro Social de esa ciudad, con síntomas de anorexia y depresión, de acuerdo a fuentes médicas locales, encabezadas por los médicos Lorenzo Soberanes Maya, amigo del pugilista y presidente de la Comisión de Box en Ciudad Juárez, y César Humberto Neave, director general de la clínica del IMSS, quienes se han solidarizado con el ex campeón, más allá de sus obligaciones profesionales.
Sin embargo, este diagnóstico alarmó a sus hijos, quienes lo trasladaron al Distrito Federal, una decisión avalada por Juana Bertha Navarro, la actual pareja del ex monarca mundial welter, a quien él otorga el tratamiento de mi esposa.
A su llegada de Ciudad Juárez, fue atendido en el Hospital General Gregorio Salas, ubicado en la calle El Carmen, en el Centro de la Ciudad de México. Ahí se le realizaron análisis de todo tipo y, de acuerdo con su hija Rosalía, actualmente su estado de salud ha mejorado, y tiene más o menos bajo control la diabetes que le aqueja desde hace algunos años.
Posteriormente, por gestiones avaladas por su compadre José Sulaimán Chagnón —ex presidente del Consejo Mundial de Boxeo (CMB), recientemente fallecido—, Mantequilla ingresó al Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, Salvador Zubirán.
A partir de entonces es valorado y atendido con regularidad en la capital, donde permanece durante algunos días y retorna nuevamente a Chihuahua, la entidad en la que de forma voluntaria ha decidido refugiarse, para atender —en la medida de sus muy disminuidas capacidades—, el gimnasio que se ubica en una zona popular de Ciudad Juárez, y que desde su llegada, a principio de los años 80, él mismo convirtió en su obsesión, a instancias de Salvador González, su admirador y propietario del lugar.
Desde su arribo y por varios años, prácticamente sin ingresos, Mantequilla batalló por mejorar las condiciones del recinto, donde de forma precaria colocaron costales, peras y un ring improvisado, y entrenó a prospectos que, en su opinión, podían desarrollar sus capacidades boxísticas y destacar en el mundo del pugilismo.
Pero el lugar, situado en el tercer piso del edifico verde pistache de grandes ventanales y con un enorme letrero rojo de neón al frente, vino a menos y los jóvenes dejaron de asistir, convirtiéndose por años en un sitio fantasmagórico, que afortunadamente ha vuelto a la vida, gracias al trabajo de Teatro Línea de Sombra.
Este grupo de entusiastas promotores de la cultura en Juárez —que montó una obra sobre la historia del lugar y la vida de Mantequilla—, se dio a la tarea de conseguir apoyo del Consejo Mundial de Boxeo y de Alberto Reyes, director general de la empresa Cleto Reyes, para equipar el gimnasio con los más modernos aparatos de entrenamiento, que ya están al servicio de los deportistas locales.
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Una vez acomodado en el mullido sillón café, imitación piel, Ana le coloca una almohada entre la cabeza y el torso, que le permite mantener la espalda más erguida.
La sala está amueblada de manera convencional. Una moderna pantalla de televisión y un aparato de sonido de grandes bocinas negras destacan por entre la estancia.
El fotoperiodista Antonio Caballero no pierde oportunidad de captar con su Canon los gestos y ademanes del veterano campeón, con los cuales da respuesta a los cuestionamientos.
En notorio contraste, por igual denota alegría o desencanto según la pregunta que revive sus ya cada vez más volátiles recuerdos, probablemente a causa del deterioro cognitivo, resultado de su prolongada actividad boxística, los excesos o el implacable paso del tiempo.
Algunas veces —con la cabeza hacia arriba y mirada pensativa, sin hablar, con sólo un gesto—, pide el apoyo de algunos de sus hijos, quienes se harán presentes a lo largo de la entrevista y rectifican el sentido de sus comentarios.
Desde hace ya algún tiempo estos episodios se han vuelto recurrentes en él, y así lo han podido atestiguar varios colegas que han logrado contactarlo en Ciudad Juárez, donde reside al cuidado de Bertha Navarro, quien de hecho también desempeña funciones de apuntadora, con la venia complaciente del por momentos distraído ex campeón mundial welter.
Resbaloso como la mantequilla
La pregunta sobre el origen de su célebre alias pareciese convencional, pero es casi obligada ante el cúmulo de versiones que existen sobre él. En todo caso es mejor escuchar el relato de sus propios labios, con el matiz que en esta ocasión el momento y su humor seguramente le imponga. Pero es una magnífica oportunidad que no se puede desaprovechar.
Aunque con lentitud en su expresión verbal, poco a poco desgrana ante los periodistas cómo nació el popular sobrenombre en su natal Santiago de Cuba.
—El apodo me lo pusieron desde muy chico; desde pequeño, en la calle, la escuela o el mercado, no me acuerdo mucho. Decían que por escurridizo a la hora de pelearme, me movía muy rápido y se me resbalaban los golpes como si me hubieran untado mantequilla. Por eso me pusieron así y luego algunos que ni siquiera sabían mi nombre, cuando me llamaban sólo me gritaban “¡Hey, Mantequilla!” Mi pobre madre nos la tenía sentenciada y algunas veces nos dio unos buenos chingadazos, porque no quería que yo o mis hermanos nos la pasáramos peleando.
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José Ángel Nápoles Colombat —su nombre completo—, vio la luz primera el 13 de abril de 1940 en Santiago de Cuba, en condiciones muy precarias. Se comenta que desde pequeño —a causa de una grave enfermedad de su padre que lo mantuvo en cama por varios años—, para llevar comida a su casa, acudía con sus 7 hermanos al mercado a recoger los productos que la gente no adquiría por su condición o mal aspecto y que los vendedores desechaban. La competencia con otros infantes —desvalidos como ellos—, por la disputa de los alimentos, incrementó su habilidad para las peleas callejeras. Su destreza para el boxeo la perfeccionó cuando le permitieron el ingreso a un gimnasio de los alrededores del humilde barrio en que vivía.
Su carrera profesional inició el 2 de agosto de 1958 ante Julio Rojas, al que noqueó en el primer round en la arena de la Ciudad Deportiva de La Habana.
