Número cero/ EXCELSIOR
Con sólo asomarse al registro diario de noticias y a las redes es evidente el protagonismo de las Fuerzas Armadas en la discusión pública más allá de la seguridad. Su rol mucho más activo con el gobierno de López Obrador parece un nuevo “management” de gestión militar en obras y servicios público, que contrasta con su tradicional figura discreta. Hoy su presencia en los grandes debates nacionales, como la militarización o sobre su participación activa en Ayotzinapa, es una granada de fragmentación en las cavidades de los poderes del Estado y el sistema político. Las reformas al sector público, primero las neoliberales y luego la austeridad republicana, dejan cada cual a su manera un Estado más débil y fragmentado, en el que ahora, además, la transformación echa mano de ellos para construir las grandes obras sexenales y entrega la administración de servicios clave, como las aduanas, mientras consolida su monopolio de la seguridad. Como se temió, sería difícil regresarlos a los cuarteles desde que Calderón les abrió la puerta de la seguridad. En 16 años las obligaciones vencidas de los gobiernos civiles con ellos no han hecho más que aumentar, junto con la exigencia de compensación de los militares por sus servicios en la “guerra contra el narco” y el crimen. En este sexenio esas deudas se costean con presupuestos millonarios a la Sedena, concesiones inéditas en la administración pública y su regularización en la vida civil al precio que sea, como se ve en la confrontación en el Congreso para normalizar su presencia pública.
Por eso responder a su reclamo de enmarcar legalmente su actuación en seguridad admite empujar reformas contra la Constitución en la adscripción de la GN a Sedena; aceptar cualquier método para imponerse en el Congreso sin negociación con la oposición la iniciativa presidencial que las normaliza, así pase por fraccionar la vida política. Y si todo eso falla, convocar a una consulta pública sobre la militarización para enfrentar a la sociedad con los legisladores, no obstante que la constitución no la permite en materias como la seguridad nacional y las Fuerzas Armadas. No puede ignorase que los gobiernos son responsables de llevar a los militares a un primer plano mostrándolos como los mejor calificados y necesarios para las tareas de seguridad ante el fracaso de los civiles. Pero tampoco desconocer que avanzan en medio de un mapa político resquebrajado y mayor fragmentación de los poderes del Estado porque su presencia trastoca los equilibrios del sistema al convertirlos en actores políticos.
Aunque tampoco están exentos de desgaste porque su avance detona metralla que, como las granadas de fragmentación, se desprende de la esfera de metal o su propia carcasa. La militarización de la seguridad, primero por la vía de los hechos, y luego su reconocimiento en la ley, es uno de los factores que más enredan al país. Por un lado, son reclamados como la última esperanza para la pacificación, y de otro, desnudados como amenaza para los derechos humanos por abusos activos contra ellos y complicidad en casos como Ayotzinapa. Se les manda a la primera línea de fuego, pero la estrategia de seguridad los expone a humillaciones y vejaciones. Se les presenta como nuevo “Management” de gestión pública para combatir la corrupción, pero a su paso se cierra la transparencia y rendición de cuentas.
Sin una discusión sobre el modelo de seguridad y consensos políticos de su rol en el Estado, las Fuerzas Armadas estarán expuesta a un fuerte desgaste, como ha sucedido con otras experiencias latinoamericanas. Las protestas violentas contra el cuartel del Batallón 27 en Iguala y en el cuartel número 1 del Campo Militar por el octavo aniversario de Ayotzinapa son hechos preocupantes e inéditos. La exigencia de esclarecer su responsabilidad en la masacre de los normalistas e investigar a todos los militares involucrados es otra llamada de atención sobre la erosión causada por su expansión en la vida civil, aunque sostengan una imagen de confianza en la percepción pública. En las cuentas de los civiles está el que cada día es más difícil de explicar que su despliegue en seguridad con el doble de efectivos en un lustro no haya impedido que el delito se triplique con sucesivos gobiernos. Debe explicar porque no han traído la paz, y en cambio, alterado los equilibrios del sistema político y –como hoy sabemos—cobijado su impunidad.