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NÚMERO CERO/ EXCELSIOR

El caso Lozoya y los videoescándalos evidencian la Corruptópolis que domina la vida política y la economía del país, independientemente de la pretensión de López Obrador de instrumentalizarlo en un juicio popular contra los gobiernos del pasado del PRI y del PAN. Las denuncias y las filtraciones visibilizan el decreto “salva-ladrones” que ampara, de facto, a los actores de tramas de corrupción para moverse lejos de la ley. Confirman que la protección está más allá de las instituciones, que, sin embargo, quedan muy mal paradas cuando los escándalos las sacuden hasta la raíz de la política nacional.

El video de esta semana que incrimina a exlegisladores y gobernadores del círculo cercano a Calderón sirve para apuntalar la narrativa sobre la corrupción del Presidente y posicionar su vieja promesa de combatirla en un nuevo nivel. Aunque el proceso revela riesgos por su utilización para impartir discrecionalmente justicia desde el poder, por encima de las garantías de cualquier inculpado y los dispositivos institucionales que necesita la ciudadanía para exigir el control democrático.

En efecto, las denuncias de Lozoya exhiben que los hilos cruzados y entrelazados de la corrupción trascienden sexenios, como ha reiterado López Obrador. La confabulación se proyecta transversalmente entre partidos como el mecanismo que permitió florecer el abuso de poder con la democracia. Las instituciones que construyó para enfrentarla han sido omisas en prevenir, denunciar y sancionarla. Muchos se preguntarán dónde estaba el INAI o el Sistema Anticorrupción cuando reformas trascendentales de los últimos gobiernos o las concesiones de las mayores obras públicas pasaban por el aro del soborno entre camarillas políticas. Pero la pregunta es si esa abstención de hacer o decir de los contrapesos del poder desplazará a la transparencia y la rendición de cuentas para dejarla en manos de videoescándalos.

Una de las mayores amenazas del videoescándalo para enfrentar la Corruptópolis es que la justicia de la grabación clandestina y la divulgación indebida de información secreta o confidencial desde poderes interesados se utilice para desmantelar instituciones de control democrático o someter adversarios y críticos. Que la evidencia de sus falencias penetre hasta desactivar los tímidos pasos del país en la construcción de instituciones de transparencia y acceso a la información. Y, mucho más allá, que la selección de escenas o aspectos para configurar una acusación como un espectáculo mediático termine por inutilizar la barandilla y suplantar los procesos tambaleantes del Estado de derecho.

En el contexto de las filtraciones, el gobierno ha reconocido —a través del consejero jurídico, Julio Scherer— que la asignatura pendiente de la 4T es el Estado de derecho, con una dura crítica a los jueces. Olga Sánchez Cordero lo ha secundado por la urgencia de recuperar confianza de la ciudadanía en la justicia. Sin embargo, el impulso desde Palacio Nacional al videoescándalo parece definir una ruta más cercana a la justicia popular que a la constitucional para cumplir la promesa anticorrupción del Presidente. Que apunta con la oferta de una consulta popular para juzgar a Calderón y a Peña Nieto, al mismo tiempo que la FGR investiga los casos penalmente. ¿Falta o desdeño de pruebas? Si las tenían, para qué pactar con Lozoya.

Es cierto que el INAI quedó a deber en la apertura oportuna de información sobre denuncias de sobornos que ya había desde 2017 de la constructora brasileña con justificaciones pueriles, como, en su momento, la falta de fiscal anticorrupción. El respaldo en votaciones a cerrar la llave de la transparencia en solicitudes sobre Etileno 21 u operaciones fraudulentas, como Agronitrogenados, que hoy denuncia Lozoya, socavaron su imagen y la confianza en su eficacia. Ni qué decir del Sistema Anticorrupción, que parece deambular como cadáver insepulto en las oficinas públicas en busca de recursos. Esa saga de errores evidenció falta de profesionalización, pero, sobre todo, de un diseño institucional atado al control político, por acción u omisión, de sus integrantes. Pero no es suficiente para despreciar mecanismos legales e institucionales en poder de la ciudadanía para exigir información imprescindible en la rendición de cuentas al gobierno, por ejemplo, sobre el manejo de la crisis económica y sanitaria, o a la propia Fiscalía por el proceso y la averiguación de Lozoya. No hay que olvidar que otras Tangentópolis, como Manos Limpias en Italia, se saldaron no sólo en el escándalo, sino en 1,233 condenas.