Sin embargo, cuando Fidel Castro arribó al poder un año después, prohibió el boxeo profesional en la Isla, por lo que decidió emigrar a México en marzo de 1961.
Debutó el 21 de julio de 1962 ante Enrique Camarena, al que noqueó en sólo 2 rounds en la Arena Coliseo. Once años después, el 18 de abril de 1969, alcanzó la cumbre al convertirse en campeón mundial de peso welter, derrotando en 13 episodios a Curtis Cokes. Luego, adquirió la ciudadanía mexicana.
La anécdota, que es ya del dominio público, y que él evoca sin ayuda, refiere que cuando peleó por el campeonato mundial contra Curtis Cokes, en la ciudad de México, le dedicó su triunfo al presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien complacido por el gesto del boxeador caribeño, le llamó por teléfono.
A solicitud de sus entrevistadores, el campeón rememora una vez más el singular acontecimiento:
—Sí, yo estaba muy nervioso. Don Gustavo me felicitó y dijo que estaba muy contento. Cuando me preguntó qué si quería un reloj o una casa, yo le dije con mucho respeto: señor presidente, mejor ayúdeme a conseguir mi carta para hacerme mexicano. Al poquito tiempo me la entregaron, dice.
Ya nacionalizado, ejerció solamente su derecho al voto, porque nunca —dice—, tuvo pretensiones de participar activamente en política, como sí lo hicieron otras famosas figuras del boxeo, entre ellas Raúl Ratón Macías, quien llegó ser diputado federal o Rubén El Púas Olivares, aspirante a un escaño por el desaparecido Partido Socialista de los Trabajadores (PST).
—¿Podemos hablar de política? ¿Cuál es el partido por el que simpatiza o por el que vota? ¿Milita en alguno?
—Votaba. Ya no voto, pero siempre voté por el partido que decían que nunca perdía —responde pícaro y no vuelve más al tema.
En la charla se le recuerda que entre otros rivales, venció a Emile Griffith, el desafortunado boxeador nacionalizado estadounidense 6 veces monarca mundial de los welters quien —hasta su muerte ocurrida el año pasado—, llevó como una loza el remordimiento por la paliza propinada al cubano Benny Paret, quien falleció días más tarde a consecuencia de los golpes recibidos durante esa pelea celebrada el 24 de marzo de 1962, en el Madison Square Garden.
Cinco años antes de morir, en su libro autobiográfico Nueve… diez… y fuera! Los dos mundos de Emile Griffith, él reveló que era homosexual.
—Estamos viviendo una nueva etapa. Situaciones que antes eran prohibidas, un tabú —sobre todo en el mundo del boxeo, de gran virilidad y rudeza—, ahora salen a la luz. ¿Qué piensa de la homosexualidad en el pugilismo?, se le pregunta.
—¿Qué Griffith era homosexual? ¿Es cierto que él lo dijo? No sé, pero no quiero hablar de eso, dice. Y cierra cualquier nueva alusión sobre el particular.
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Como buen cubano, Mantequilla siempre se distinguió por ser un hombre alegre, guapachoso y bullanguero, que aunado a su profesión y fama, le abrieron todas las puertas y le permitieron conocer personas de todos los niveles sociales, culturales, políticos y deportivos. Gran parte del éxito del fino boxeador, se debió a la guía y enseñanza de otros dos cubanos, Refugio Cuco Conde, su apoderado y Alfredo Cruz, Kid Rapidez, su manager.
Ellos supieron por qué caminos llevarlo para hacer de él una leyenda del boxeo mundial, aunque durante varios de sus combates en el extranjero se dio el lujo de tener a su esquina, a su servicio, a Angelo Dundee —el entrenador de Mohammed Alí—, quien recién falleció a los 90 años, en 2012.
En su récord aparece que antes de llegar al profesionalismo disputó alrededor de 475 peleas, de las cuales sólo perdió 5, y en lo que respecta a su historial profesional es igual de impresionante: 84 combates disputados. 54 ganados por nocaut; 21 por decisión; 1 por default y sólo 8 derrotas. Dos veces fue campeón mundial, la primera de 1969 a 1970 y la segunda, de 1971 a 1975.
Perdió por primera ocasión el título ante Billy Backus el 3 de diciembre de 1970 en la cuarta defensa y lo recuperó el 4 de junio de 1971 ante el mismo boxeador. Se retiró el 6 de diciembre de 1975, al perder ante el inglés John Stracey.
Miembro del Salón de la Fama del Boxeo desde 1984 y del Salón Internacional de la Fama, en 1990, el canal de televisión HBO, lo considera el mejor boxeador de peso welter desde Sugar Ray Robinson.
ESPN lo ubica en el lugar 32 de los 50 mejores pugilistas de la historia, en tanto que la revista The Ring lo incluye entre los 100 mejores peleadores, como el número 73.
Las leyendas negras; alcohol y mujeres, coctel peligroso
Mientras la entrevista tiene lugar, se produce un reencuentro especial. Su cuñado Carlos Palencia, especialista en telecomunicaciones, arriba de improviso, abraza a don José Ángel y le dice con la evidente emoción de volverlo a ver, al cabo de más de 2 décadas:
—¿Te acuerdas de aquellos años?
—¡Claro que sí!, responde Mantequilla.
Con él, muy de cerca, vivió los años de gloria. Palencia es un personaje singular que por solidaridad familiar, pero más que nada por admiración y estima a su amigo, hizo las veces de secretario, guardaespaldas y confidente.
Si alguien conoce las andanzas del ex monarca, es justamente este hombre que desde 1970 empezó a bregar día y noche al lado del famoso boxeador y tuvo la oportunidad de acompañarlo por todo el país y varias partes del mundo.
Alrededor de La Pantera Negra —como también se le conocía a Nápoles—, se tejieron muchas leyendas, algunas fundamentadas, pero la mayoría, producto de malquerientes y del imaginario popular.
Por ello, su cuñado aclara muchas cosas, entre ellas que “Mantequilla fue bebedor, pero nunca un alcohólico, pues no tomaba más de tres o cuatro copas de brandy Presidente durante una noche de fiesta.
“Le gustaba visitar los cabarets de la época y en una sola noche llegábamos a realizar un rondín por tres o cuatro lugares. Íbamos mucho a Los Globos y al Terraza Casino; más que el alcohol, le encantaban las mujeres.
—Se habló que consumían drogas…
—En nuestro entorno social, cuando mucho llegó a circular la mariguana, pero José jamás la fumó, declara sin titubeos.
Respecto a las apuestas y de que el campeón perdió mucho dinero en el hipódromo, Palencia dice que “más que nada son embustes. Sí le gustaban los caballos y el ambiente del Hipódromo de las Américas, al que llegábamos a comer cuando concluía sus sesiones de entrenamiento, y ciertamente él apostaba, pero no las grandes fortunas, como se ha dicho de manera fantasiosa.
“Perdió dinero apostando, pero no tanto, como se dice. El juego siempre le ha gustado, hasta la fecha. Incluso le enseñó a jugar cartas a sus hijas”, indica.
Deja en claro que “a José Ángel le gustaba invertir su dinero en los negocios y prueba de ello fue su cantina La Regional, ubicada sobre Eje Central y el Bar Mantequilla, que se hallaba en la planta baja de un edificio del que fue propietario, en Doctor Vértiz y Doctor Lavista, en la colonia Doctores, hoy ocupado por el bar La jirafa.
“También tuvo varios taxis; su base estaba cerca de aquí, en la esquina de Nezahualcóyotl y Eje Central Lázaro Cárdenas; posteriormente, cuando se fue a vivir a Cuautitlán —justo por donde está la planta automotriz Ford—, instaló otro sitio con unos 20 taxis,”, señala.
Reconoce que los problemas de su cuñado “comenzaron por la mala administración, pero su gran debacle llegó cuando decidió construir su gimnasio, que sería el más grande y moderno del país, porque ahí lo desfalcaron.
“La mayor parte de su dinero se perdió en ese proyecto, por la voracidad de los arquitectos y la falta de escrúpulos de un tipo llamado Alejandro Murga, quien se decía su apoderado. La obra nunca se terminó y José Ángel se quedó sin un centavo.
“La construcción era un lugar enorme y prueba de ello es que otros lo aprovecharon y hoy está convertido en el Centro Comercial Las Palomas. Ahí él perdió todo su capital”, subraya.
Mantequilla escucha atento el relato y luego se le pregunta sobre sus aventuras románticas, en especial de su relación con la célebre güera de la colonia Narvarte.
Prudente o caballeroso, esquiva el comentario y sonriente señala que “hay años de los cuales no me acuerdo de nada, ni de detalles, pero no se guarda el comentar que “los vicios y las mujeres, cuando se juntan, son un coctel peligroso”.
Otra historia que circula en torno a él era que llegó a tener más de 500 trajes. El buen vestir era otra de sus pasiones.
—Sí, es verdad, los trajes eran mi locura, reconoce el ex monarca welter.
Su hijo Pedro constata luego el dicho paterno:
—No sé si llegó a tener 500. Lo que sí nos consta es que tenía más de 300, casi uno para cada día del año, y todos con su respectiva camisa, corbata, calcetines y zapatos. A todos estos había que sumarle los trajes que le regalaban o los que le diseñaban de manera especial; si es así, tal vez llegó a los 500, señala.
En cuanto a las joyas, le gustaban las gruesas cadenas y las voluminosas mancuernillas de oro o platino, pero su posesión más preciada fue una deslumbrante esclava de oro, que según las crónicas pesaba un kilo 100 gramos y estaba aderezada con 106 diamantes.
El campeón y sus conquistas; los diez hijos de Mantequilla
Agosto de 1978. Desde mi circunstancial tribuna en la acera del edificio ubicado en la avenida División del Norte 847 en la ciudad de México —donde se hallaba el cuarto en el que residí durante mis primeros años de estudiante de periodismo en la escuela Carlos Septién García—, observo el arribo del resplandeciente automóvil del año, que se estaciona al otro lado del camellón, bajo un pequeño inmueble de dos pisos, color ocre.
En los pequeños locales comerciales de la planta baja de ese inmueble se hallan, entre otros, una tienda de zapatos suecos y la modesta fonda Beto El Jarocho, propiedad de Filiberto Hernández, un veracruzano, que laboró como extra en la Época de oro del cine mexicano. Él es una figura muy conocida entre connotadas estrellas de esa generación, que para sorpresa de muchos comensales, de forma intermitente suelen llegar a visitarlo. Ahí también solía yo comer, acompañado del periodista Gerardo Tena, mi compañero de clases.
Del vehículo veo descender al hombre de inconfundible físico, cuyas hazañas pugilísticas he tenido oportunidad de atestiguar —como casi todo el mundo—, principalmente a través de la televisión.
Sí, se trata del celebérrimo Mantequilla Nápoles, quien —vestido como figurín de catálogo, traje de lino color beige cortado a la medida y corbata a la moda, de franjas diagonales—, caballeroso abre la puerta del auto a su joven y guapa acompañante e ingresan rápidamente al número 846 de ese edificio, donde el boxeador ha alquilado un departamento para su nueva compañera.
Su último combate, el que lo orilló a emprender el retiro, tuvo lugar 3 años antes, frente al inglés, John H. Stracey, quien le arrebató el título de los welters.
Ya no es más campeón del mundo y sin embargo, a los 38 años, aún posee la fórmula mágica para la conquista: simpatía, fama y sobre todo dinero, mucho dinero.
¿Qué mujer puede resistir un cañonazo de este calibre?
Alguna vez lo saludé mientras compartíamos espacio en esa fonda de la Del Valle. Muchas más, desde la acera de enfrente, lo observé meditabundo, recargado sobre el barandal de tubos metálicos del primer piso, fumando un puro.
A la vista, refulgente por encima del puño de la camisa, lucía su famosa esclava de oro, que ya sólo forma parte de sus volátiles recuerdos, como seguramente también lo es hoy, 36 años después, la evocación de su hermosa acompañante en esos días.
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Como si se hubiesen puesto de acuerdo, sin realmente saber de la entrevista con Gentesur, hasta el Callejón de Tizapán, llegan a visitarlo sus hijos Rosalía, Caridad y José Ángel —el menor—, y al parecer el único que practica el boxeo. A los integrantes originales de su familia se han sumado ya 9 nietos y un bisnieto.
Mantequilla se mantiene atento a los comentarios que generan las anécdotas que protagonizó, con ese particular atisbo introspectivo, muy distinto a aquella mirada de serpiente, calculadora y penetrante, que lo caracterizó frente a sus adversarios sobre el ring, y que sólo resurge ante la cámara de Antonio Caballero, quien le pide que pose para él en la clásica pose de boxeo.
El ex campeón welter desmiente la historia negativa que “algunos malos reporteros” han tejido en su entorno, como el hecho de que no le gusta hablar de su vida personal, de sus hijos o que detesta a los periodistas e incluso de que cobra por las entrevistas. Por ello exclama con semblante expresivo, apenas elevando el tono de su voz:
—Es que a algunos les da por “la apretadera” (exagerar) y así no es la cosa, no se vale.
Y como testimonio de su dicho, durante la charla se muestra accesible en todo momento y se da tiempo para autografiar algunas fotografías significativas de su carrera y ver otros retratos familiares que solícita le hace llegar su hija Caridad.
De pronto —sin soltar las imágenes y golpeándolas contra su pierna derecha, espoleado quizá por esos dichos sin fundamento que parecen volver nuevamente hacia él, aguijonando su frágil memoria—, aclara enérgico, por primera vez agitado:
—¡Cómo pueden decir algunos que no me gusta hablar de mis hijos, si ellos son mi sangre!
Comenta que, por el contrario, le llena de alegría estar rodeado de sus hijos y nietos, quienes para certificar su dicho, se acercan hasta él para abrazarlo y besarlo. Se percibe el cordial ambiente familiar.
—A pesar de que hemos estado alejados por muchos años, siempre hemos tenido contacto con él, subraya Caridad, quien trabaja en la industria del vestido e intentó ser pugilista, pero desistió al considerar al boxeo como un deporte de mucho esfuerzo entrega y dedicación, Ahijada del recientemente fallecido ex presidente del CMB, José Sulaimán, afirma que su padre resintió mucho su muerte ocurrida en Los Ángeles y le estará eternamente agradecido por el valioso apoyo que su padrino le brindó.
Caridad ha sido la encargada de realizar prácticamente todos los trámites para la atención de su famoso progenitor y coincide en que tal vez ese cálido ambiente familiar al que han contribuido mucho sus hermanos, ha provocado un efecto muy positivo en su recuperación física y anímica, que es lo que más le interesa a la familia.
Lo demás depende del propio ex peleador, dice.
Entre sus hijos no es un secreto la infinita debilidad de Mantequilla por las mujeres; de ahí sus 10 hijos procreados. Todos viven, la mayoría se conocen e incluso entre ellos —aprovechando las nuevas tecnologías—, mantienen relación epistolar por Internet, vía correo electrónico.
Con Reyna Fernández —su primera esposa—, se casó en Cuba y procreó a José Ángel Nápoles. Posteriormente conoció a Cristina —ya fallecida—, con quien tuvo un hijo que lleva solamente su segundo nombre.
Elizabeth, otra de sus hijas, vive en Los Ángeles, California. De su madre nada se sabe.
Ana María Palencia fue su segunda esposa. Juntos procrearon a Rosalía, Caridad, Ana María, Pedro y José Ángel. No obstante, dentro de su matrimonio Mantequilla se dio tiempo para mantener una relación con Rosario Solorio. Así nacieron Carla y Rosa Ángela.
Algunos de los hijos procreados con Ana María Palencia, presentes en la entrevista, recuerdan que el inquieto pugilista siempre fue un hombre noble y sensible para con los que menos tienen, pues en fechas significativas, a los niños y vecinos de la zona donde vivía, personalmente les llevaba a regalar dinero y bolsas llenas de juguetes.
Y al parecer no hay asomo de reproches por el hecho de que debido a su profesión de boxeador —y seguir luego su vocación musical en poblaciones de Michoacán, Jalisco y Chihuahua—, Mantequilla se haya ausentado varios años del grupo familiar. Esto no forma parte del cúmulo de lamentaciones que quizá tendrían sustento en otra progenie distinta a la suya.
Por el contrario, sus hijos afirman que “sólo nos interesa que esté bien de salud” y coinciden en que a pesar de todo, “se dio tiempo para mimarnos, pasear y jugar. Lo queremos mucho y para nosotros ha sido el mejor papá del mundo”.
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Otra faceta significativa en la vida de Mantequilla ha sido la música, a grado tal, que luego de su retiro formó un grupo llamado El Negro Santo. Al recordarlo comenta bromista y festivo:
—Ese Negro Santo, de santo no tenía nada. Yo ahí cantaba, tocaba las tumbas, la batería y trompeta.
Dice que todas las canciones que interpretaba le gustaban, aunque su hija Caridad recuerda que a ella le cantaba mucho A mi Manera y Veracruz, sus favoritas, que incluso su padre llegó a grabar.
—Él también compuso algunas melodías, como Mi chamarra, que la llegaron a cantar los Hermanos Rigual y Voy a colgar los guantes que a veces mi padre recuerda muy bien, exclama. Al escucharla, Mantequilla interviene jocoso para agregar:
—Nunca voy a colgarlos.
El grupo funcionó bien hasta que aparecieron las diferencias con los demás integrantes, lo que ocasionó que el campeón se hiciese a un lado.
De forma solícita, su hija Ana le hace llegar un tazón con cereal, que Mantequilla ingiere lentamente. Estos alimentos y un sin fin de comprimidos forman ya parte de su menú cotidiano, aunque de vez en cuando se da el lujo de comer las viandas que siempre han sido de su agrado y en las cuales —a pesar de haber vivido más de 52 años en México—, no figuran los platillos picantes. Ante ello argumenta:
—Sé que para algunos es maravilloso, pero a mí no me gusta el picante y soy muy franco; pero sí como platillos cubanos condimentados, como los guisos con yuca al mojo de ajo o el arroz con plátanos fritos.
La carne molida es también su debilidad, así como el pollo santiaguero, que “es una revoltura enorme de pollo con verduras”, explica su hija.
—No nos ha dicho qué destino tuvo finalmente su grupo musical; cuéntenos qué pasó con él —pregunta Rafael Huidobro.
—Me encabroné con los músicos y simplemente los dejé; así nomás, dice Mantequilla sobre la ruptura con El Negro Santo, sin precisar la fecha.
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Puteaux, sábado 9 de febrero de 1974. En la improvisada arena con capacidad para 12 mil espectadores que se ha instalado en el suburbio parisino que hoy forma parte del corredor financiero de la capital francesa, próximo a la zona de la Defense, hace su aparición el singular y carismático boxeador de tez mulata, enfundado en una bata roja y arropado durante la ceremonia oficial con un sarape que lleva los colores patrios de México, país que representa y por propia decisión ha hecho suyo 5 años antes.
Las banderas, los sombreros, los mariachis, y las porras de los aficionados mexicanos —que han realizado el viaje hasta París para presenciar la pelea de Mantequilla contra Carlos Monzón, el campeón mundial de los pesos medios—, son como una avalancha que auditiva y visualmente se expande por todos los rincones de esta arena—circo montada por el actor francés Alain Delon, promotor de la pelea.
El bullicio ahoga las reminiscencias tanguísticas de Carlos Gardel, con las que se abre paso el ídolo sudamericano, de 31 años, más discreto y menos estrambótico que su oponente. A él, lo mismo que a su rival, también le precede un abanderado con su respectivo drapeau.
Al pugilista mexicano se le percibe confiado y ciertamente desconoce que se halla a escasa media hora de sufrir la peor paliza de su vida, merced a la manca, la poderosa y terrible mano derecha de Monzón.
Ésta, de forma implacable martillará una y otra vez el rostro y costados del monarca welter, de 33 años y 1.75 de altura, quien —motivado por la bolsa prometida o el deseo de probarse a sí mismo—, ha invadido la categoría de los ligeros, pero con 2 kilos 820 gramos por abajo del campeón argentino, que en la báscula alcanzó los 72, 330.
Sin embargo, el peso no es el único obstáculo para Nápoles. También obran contra él los 1.82 de estatura, poderío, mayor alcance de brazos y golpeo del hombre nacido en San Javier, provincia de Santa Fe, Argentina, quien perecería 21 años después en un accidente automovilístico, mientras disfrutaba de un exclusivo permiso carcelario que le permitía pasar fines de semana fuera de prisión; un sino trágico que puso fin a su vida, mientras se hallaba preso por el brutal asesinato de la vedette de origen uruguayo, Alicia Muñiz Calatayud, su segunda esposa.
Alain Delon se hallaba impresionado por el boxeador Carlos Monzón, seguramente por compartir como él, un pasado de carencias y faltas de oportunidades. El argentino también se había abierto paso en la vida, a base de golpes y muchos riñones.
Por ello, quizá se interesó en arriesgar su dinero al promover los 2 combates más importantes del pugilista argentino en Europa, el primero de ellos contra el boxeador galo Jean Claude Boutier, en 1972, y el segundo en 1974, contra Mantequilla Nápoles.
Hijo de padres divorciados, quienes a los 4 años lo abandonaron a su suerte en un orfanato, en las afueras de París, Delon había desarrollado humildes trabajos desde muy temprana edad.
Antes de ser descubierto en Cannes y triunfar en el cine bajo la tutela de destacados directores como Luchino Visconti, quien le dio una oportunidad en Rocco y sus hermanos, laboró por igual como carnicero, albañil, camarero, vendedor, escort y paracaidista en Indochina, de donde fue echado sin honores por faltas graves al reglamento.
Por su parte, Monzón provenía de una familia numerosa y sin recursos, conformada por 12 hermanos. En sus inicios bolero y vendedor ambulante, se había formado en la calle y aprendido a leer y escribir ya en su etapa adulta. Durante varios años, hasta su muerte, se asegura llevó incrustada en su espalda una bala que le fue disparada en defensa propia, por su primera esposa María Beatriz García.
Sus biógrafos aseguran que sólo su afición al boxeo le permitió prolongar un destino inevitable, como el que finalmente le fue marcado el 8 de enero de 1995.
Desde su llegada a París, Monzón —quien no poseía el desenfado natural de Nápoles—, se avocó a 4 largas sesiones de entrenamiento en el gimnasio de la salle Filippi, en Neuilly, renovado y hoy todavía en funcionamiento.
Mantequilla, empero, se dio el lujo de traer con él, desde México, un par de perros que paseó por las calles de París. Luego de sus sesiones de entrenamiento, salía con un enorme grupo de acompañantes, a comer a buenos restaurantes o disfrutar de un espectáculo nocturno, sin probar casi alcohol. Por igual se dejó fotografiar con admiradores, que con las bellas vedettes del Lido.
El cronista argentino Carlos Irusta, aseguró que Monzón era un boxeador muy apreciado en Francia e Italia “muy disciplinado, hosco, irascible, duro y muy serio”, al contrario de Mantequilla “muy colorido, alegre y simpático”. Consideró que esa diferencia entre ambos y el hecho de que la pelea fuera patrocinada por Alain Delon —al igual que el buen manejo de la prensa—, contribuyó al éxito mediático del encuentro.
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Desde el primer segundo del combate —arropado en la esquina por sus estrategas de toda la vida y con el auxilio de Angelo Dundee, el médico Fredy Pacheco, Kid Rapidez y Cuco Conde—, Mantequilla asumió la conducción de la pelea, con golpeo doble al cuerpo de Monzón, siguiendo los consejos de Pete Silva, también entrenador de Mohammed Alí.
Su ofensiva prosiguió durante el round siguiente, pero la respuesta del campeón, a base de certeros ganchos, no permitió que su puntuación se incrementase en las libretas de los jueces.
Bajo la suave llovizna que caía incesante sobre la lona de la gigantesca carpa equipada hasta con aire acondicionado, Nápoles consiguió en los 2 siguientes asaltos, obtener una ligera ventaja, con potentes tiros de izquierda, que sin embargo no fueron suficientes para impresionar a Carlos Monzón, quien entonces dio inicio a su demoledora labor contra el rostro de su oponente.
Su manca se estrelló una y cien veces en la cara de Mantequilla y alcanzaron su meta: destrozar las cejas blandas del retador, quien comenzó a sangrar profusamente y casi ciego, trastrabilló, ante el grito complacido de los hinchas franceses y argentinos que habían pagado por ver en acción al homme de fer que implacable ya hacía honor a su apelativo.
Cada uno de sus golpes fueron un marro inmisericorde que estrellaba sobre los brazos y torso de Mantequilla, pero machacaba especialmente sus cejas.
Desmoralizado y maltrecho —impulsado únicamente por su arrojo y espíritu de valentía—, el retador escuchó aliviado el sonido de la campana que anunciaba el fin del quinto asalto, una calca de lo que sería el sexto episodio, que se convertiría en el último de la anunciada pelea.
Segundos antes de escuchar nuevamente el aviso previo a la campana, el árbitro llamó a los dos boxeadores al centro del ring, pero Angelo Dundee contuvo al boxeador mexicano en su esquina, y a señas, con el brazo extendido, solicitó la interrupción de la pelea.
El indiscutible triunfo le pertenecía a Monzón. Fue imposible evitar el asalto de sus simpatizantes y fotógrafos al cuadrilátero de Puteaux, en los Hauts de Seine —la antigua localidad establecida en 1148—, cuyo nombre en francés antiguo significa atolladero, un apelativo ad hoc que resumía el desolador tropiezo que vivía la carrera profesional de su retador.
Esta vez, los gritos de ¡Argentina!, ¡Argentina!, sepultaron los restos de la avalancha mexicana.
Los sombreros de charro y las banderas, dejaron de ondear de entre las manos de los partidarios del retador, quien discretamente descendió del ring y buscó refugio en una de las lujosas casas rodantes que Alain Delon había puesto al servicio de sus refulgentes estrellas.
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Para los expertos en el boxeo, lo que llevó a Mantequilla a enfrentarse de forma dispar a Monzón fue el dinero, porque todo estaba en su contra. Sin embargo, él no acepta esa la versión. Durante la entrevista se da oportunidad de replicar: —Yo quería pelear con Monzón sólo porque él era un boxeador muy bueno. No lo hice por dinero, nunca peleé por dinero, siempre lo hice porque me gustaba, señala.
Sin embargo, algunos analistas que han seguido de cerca la trayectoria del veterano pugilista y su hijo Pedro, señalan que por ese encuentro ganó 250 mil dólares más regalías —aproximadamente 3 millones 750 mil pesos—, de los de 1974.
Carlos Monzón —quien luego de la pelea contra el mexicano fue despojado del título porque se negó a pasar la prueba antidoping—, obtuvo un salario que superó en 50 mil dólares al de Nápoles, quien está consciente que sus días de gloria, desde hace muchos años quedaron atrás y no volverán jamás.
La fama y la fortuna y lo que ella conlleva, le llegaron a manos llenas a ese niño surgido de un barrio humilde en Santiago de Cuba; disfrutó de su riqueza, pero al final todo se le esfumó entre las manos, en parte por sus propios errores y mucho por la gente en quien equivocadamente confió.
Durante sus esporádicos paseos por el centro de la ciudad de México —los cuales realiza por comodidad en una silla de ruedas—, al descubrirlo, la gente le pide un autógrafo o le solicita tomarse la foto del recuerdo a su lado.
—Él nunca se niega, siempre atiende a quien lo solicita, porque le gusta la relación con el público. ¿Verdad papá? —le pregunta su hija Caridad en tono afectuoso. El veterano boxeador lo reafirma:
“Sí, a la gente le gusta todavía estar con Mantequilla. Cuando me ven todos me dicen: ¡Mantequilla, una foto!, ¡Mantequilla, un autógrafo!
—Debe ser muy gratificante para usted que en esta etapa de su vida la gente lo siga admirando; que lo respeten y lo quieran.
—Sí, me da gusto, dice realmente complacido.
Es una pena que el boxeo mexicano ya no tenga verdaderos ídolos como el Ratón Macías, Raúl El Púas Olivares, José Pipino Cuevas, Vicente Saldivar, Julio César Chávez, como usted mismo…, le comento. Su respuesta es instintiva, un verdadero uppercut.
—No lo hay, porque los buenos ya pasaron, ya todos se fueron.
—Usted no se ha ido, afortunadamente todavía está entre nosotros —le reviro de manera cordial, sincera a Mantequilla.
—No, yo ya pasé, desde hace mucho, dice.
—¿Considera usted que ha cumplido sus metas en la vida; que a la manera del poeta Amado Nervo puede decirle: vida nada me debes, vida estamos en paz?
—A estas alturas ya no espero nada de la vida, pero tampoco me quejo; he vivido, he vivido… concluye sonriente y sereno este viejo guerrero del ring.
No me tumbó; no me tumbó… La crónica del periodista Rafael Cardona
Todos acabamos al fin, Mantecas, pero por ahora dile algo fuerte a la cabrona vida, ¿no?
—Que te gane, pero no dejes que te tumbe.
Sentado en la mesa de su cabaret en la avenida Doctor Vértiz, Mantequilla Nápoles miraba con la misma fijeza hipnótica con cuyos brillos comenzaba a destruir a sus enemigos en el ring.
—¿Tú me harías favol, de veldad chico, me harías ese favol?
El amigo ocasional había llegado de la mano de otro tan superficial como el primero. Se sentaron y el campeón se abrió paso entre las mesas. Los meseros le obedecían, las mujeres le coqueteaban. Fiero el mostacho, fácil la sonrisa, pero en el fondo de todo, esos ojos, esa mirada de felino a punto del salto. Pero cuánta ingenuidad en el fondo.
—Toma, le dijo. Ahí está apuntada la dirección. Dale mi saludo y mi beso a mi mami, a mi mamita. Dentro del sobre había dólares. Verdes, frescos: olorosos a caja fuerte. ¡Salud! Gracias, hemano, gracias hemano.
Quizá no mucha gente lo sepa, pero el Buen Jesus lo sabe. El recién llegado jamás fue a Cuba, jamás vio a la vieja del Mantecas y nunca volvió a la taberna.
—Ya no vivía allí, me dijeron. Te lo juro. ¿Y la lana?
—Me la gasté, y cuando la fui a pagar, el bar ya había cerrado.
Tiempo atrás el gran Mantequilla se deslizaba por el ring con la seguridad elástica de una pantera. Botines blancos. Letras negras en la pernera izquierda. MN. Franca la sonrisa y seguro el paso.
Venía de perder en aquella desigual pelea contra Carlos Monzón en Francia.
—Carajo, chico, no se podía, no había modo, el tipo iba pa’delante y pa’delante. Estaba fuerte, muy fuerte. Y parecía un camión. Bailé hasta mambo, ¿sabes? El problema era salir vivo de allí.
Monzón había regresado a México. Convertido en promotor gozaba su fama y su fortuna. Lo miro en el Gran Hotel de la Ciudad de México. Él y Acavallo, un pupilo suyo a quien le van a echar al Mantecas, se pavonean bajo los cristales incomparables del vitral de luces multicolores. Pasan por las jaulas doradas de los elevadores y se dejan mirar y acariciar por la fama. La fama de Monzón, pues al otro nadie lo conoce.
En eso llega El Gato Marín. Carajo, toda Argentina ahí. El gran campeón, el gran portero. La Cruz Azul, la cruz del sur.
—Vamos al entrenamiento. No sé cómo pero acabo doblado en tres en la parte trasera del Mustango de Marín. Ruge la máquina azul. Vamos a los baños del Jordán donde Mantequilla entrena sin imaginarse la visita más inoportuna y menos deseada: Monzón, el verdugo de Puteaux. Cuando llegamos la conmoción es enorme.
José Ángel suspende el entrenamiento. La sudadera gris está sudada. La cara hosca. Los ojos negros, negros como nunca.
—Por favor una foto, dice Ignacio Castillo. Mantequilla accede y luego del click, click, se baja del ring. No vuelve más. Vino la pelea y MN deshizo a Acavallo en tres rounds.
—¿Cómo fue la pelea, campeón?
—Nada, le puse en la madre. Nomás.
Pero el tiempo pasa silencioso. Dentro de La Regional se percibe el olor agrio de la copa vieja y la milanesa frita. La cantina de sus compadres, en Niño Perdido es una especie de club, oficina y refugio para Mantequilla. Ahí está tranquilo, en su medio, con los suyos. Se dicen muchas cosas, pero él bebe poco. Le gusta cocinar, charlar.
—¿Vas a pelear contra John Stracey? Es un chavo de 24 años, puede ser tu hijo.
—¿Pues no sé cómo ande la mamita de ese, veldad? Y se ríe enormidades por su chiste. Pues si quiere, pues si quiere…
Llega la pelea y en la Plaza de Toros México un trompetista no deja de tocar el alacrán, el alacrán; el alacrán te va a picá. Carajo, cómo chinga el de la cornetita.
Comienza la pelea, se inician las hostilidades, dice un cronista de la televisión. Mantequilla se dispone a flotar en el centro del cuadro. Hace un par de fintas con todo el cuerpo, Stracey se traga el anzuelo y lo siguiente es tragarse una izquierda perfecta y luego un remate de derecha y vámonos para abajo, vamos a mirar la nube desde la lona.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… ¿límpiate los guantes, ok? Puedes seguir? Yes, dice yes. Y en ese momento la regla comienza a cumplirse.
Fuerza y técnica para tirar a un novato en el primer round, pero debilidad y vejez para no rematarlo en el resto de la pelea.
Y el muchachito entra a la guardia, se mete como puede y golpea una, dos, tres veces en las débiles cejas del fatigado campeón. Ahí viene la nube roja, ¡Ay!, carajo, no veo nada y no veo nada con este ojo, y ahora el otro, ¡la puta madre!, no veo.
—¡Al ojito! Mantecas, te gritaban cuando los masacrabas con el tino de una esgrima. Al ojito. Ahora son tus cejas, ahora son.
Zas!, zas!, suenan los pasos en la lona. Izquierda, jab, Mantecas, sácalo, sácalo, no lo dejes entrar, escucha, escucha. El alacrán, el alacrán…
Ya se acabó el pleito. Ya perdiste, ya te ganó este caguengue. Y lo habías tirado en el primero.
—No veía, pelié tres launs ciego, cabrón, ciego, nomás oyendo. Y no me tumbó, no me tumbó.
Hoy me entero una vez más de su desgracia, de su tristeza sin cuerdas y su anorexia, su depresión, su última pelea, la única para ganarla de adeveras, la pelea contra la vida, contra la muerte.
Todos acabamos al fin, Mantecas, pero por ahora dile algo fuerte a la cabrona vida, ¿no?
—Que te gane, pero no dejes que te tumbe. (Rafael Cardona /racarsa@hotmail.com)
El Mantequilla que vio Julio Cortázar; apunte de Marcos Romero
“Todo el mundo parado a la espera de la campana del séptimo round, un brusco silencio incrédulo y después el alarido unánime al ver la toalla en la lona. Napóles siempre en su rincón y Monzón avanzando con los guantes en alto, más campeón que nunca, saludando antes de perderse en el torbellino de los abrazos y los flashes. Era un final sin belleza pero indiscutible. Mantequilla abandonaba para no ser el punching bag de Monzón, toda esperanza perdida ahora que se levantaba para acercarse al vencedor y alzar los guantes hasta su cara, casi una caricia mientras Monzón le ponía los suyos en los hombros y otra vez se separaban, ahora sí para siempre. Ahora para ya no encontrarse nunca más en un ring”.
Así narra el escritor argentino Julio Cortázar, en una memorable crónica La noche de Mantequilla, el final de la pelea sobre el no menos inolvidable encuentro del 9 de febrero de 1974, en la que el argentino Carlos Monzón se enfrentó y venció por nocáut a José Ángel Mantequilla Nápoles.
Para Monzón la victoria significó retener exitosamente por novena vez el título de campeón mundial de la categoría mediana y para Mantequilla implicó la pérdida del título universal de los Welters.
En una fría noche en la carpa Ville de Puteaux Le Defense, en los suburbios de París. Monzón fue ovacionado por la crítica al día siguiente al considerarse que hizo su mejor papel en el cuadrilátero desde que fue ungido como monarca el 7 de noviembre de 1970 cuando noqueó a Nino Benvenutti en Roma.
Ante más de 12 mil personas, Monzón infligió una verdadera paliza a Nápoles y exhibió su indudable superioridad física.
La pelea fue organizada por el legendario galán del cine francés Alain Delon.
En su crónica, escrita a manera de cuento con Peralta, Estévez y Walter como personajes que acuden a la pelea a realizar una transacción prohibida del tipo de la que mafiosos suelen llevar a cabo en un parque dejando un paquete y recogiendo otro, Cortázar señala que “esa pelea valía como una obligación para cualquiera que tuviese la plata suficiente” y hace notar que la expectación generada por esa batalla era tal que “las entradas estaban agotadas desde una semana antes. El escenario es descrito por el laureado escritor argentino como “una carpa de circo montada en un terreno baldío al que se llegaba después de cruzar una pasarela y seguir unos caminos improvisados con tablones”.
El lugar era tan improvisado y sórdido que —según el autor de Rayuela— “fuera de las sillas del ringside el resto era de circo y de circo malo, puros tablones aunque, eso sí, unas acomodadoras con minifaldas que te apagaban de entrada toda protesta”.
Por el acento de muchos de los asistentes, a través de sus personajes, Cortázar supone que “los hinchas de Mantequilla debían abundar esa noche en que el retador aspiraba nada menos que a la corona de Monzón”.
“La gente se agolpaba en las entradas de la carpa y las chicas tenían que emplearse a fondo para instalar a todo el mundo”, señala y dice que la iluminación del ring era demasiado fuerte y la música demasiado pop, pero expone que empezaba la primera preliminar y el público no perdía tiempo, cedían a un murmullo de expectativa.
“De pronto el clamor como única señal, bruscamente la bata blanca recortándose contra las cuerdas. Monzón de espaldas hablando con los suyos. Napóles yendo hacia él. Un apenas saludo entre flashes y el árbitro esperando que bajaran el micrófono, la gente que venía a sentarse poco a poco, un último sombrero de charro yendo a parar muy lejos, devuelto en otra dirección por pura joda. Bumerang tardío en la indiferencia porque ahora las presentaciones y los saludos”, escribe Cortázar.
Luego dice que siguen fotos y aplausos y se escucha el himno mexicano con más sombreros y al final ondea la bandera argentina.
“Monzón, de frente, armaba esa guardia que no parecía una defensa, los brazos largos y delgados, la silueta casi frágil frente a Mantequilla más bajo y morrudo, soltando ya dos golpes de anuncio”, señala al dar cuenta el inicio de la pelea.
Un francés explica que a Monzón lo ayudaría la diferencia de estatura. Hace decir a Estévez que “Nápoles pega duro”, lo que obliga al argentino a tirarse atrás.
“La réplica llegaba un poco tarde, a lo mejor había sentido los golpes. Era como si Mantequilla comprendiera que su única chance estaba en la pegada”, señala.
El escritor nota que a Monzón no le serviría como siempre le había servido, su maravillosa velocidad pues encontraba como un hueco, un torso que viraba y se le iba mientras el campeón llegaba una, dos veces a la cara.
“La gente estaba callada, cada grito nacía aislado y era como mal recibido. En la tercera vuelta, Mantequilla salió con todo”, señala en un tono que a ratos parece ser el de un cronista de box.
De pronto, Monzón está contra las cuerdas: “un sauce cimbreando, un uno—dos de látigo, el clínch fulminante para salir de las cuerdas, una agarrada mano a mano hasta el final del round, los mexicanos subidos en los asientos y los de atrás vociferando protestas o parándose a su vez para ver”, dice.
La narración prosigue diciendo que es “la noche de Mantequilla que se estaba jugando a fondo en la quinta vuelta, ahora con un público de pie y delirante: los argentinos y los mexicanos barridos por una enorme ola francesa que veía la lucha más que los luchadores, que atisbaba las reacciones, el juego de piernas”.
Ahora “Monzón entraba y salía aprovechando una velocidad que a partir de ese momento distanciaba más y más la de Mantequilla cansado, tocado, batiéndose con todo frente al sauce de largos brazos que otra vez se hamacaba en las sogas para volver a entrar arriba y abajo, seco y preciso”, añade la crónica.
El siguiente round parece ser el decisivo, pero ya se ve venir la derrota de Nápoles, pues Cortázar escribe que sus hinchas lo alientan como si lo despidieran.
Ahora Monzón “buscaba la pelea y la encontraba y a lo largo de veinte interminables segundos entrando en la cara y el cuerpo mientras Mantequilla apuraba el clínch como quien se tira al agua, cerrando los ojos”.
“No va a aguantar más” hace decir Cortázar a Estévez, como si fuera su alter ego.
“Monzón fuera de distancia, esperando apenas para volver con un gancho exactísimo en plena cara, ahora las piernas, había que mirar sobre todo las piernas”, prosigue la descripción de la disputa en el ring.
Mantequilla se nota “pesado, tirándose adelante sin ese ajuste tan suyo mientras los pies de Monzón resbalaban de lado o hacía atrás, la cadencia perfecta para que esa última derecha calzara con todo en pleno estómago”.
Al llegar a la fase decisiva de la pelea, la narración se vuelve frenética, como lo muestra el párrafo inicial de esta reseña. “Fue una linda pelea”, resume Cortázar, a través de Estévez, una frase muy simple pero muy gráfica. El mexicano podría haber durado más pero seguramente su equipo de manejadores no lo dejaron salir, añade el personaje.
El texto señala que Nápoles estaba “sentido y era demasiado boxeador para no darse cuenta, pero cuando se es como él hay que jugarse entero, total nunca se sabe”.
A manera de colofón, señala que los mexicanos salían de la arena circenses con los sombreros, que de golpe parecían más chicos.
En la narración sobresale la imagen de una toalla cayendo en medio del ring al momento en que Mantequilla deja a Monzón vestirse de gloria.
“Pobre viejo”, dice lapidario el escritor casi al final, compadeciéndose del boxeador cubano—mexicano, aunque en el fondo parece mostrarle una disimulada admiración.
Es una pena que el boxeo mexicano ya no tenga verdaderos ídolos como el Ratón Macías, Raúl El Púas Olivares, José Pipino Cuevas, Vicente Saldivar, Julio César Chávez, como usted mismo…, le comento. Su respuesta es instintiva, un verdadero uppercut.
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